Yo no saco cadáveres de fosas comunes. Los esqueletos que he desenterrado, limpiado de décadas de olvido, desidia y abandono, examinado y restaurado, son de otro tipo. Yo me encargo de la historia de su vida. Escribo biografías. Y, por aquello de ser optimista, siempre digo que es un trabajo más agradecido que el otro.
He ido a México dos veces, siempre por trabajo. Una parte de lo que hago consiste en localizar tumbas que nadie sabe dónde están. La primera que descubrí estaba bastante cuidada. La viuda, una señora de origen y nacionalidad mexicana, se encargaba de pagar la cuota de mantenimiento con el dinero de sus arcas privadas, más vacías que llenas. La segunda, ni eso. Una tumba dejada de la mano de dios, porque fueron las mías y las de un amigo mexicano las que tuvieron que limpiarla, para poder sacarle unas fotos que mostrasen un mínimo de decencia.
Pero hay que ser agradecido, así que podemos darnos con un canto en los dientes de que la ley mexicana las respete y no reclame las parcelas que llevan tiempo sin pagarse. Aunque eso, según me contó el encargado y con los tiempos que corren, no va a durar mucho. La tumba a la que me estoy refiriendo es la de una mujer política catalana, una feminista republicana de una notable trayectoria, que murió soltera y sin hijos, en el exilio. Se llamaba Maria Dolors Bargalló*.
Hace unos días leí, en un reportaje de este periódico, que la tumba del catalán Francesc Boix va a ser trasladada al cementerio de las celebridades mundiales. El Père Lachaise, de París. Boix fue el hombre que, con sus fotos, probó durante los juicios de Núremberg la presencia en los campos nazis del austríaco Ernst Kaltenbrünner, mano derecha de Himmler. Su testimonio sirvió para que llevaran a ese nazi de mierda a la horca. Y no creo que el gobierno austríaco ni el alemán consideren que debo respetar ni su memoria, menos la de su partido político, ni los sentimientos de los que puedan sentirse ofendidos por mis apreciaciones sobre un nazi. Básicamente, porque en esos países hicieron los deberes cuando tocaba. Y no olvidan. ¿Seguirá adelante la propuesta de Ciudadanos de enviar una delegacion española al homenaje a Boix?
En 1939, Franco consideró que, para ir bien, todavía tenía que exterminar a dos millones de españoles, como recogió Gabrielle Duchêne en un artículo en la revista Femmes dans l'action mondiale. De cumplirse esa cifra, Franco le quitaría su puesto a Hitler en el ranking de los mayores genocidas de todos los tiempos. En España, Franco goza de grandes monumentos levantados en su honor –y cuidadín con meterse con ellos– y una importante Fundación para estudiar su figura y su pensamiento. Nuestro Gobierno, el que nos representa –aquí y allá fuera–, predica que debemos olvidar; que lo pasado, pasado está. Y casi parece decirnos que debiéramos estar agradecidos de que los tiempos del genocidio en España hayan acabado.
Pero no siempre fuimos el pito del sereno. A principios de 1936, Manuel Azaña, Antonio Machado, Julio Álvarez del Vayo, Ossorio y Gallardo y unos cuantos más se comprometieron con el Comité Internacional por la Paz. Impulsado por el británico Lord Cecil y el francés Pierre Cot, pretendían unificar todas las fuerzas antifascistas europeas. Tras echar al gobierno Lerroux-Gil Robles, con la victoria del Frente Popular, España estaba convencida de haber triunfado allí donde Alemania seguía fracasando.
Hacía nada que Mussolini había invadido Etiopía, y sabían, como sabían Cecil y Cot, que tocaba arrimar el hombro. Organizaciones pacifistas y feministas de toda Europa habían enviado telegramas, habían protestado ante la Sociedad de Naciones y se habían manifestado por los abusos del bienio negro. Ahora, nos tocaba a nosotros. Durante un tiempo muy breve este país representó la esperanza de que era posible esquivar el fascismo. Lo habíamos hecho dos veces. Primero con Primo de Rivera, luego con Lerroux y Gil Robles. Después, hizo falta una guerra y a la tercera fue la vencida.
Thomas Mann dijo que la lucha por la defensa de la República española, independientemente de cómo terminase –lo escribió cuando la guerra– brillaría a través de los siglos, y que salvaría en la historia el honor de una época sombría, moralmente disminuida. Esa guerra tal vez ya no salve el honor de Europa, pero desde luego salva el nuestro, como españoles. Moralmente, fue una guerra ganada desde el principio, como dejó escrito el sabio alemán y, sinceramente, no me atrevo a llevarle la contraria.
Sin embargo, insisten en que hay que olvidar. No solo a nuestros familiares, enterrados a saber dónde –país o kilómetro–, cuándo, y sin idea de por qué o cómo murieron, si es que ya han muerto. Se nos pide que olvidemos esa guerra que perdimos, nuestro único honor, si es que se trata de dos cosas diferentes. Y por esas, hemos tenido que aguantar que nos digan, a viva voz y para todos los públicos, que hay españoles que solo se acuerdan de su padre cuando reciben una subvención, entre flores varias.
Carne corrupta y huesos olvidados. A nuestros héroes, se les entierra en París. Nuestra memoria sobrevive en países extranjeros. Hay miles de familias con un padre, una madre, un abuelo o una abuela que les resultan, todavía hoy, un misterio. A los que nos piden que olvidemos a nuestro padre, a nuestro abuelo, nuestro honor, yo les propongo algo: en cuanto tengan cuatro duros, de los que les sobran, acuérdense del suyo.
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* Elaboré esta biografía sobre Maria Dolors Bargalló, pendiente de publicación, con la Beca de Estudios Históricos President Macià (2016) que otorga la Fundació Josep Irla.