Cerraba una crónica previa a las elecciones legislativas francesas, días antes de la primera vuelta, con esta reflexión: “La pregunta relevante ahora mismo es a quién nombrará Macron como primer ministro, con qué agenda política y con qué aritmética parlamentaria, en el caso de que el partido de Le Pen sea el más votado pero no obtenga mayoría absoluta, y si el partido de Macron cayese a la tercera posición pero sumase con el frente de izquierdas. De la respuesta dependerá no sólo el devenir político de Francia en los próximos años, y su impacto en el ciclo europeo que ahora comienza, sino el de la V República en sí misma, que debe celebrar sus próximas elecciones presidenciales en 2027”.
En ese punto exacto estamos. El partido de Le Pen ha sido el más votado (10,1 millones de votos) pero no ha obtenido mayoría absoluta (143 diputados sobre el total de 577 que componen la Asamblea Nacional), y el partido de Macron ha caído a la tercera posición (6,7 millones de votos) pero suma mayoría con el frente de izquierdas (350 diputados entre ambas formaciones), que, aunque ha conseguido más diputados que nadie (182) no ha ganado las elecciones.
No las ha ganado por dos razones. Primero, porque no ha podido forjar una mayoría viable en la Asamblea con la que acceder al Ejecutivo. Y segundo, porque tampoco ha sido ni de lejos el partido más votado: se ha quedado a 3,1 millones de votos del partido de Le Pen.
Acostumbrados los franceses a que el presidente nombre primer ministro al representante del primer partido en la Asamblea, la izquierda ha olvidado que todos los primeros ministros lo fueron por ser además los candidatos de la lista más votada y, sobre todo, por ser los candidatos de la única mayoría posible, absoluta o relativa.
Nunca, desde que en 1958 se instauró la V República, la lista más votada en unas legislativas obtuvo un resultado tan corto como en 2024: Castets se quedó a 107 diputados de la mayoría, que está en 289 diputados. El último precedente comparable fue Chirac en 1978, que se quedó a 95 diputados de la mayoría, que entonces estaba en 245/488 diputados, con la diferencia de que el presidente de la República, Giscard-d’Estaing, era de su misma familia política.
Los resultados de las elecciones han sido un alivio en términos de aritmética parlamentaria, dado lo que la primera vuelta dejaba presagiar, pero en el fondo tienen algo de espejismo: el frente republicano en conjunto perdió de 1,3 a 1,6 millones de votos entre las legislativas de 2022 y las de 2024 (dependiendo si se considera a los conservadores de LR en dicho frente, o no), con un aumento de participación de 6,5 millones de votos, que es justo lo que ha crecido el voto a la extrema derecha en las últimas elecciones.
La izquierda francesa ha sido torpe en su ceguera de 'la lista más votada'. Con el apoyo solamente de 1/3 de los diputados y teniendo asegurada enfrente una mayoría de bloqueo, lo más realista habría sido pelear por una coalición liderada por el NFP y negociar un programa, lo cual habría implicado necesariamente hacer cesiones. Sólo Mélenchon dio un paso en este sentido, anunciando que renunciaría a la presencia de ministros de LFI en un hipotético Gobierno de izquierdas.
Macron comprendió perfectamente el peligro de ese gesto. Y, puesto que nada le obligaba “jurídica ni moralmente” (en palabras de Mitterrand, en un viaje al futuro desde 1978) a nombrar Primera ministra a Castets, se apresuró a cerrar la puerta a la izquierda antes de que fuera demasiado tarde. Usó para ello un argumento de peso (“un Gobierno sobre la base únicamente del programa y los partidos del NFP sería inmediatamente objeto de una moción de censura”) que, en realidad, era más el reflejo de su voluntad política, como se ha visto posteriormente. Dio un portazo.
Un Gobierno de coalición presidido por el NFP, con nombramientos y programa negociados, podría estar en disposición de modular la última reforma de las pensiones, recuperar el impuesto a las grandes fortunas financieras y poner en marcha una agenda social. Macron corría así el riesgo de convertirse en un presidente 'desautorizado' y con un legado político enmendado, con todavía tres años de mandato por delante. Cazeneuve, un intento de úlrima hora, no iba a tener su opción.
Desde ese punto de vista, el nombramiento del conservador Barnier al frente de Ejecutivo tiene todo el sentido. Es más, dada la composición de la Asamblea, probablemente represente mejor al votante mediano francés que muchos otros de los candidatos barajados en las últimas semanas y, desde luego, que cualquiera de los candidatos del NFP.
El problema no es Barnier. El problema es haber tomado una decisión tan transcendental como el nombramiento del primer ministro en función del visto bueno de Le Pen, con cuya colaboración el macronismo se asegura que una censura no cuenta con los números suficientes para prosperar.
El macronismo pidió un voto republicano en campaña electoral para, finalmente, formar un Gobierno que va a estar tutelado por la extrema derecha. ¿Con qué si no con el voto republicano fue elegido Macron frente a Le Pen en 2017 y 2022? ¿Con qué base volverá alguien a votar bajo la premisa de frenar a la extrema derecha como primera obligación moral (como tan honestamente defendió Dominique de Villepin en la pasada campaña)?
Nada bueno hacía presagiar la sorna con la que Bardella se refirió a Jean Moulin (icono de la Resistencia, secuestrado y torturado hasta la muerte por la Gestapo) en uno de los debates electorales celebrado entre las dos vueltas y televisado en prime time. En otro tiempo, esa reacción espontánea habría sido suficiente para laminar las opciones de cualquier candidato.
Da la impresión de que gran parte de la sociedad francesa y, sobre todo, del establishment vive desde hace tiempo en el dilema de Óscar Wilde: “La única manera de librarse de la tentación es ceder ante ella.” Y están cediendo.
Caído el muro republicano, queda por saber qué ocurrirá a partir de ahora cuando cada votante escoja la papeleta de su verdadera preferencia, libre al fin del juego de estrategias en el que llevan inmersos desde hace tanto tiempo.