“Lo mejor es enemigo de lo bueno”.
Voltaire.
Se ha convertido ya en un lugar común, a tenor de los malos datos de la pandemia en España, el decir que nos engañaban y nos engañábamos cuando nos decían que teníamos un buen sistema sanitario. Unos lo dicen compungidos, como parte del clima depresivo en que nos ha sumido la larga pandemia, y otros, no sin cierta satisfacción, al encontrar un culpable en sus prejuicios de siempre sobre la sanidad pública.
Aunque unos y otros seamos conscientes de que una situación límite, cómo lo es esta pandemia, nunca es representativa de la capacidad y calidad en general del sistema sanitario sino, más en concreto, de la vigilancia, las alertas, la información y la respuesta inmediata de nuestro precario sistema de salud pública ante situaciones de pandemia potencialmente catastróficas.
Porque, en condiciones de normalidad, seguimos estando de entre los mejores sistemas sanitarios en términos de cobertura universal, amplitud de las prestaciones y calidad de la atención. Y lo es también desde el punto de vista de la relación coste/beneficio como por los resultados que se obtienen en salud, a pesar de que lo invertido en porcentaje de PIB esté por debajo de la media de los países avanzados.
Al menos los datos de los principales institutos de calidad y de los organismos públicos así lo avalan cuando nos sitúan, unos entre los tres primeros o como la OMS entre los siete primeros, y otros más exigentes, entre los veinte primeros como la revista Lancet.
Pero sobre todo, en términos de salud, en que el informe de Bloomberg, sitúa a España como el país más saludable en 2019 por su estilo de vida, pero también por la fortaleza del sistema asistencial, del que destaca a pesar de todo la atención primaria. Es también el país, con Singapur, Hong Kong y Japón, según el índice elaborado por el Foro Económico Mundial relativo al año 2019, el que cuenta además con la mayor esperanza de vida saludable, es decir, uno de los lugares donde las personas viven más tiempo sin problemas graves de salud.
Esto es así tanto en una valoración diacrónica: en relación a la evolución progresivamente a mejor de nuestra sanidad pública, como también sincrónica, porque nos permite compararnos al nivel de los sistemas sanitarios más modernos de nuestro entorno.
En definitiva que somos buenos en sanidad pero tampoco los mejores, aunque que en términos de situación de salud estemos a la cabeza. Unos datos ya conocidos que antes eran aceptados e incluso jaleados por todas nuestras autoridades, de uno y otro signo, y que hoy, a raíz de la pandemia, comienzan a ser discutidos y discutibles.
En todo caso, todo ello no obsta para que desde hace ya años las organizaciones civiles y políticas, así como las respectivas comisiones parlamentarias y gubernamentales fuéramos muy conscientes de las carencias, y por ello, de la necesidad de reorientar el sistema sanitario desde la actual atención a enfermos agudos hacia la prevención y los pacientes crónicos, a reforzar la atención primaria y a mejorar el actual modelo de gobernanza, de gestión pública y de evaluación de resultados en salud, sobre todo a partir de una experiencia de décadas desde las transferencias y la efectiva descentralización de la gestión sanitaria a las CCAA.
Por otra parte, la hipertrofia de la tecnología y la farmacia han impuesto su propia lógica incremental, en detrimento de la relación terapéutica de médico y paciente y del equipo de salud con la comunidad. Su compatibilidad futura es quizás el reto estratégico más importante para la viabilidad y efectividad de los actuales sistemas públicos de salud.
Con mayor razón, a partir del momento en que nos hemos visto enfrentados a medidas regresivas que, al calor de las corrientes políticas neoliberales y más recientemente de las medidas de austeridad de la recesión económica, en que los recortes y las privatizaciones han provocado el recorte en la financiación, de los recursos humanos y materiales y al retroceso del carácter público del sistema. La accesibilidad universal y la equidad siguen siendo valores fundamentales del sistema sanitario, hoy en peligro.
También habíamos constatado en las sucesivas encuestas de salud, el acelerado incremento de los hábitos de riesgo, en particular del tabaquismo, el sedentarismo, el estrés y la malnutrición, así como de la influencia negativa en el nivel de salud de las clases populares de los determinantes sociales de la desigualdad social en la salud como el desempleo, la precariedad laboral, la contaminación ambiental y las malas condiciones de vida en los barrios. En definitiva, la prioridad de la prevención y la promoción de salud.
Por eso, desde entonces, dentro de las recomendaciones de mejora y modernización de la sanidad española, se incluía el cambio de estrategia y de medidas, así como la necesidad de un pacto de Estado por la sanidad, que como en el caso de la ley de salud pública, también sufrió el bloqueo de las fuerzas políticas conservadoras.
