El pasado día 19 tuvimos oportunidad de participar en el II foro de Pueblos en Movimiento, que tiene su epicentro en la Serranía de Ronda y que amenaza con convertirse en un auténtico movimiento sísmico en favor de una nueva ruralidad incipiente, pero que quiere tener su lugar en el siglo XXI.
Decía Felip d'Aner, un diputado del Valle de Aran en las Cortes de Cádiz, en el debate del artículo 310 de la Constitución de 1812, cuando abordaban el ordenamiento territorial de España, en referencia a la ordenación del mapa municipal: “Se trata de dar gobierno a los pueblos y que estos tengan todos los remedios en sí mismos para poder tener una verdadera dirección. Esta no puede haberla si no hay ayuntamientos; luego debe haberlos en todos para su felicidad”.
Evidentemente, ha llovido mucho desde entonces, aunque en el fondo de la cuestión, seguimos en debates no tan diferentes. Explícita o implícitamente seguimos reiteradamente preguntándonos si nuestra planta municipal de 8.125 municipios es sostenible o no. Y si lo es, ¿qué políticas aplicamos para evitar su defunción y evitar que cada hora, cinco ciudadanos decidan abandonar sus pueblos y se instalen en las grandes ciudades? O dicho de otra forma, ¿qué hacemos con los más de 6.000 municipios rurales que salpican nuestra geografía?
Las opiniones son diversas y no faltan quienes opinan que la ruralidad es anacrónica y el futuro pasa por las ciudades como paradigma de la nueva forma de vida de la humanidad. De hecho, las tendencias globales apuntan a eso, y más del 52% de la población mundial ya vive solo en el 2% del planeta, y la tendencia es que la concentración siga aumentando bajo el influjo de ese eslogan mágico que afirma que todo lo que tiene que ver con nuestra posmodernidad está en lo urbano, como si en ese horizonte, por cierto muy contaminado, se cociera la Arcadia feliz de nuestra humanidad.
Pero, a pesar de las palabras y los discursos, la sostenibilidad de las ciudades se complica. Y no solo la sostenibilidad ambiental, que por supuesto, también la social, porque, efectivamente, conocemos los problemas ambientales y sus derivadas climáticas, pero también sabemos, porque solo hay que hablar con un estudiante de Madrid o Barcelona, –aunque no es diferente del de Londres o París–, los problemas de movilidad y de alojamiento que hacen prácticamente imposible vivir en ellas, a no ser que seas de familia acomodada y con muchos posibles. De ahí que la brecha de la desigualdad crezca y la guetización o la gentrificación son nuevas enfermedades urbanas, que parecían erradicadas y en cambio tienen más vigencia que nunca.
Objetivamente, vivir en una ciudad no aporta mejor calidad de vida ni tiene más ventajas que las que aportan unos servicios que responden a una determinada idea de habitar el planeta. Lo decía Pepe Rubio, del pueblo de Ardales, cuando argumentaba el porqué vivía en un pueblo afirmando: “…porque aquí, cuando miro el horizonte sé que no estorbo”. Pues eso, en el mundo rural, frente a la inhumanidad que significan determinados niveles de aglomeración, la gente tiene y sabe cuál es su lugar, algo que no resulta tan evidente en las ciudades, globales y anónimas.
Nuestra libertad para vivir en el pueblo o en la ciudad nos la debe dar nuestra decisión personal. Pero que nadie nos diga que somos anacrónicos, porque el futuro, su futuro, el de las ciudades, pasa porque algunos decidan continuar cultivando los alimentos que consumen, ocupándose de los bosques que limpian su aire, del agua que beben y de la biodiversidad de la que quieren disfrutar los fines de semana. Por eso, como los de Ronda, abogo por poner de moda el “soy de pueblo”. Porque sin el pueblo, las cosas van a ser mucho más difíciles, y porque además, los de pueblo estamos cansados de ser más pobres, tener menos de casi todo y que nuestras reivindicaciones suenen al que reclama su cuota de subsistencia. Sí, porque en este debate, el problema de fondo son siempre las políticas, el reparto del dinero y si realmente funciona o no la igualdad de oportunidades y la calidad de los servicios públicos que proclama la Constitución.
El mundo rural necesita medios, equidad en el trato administrativo y político, menos normas y más eficaces, más capacidad de decisión y menos paternalismo jacobino. Necesita más innovación, más conectividad, mejores comunicaciones y más universidad rural. Necesita empoderar a sus jóvenes, a sus mujeres y a sus mayores para que vuelvan a sus pueblos y se declaren revolucionarios de la ruralidad, una revolución de los que quieren vivir en coherencia con lo que son, sin atascos y sin humos, en harmonía con sus vecinos y con la sonrisa en los labios. Porque aquí, en el pueblo, esto sí que es más fácil.