La huelga de los letrados judiciales y la precariedad en la justicia
A finales de enero se convocó una huelga de letrados judiciales (LAJ) que, según todos los indicadores, viene causando efectos devastadores en los juzgados. El Secretario de Estado se muestra incrédulo ante la hipótesis de una huelga fundada en meros motivos económicos, entendiendo que el cuerpo de LAJs está adecuadamente retribuido. Dejando de lado los exabruptos del Sr. Rodríguez, su sorpresa por la huelga de LAJs es comprensible. Pocos cuerpos funcionariales se han mostrado históricamente más desmovilizados y hasta dóciles con el Ministerio que el de los LAJs, generalmente percibidos, por razón de sus funciones y acceso a la carrera, como un cuerpo más cercano al judicial que al resto de la plantilla del juzgado y por eso mismo poco dados a las protestas colectivas. Sin embargo, y más allá de los porcentajes de seguimiento (incluso los reconocidos por el propio Ministerio son inusualmente altos) esta huelga ha arrastrado a LAJs del Tribunal Supremo o la Audiencia Nacional, órganos poco sospechosos de albergar agentes sociales proclives a reivindicaciones laborales. ¿Por qué entonces una huelga? ¿Por qué tan masiva y por qué ahora? La respuesta a estas cuestiones impone una recapitulación sobre el devenir del sistema judicial español en las últimas décadas. España se ha visto obligada a afrontar una remodelación profunda de su modelo, vista la situación de colapso crónico, sin paliativos, de los juzgados, consecuencia indeseada de la democratización del servicio público “Justicia”. Este ya no se reserva a unos pocos privilegiados que puedan permitirse pleitear; la gente se casa, se divorcia, es despedida de su trabajo, se endeuda, invierte; las empresas ya no son siempre un pequeño comercio familiar, la presencia de grandes corporaciones y multinacionales es cada vez más intensa en el tráfico jurídico. El volumen y complejidad de asuntos, ingente y en continuo crecimiento, es inasumible por el tejido judicial español, con una sonrojante ratio de jueces por habitante.
¿Qué hacer, pues? ¿Inyectar más jueces al sistema? Sí, pero no sólo. Nuestro modelo tradicional toma al Juez como unidad de medida: un juez, un juzgado. Aumentar el número de jueces sin aumentar igualmente el número de juzgados sirve de poco. El problema es que la creación y puesta en marcha de un nuevo juzgado es extraordinariamente costosa. Se imponen, pues, otras soluciones. La primera que se puso en práctica, visto que no era posible aumentar sin más el número de jueces, consistió en aligerar sus obligaciones. Desde los primeros 2000 se llevó a cabo un esfuerzo legislativo para liberar al juez de aquellas funciones distintas de la primordial, es decir, juzgar. Todo aquello que fuera ajeno a la estricta aplicación del derecho al caso quedaría a cargo de a la oficina del Juzgado, bajo la dirección del LAJ. Ese “todo lo demás”, no obstante, abarca una extensa lista defunciones de muy diverso orden (en ocasiones quasijurisdiccionales, mayoritariamente procesales y de organización del trabajo). Ahora bien, esta descarga de competencias de los jueces no es, ni de lejos, suficiente para liquidar la pendencia excesiva, si no se acompaña de una reforma del modelo de administración de justicia. En esta línea van la Ley de Eficiencia Organizativa del Servicio Público de Justicia -en trámite - y la Ley para la implantación de la nueva Oficina judicial, vigente desde 2009, sustituyendo el viejo esquema basado en la existencia de tantas oficinas como jueces, por oficinas únicas cuyos recursos, optimizados, sirven a una pluralidad de jueces. Estas oficinas se dividen en unidades independientes, formando una especie de cadena de montaje en la que cada eslabón se especializa en un aspecto de la tramitación.
Para que esta cadena sea eficaz es imprescindible conseguir que funcione de forma independiente del juez. En otro caso, sólo se estaría cambiando el envoltorio del problema. Sin embargo, esperar que la máquina funcione sola es ilusorio: la plantilla que trabaja en ella no está familiarizada con el nuevo sistema, acostumbrada al modelo anterior en que cada tramitador se hacía cargo de sus procedimientos de principio a fin. La dinámica de fragmentación en unidades independientes requiere un elemento de coordinación y toma de decisiones asumiendo las dificultades de tramitación del procedimiento judicial, que presenta complejidades imposibles de reducir a un diseño, por meticuloso que sea, que traduzca en meros automatismos su diversa casuística. El legislador español se refugió entonces en la figura del LAJ, que pasó así de ser un notario judicial con competencias directivas compartidas con el juez, a convertirse en el responsable último de la marcha de los procedimientos. Así se reconoció en las normas que implantaban el nuevo modelo. Y aquí es donde residen los motivos del seguimiento masivo de la huelga convocada el mes pasado. Todos los compromisos adoptados por el Ministerio de Justicia y previstos en las reformas legales que debían acompañar este cambio sustancial en el ámbito competencial del LAJ han sido postergados una vez que el sistema ha echado a andar. Es difícil sostener que el cuerpo de LAJ se encuentra dignamente retribuido cuando el director del servicio (y, lo más importante, responsable del mismo) cobra poco más (en ocasiones menos) que los miembros de la plantilla que dirige. No se trata tanto de una reclamación cuantitativa como cualitativa: lo comprometido por el Ministerio fue una determinación del salario del LAJ tomando como referencia (en un porcentaje) el del juez. El cumplimiento de este compromiso del Ministerio no haría ricos a los LAJs, pero permitiría ajustar sus retribuciones a las de sus respectivos destinos en la misma proporción que los jueces cuyas facultades directivas han heredado. Por otra parte, si se quiere diseñar un sistema que funcione, si se va a hacer a quien dirige un equipo verdaderamente responsable de su eficiencia, no se le puede dar el trato de un mero encargado, integrado a casi todos los efectos en la plantilla que dirige. ¿Cómo ejercer funciones de dirección sobre una plantilla si se obliga a asumir la misma representación colectiva que aquella? ¿Qué interés defenderá con más ahínco el sindicato que representa conjuntamente a directores y sus equipos? En las reclamaciones de los LAJ laten pues un hartazgo y una preocupación que excede lo crematístico: la precarización del servicio público del que legalmente son responsables. Una precarización ya iniciada desde la implantación progresiva de un sistema que finge poner al frente de la oficina judicial a quien, en la práctica, dispensa el trato de un mero supervisor. La pasividad para afrontar esta situación sólo ha logrado enquistar el conflicto y prolongar sus consecuencias. Las cifras reconocidas por el propio Ministerio apuntan a una preocupante parálisis en los juzgados, advertida ya por diferentes agentes jurídicos. El equipo ministerial ha decidido convocar al comité de huelga el próximo jueves 16, una semana después de conocer de primera mano, reuniéndose con los Secretarios de Gobierno, la extrema gravedad de la situación. Una semana. Al parecer, las vistas, los juicios, las pensiones bloqueadas y esas bodas no celebradas que lamentaba amargamente el Secretario de Estado en sus inflamadas declaraciones, ahora pueden esperar una semana más. O eso, o su suspensión se considera un precio asumible con tal de desgastar a los huelguistas. De ser este el caso, vuelve el Ministerio a subestimar las razones que explican el inédito seguimiento de esta huelga. Nos va en la suerte de esta reivindicación, a los LAJs pero también al conjunto de la ciudadanía, el futuro de los juzgados y tribunales.
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