Y en esto llegó una pandemia que ha puesto a prueba estás costuras y a la par ha mostrado, además las flaquezas de lo que era y sigue siendo un buen sistema sanitario, pero eminentemente hospitalario, tecnológico y curativo, así como con problemas de coordinación y gobernanza.
Al principio, nuestras flaquezas se vieron en la salud pública, la atención primaria y en general la atención comunitaria: como son la salud mental, la laboral, la ambiental, así como todo lo relativo a la coordinación y los cuidados sociosanitarios. Verdaderos parientes pobres de nuestra sanidad pública.
De hecho ha sido el sistema de salud pública, apenas en pañales, y su sistema de información, la red estatal de vigilancia y los dispositivos de salud pública lo primero que nos falló y nos abocó de la contención al confinamiento. Una salud pública que tuvo que esperar 25 años a la ley de 2011, que actualmente la regula, y que aún hoy todavía está a la espera del correspondiente desarrollo reglamentario.
Más tarde, ya con la declaración del estado de alarma, se pusieron en evidencia las dificultades del Ministerio de Sanidad, debidas a su raquítica dimensión y financiación, así como los problemas de liderazgo y de dirección compartida del sistema sanitario para ejercer el mando único en una situación de emergencia. También para afrontar la interrupción y el colapso de la cadena de suministros sanitarios, tanto de EPIs como de test y respiradores.
Y, más allá de la incapacidad de la sanidad pública como inteligencia sanitaria, se puso de manifiesto, junto al modelo residencial, la debilidad de la coordinación sociosanitaria y de la necesaria reorientación a crónicos con la catástrofe vivida en las residencias de mayores.
Luego, con el precipitado desconfinamiento y la desbandada en la llamada desescalada, se manifestó la dificultad para pasar del llamado mando único a la coordinación y la cogobernanza con las CCAA.
Ya en la nueva normalidad, el incumplimiento de los compromisos de refuerzo de la atención primaria, de rastreo de contactos y de confinamiento, por una parte. Y por otra la relajación de los controles en el ámbito familiar, pero también en el laboral, en el transporte público y en la comunicación y los mensajes públicos, han convertido la fase de control y convivencia con el virus en una ficción de nueva normalidad que ha llevado a un estado de brotes y finalmente a la transmisión comunitaria, aunque limitada y asimétrica.
Por último, también en el contexto de la Pandemia se han puesto de manifiesto nuevos problemas y reclamaciones, vinculados fundamentalmente a la falta de planificación y la inercia de las políticas de formación y de contratación de recursos humanos en el sistema sanitario, tal y como al principio de la pandemia surgieron asimismo en torno al recurso cama, el equipamiento y las tecnologías sanitarias, mostrando a su vez otras carencias y en consecuencia la necesidad de cambio y renovación.
Es verdad que solo una parte de las CCAA han desoído los compromisos de la respuesta temprana y la nueva normalidad, aunque haya sido lo suficiente para alterar de nuevo el conjunto de la respuesta de contención de la pandemia. Al igual que es sólo una minoría de los ciudadanos los que ignoran las recomendaciones de salud pública.
En el trasfondo sigue produciéndose una soterrada resistencia del modelo fracasado de inmunidad de rebaño a las medidas de salud pública. Lo fue así entonces frente al estado de alarma y lo está siendo ahora en comunidades como Madrid, ante la necesidad de adoptar limitaciones de horarios, concentraciones y movilidad adicionales.
Sin embargo, estas dificultades hubieran hecho necesario algo más que las medidas de coordinación pactadas en el consejo interterritorial, que ponen de manifiesto el vacío producido por la ausencia de desarrollo de la gobernanza contemplada en la ley de salud pública. Tanto de la estrategia como de la agencia técnica de salud pública y el consejo consultivo previstos, para desarrollar el servicio de inteligencia de nuestra sanidad.
Entre tanto, es urgente añadir un cuadro de mandos que permita graduar la respuesta en función de la incidencia acumulada, la tasa de positividad, la movilidad, las capacidades de rastreo, atención primaria y apoyo social a las cuarentenas, así como la evolución de la ocupación de hospitales y UCIs... entre otras, completando con ello el decreto de nueva normalidad y el actual plan de respuesta temprana.
Pero para todas estas medidas de fortalecimiento de nuestro sistema sanitario y de salud pública es imprescindible contar con suficientes recursos económicos, al menos al nivel de los países con los que pretendemos compararnos. Sin embargo, lejos de incrementar la lucha contra el fraude y la justicia fiscal, en los últimos años se vienen disminuyendo los impuestos sobre el capital y el patrimonio, precisamente en las CCAA, en paralelo con el recorte de inversiones en el sector social y sanitario.
En resumen, una buena sanidad, pero también mejorable.