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Identidades que matan

Belén Moreno Claverías

Doctora en Historia por el European University Institute y profesora en la Universidad Autónoma de Madrid —

Leía sobrecogida que al menos 20 personas están involucradas en la paliza a un joven kurdo iraní de 17 años, demandante de asilo, mientras esperaba en una parada de autobús londinense. El chico, al que le han roto el cráneo a patadas, permanece estable dentro de la gravedad. La inspectora Jane Corrigan, en declaraciones a la BBC, ha señalado que “no he visto un ataque de esta naturaleza en mucho tiempo y es muy inquietante”. Acto seguido, se nos informaba de que una explosión en el metro de San Petersburgo ha dejado al menos catorce muertos y 50 heridos. Las autoridades hablan de acto terrorista y señalan como sospechoso a un joven de Kirguistán nacionalizado ruso.

Cada día asistimos a noticias como estas y algunos, quiero pensar que muchos, no acabamos de acostumbrarnos nunca. Estamos invadidos por muestras de odio hacia “el otro”: mujeres muertas a manos de sus parejas o exparejas, niños y niñas abusados sexualmente, inmigrantes abandonados a su suerte en el cementerio en el que se ha convertido el Mediterráneo (esa es otra forma de violencia), gente asesinada por una bomba en el metro cuando se dirige al trabajo o atropellada por un camión mientras celebra una fiesta. Por no hablar de la violencia ejercida de manera sistemática contra la naturaleza y los animales. Los seres humanos nunca hemos hecho de este planeta un lugar fácil donde vivir, pero hay tiempos en los que realmente nos lo ponemos muy difícil, por no decir imposible. Este es uno de ellos y puede ir a peor si no le ponemos freno.

¿Qué hace la clase política para remediar este clima de violencias y odios encontrados? Más bien poco, incluso algunos se encargan de avivar el fuego con discursos basados en el “ande yo caliente, ríase la gente”, el “sálvese quien pueda” o el “ojo por ojo” (aunque, abusando quizá de los refranes, es sabido por todos que en este último caso suelen pagar “justos por pecadores”). Los instintos más bajos, más egoístas, más agresivos, quedan encuadrados así en discursos, partidos, organizaciones o grupúsculos extremistas y son defendidos sin ningún pudor. Aquellos que no compartimos estos valores asistimos estupefactos a su legitimación con un sentimiento de impotencia paralizante.

Y nos preguntamos, ¿qué ha sido de la filosofía que subyacía en el never and ever posterior a la Segunda Guerra Mundial? ¿Dónde han ido a parar las supuestas lecciones que nos ha dejado la Historia? Sabemos perfectamente que el odio alimenta el odio, pero algunos no dejan de darle de comer incluso desde sus escaños o palacios presidenciales. Hay que combatir el terrorismo, por supuesto, pero eso no puede instrumentalizarse de tal manera que para alguien esté justificado agredir a un joven que espera el autobús.

Leyendo este tipo de noticias recuerdo a menudo las Identidades asesinas del escritor y periodista franco-libanés Amin Maalouf, un libro grande de pocas páginas, publicado hace casi dos décadas, que debería ser lectura recomendada en los institutos. Maalouf nos explica con maestría y sencillez por qué algunos grupos humanos o individuos son capaces de cometer los actos más crueles para defender su supuesta “identidad”, un concepto al que el autor considera un “falso amigo” porque se le suele despojar de su complejidad. Para este árabe cristiano residente en Francia, una identidad está integrada por múltiples pertenencias: raza, lengua, religión, clase social, género, nación, nivel de formación, condición sexual, etc., aunque la de cada uno de nosotros es única y la vivimos como un todo. Si consideramos nuestras pertenencias una a una, por separado, seremos conscientes de que compartimos más de lo que creemos con la mayor parte de las personas independientemente de las suyas.

Por ejemplo, una mujer blanca occidental de clase media, buena persona, con formación superior residente en un país de tradición católica y heterosexual, por poner un caso, se puede sentir mucho más cerca de una buena persona asiática o árabe, musulmana o budista, mulata o negra, con formación escasa o nula, homosexual o bisexual, que de un vecino cruel que es tan heterosexual, blanco y de clase media como ella y con el que supuestamente comparte muchos más signos de identidad o, en palabras de Maalouf, pertenencias. Esto, que parece una obviedad, quizá está dejando de serlo. Hemos llegado a un punto en el que calificar a una persona de “buena” suena algo ridículo, porque se supone que por encima de la bondad están otras cualidades humanas como la astucia –que no la inteligencia– y la falta de escrúpulos. Hasta se ha inventado un concepto despectivo denominado “buenismo”. Así nos va.

Siguiendo con Maalouf, ¿qué es lo que lleva a algunos a ser capaces de matar para defender su “identidad”? La raíz del problema está en el hecho de creer que tan solo hay una única pertenencia importante y que ésta es tan superior a las otras que ocupa la “identidad” entera. Cuando nos identificamos tan estrechamente con una de nuestras pertenencias –como la religión, en el caso del terrorismo islámico o el color de la piel, en el del racismo– somos capaces de hacer cualquier cosa por defenderla.

Y cuanto más amenazada sintamos una pertenencia, de lo cual se encarga la propaganda al uso, más tenderemos a reforzarla y a olvidarnos de las otras. Si esos jóvenes ingleses –envalentonados sin duda por discursos xenófobos– en el momento de atacar cobardemente al chico kurdo no se hubiesen sentido únicamente o por encima de todo “ingleses”, si se les hubiese educado para no perder nunca de vista las otras partes integrantes de su identidad (edad, clase social, formación… y, la principal, su condición de “ser humano”) quizá hubiesen podido empatizar con el adolescente iraní antes de romperle la cabeza. Lo mismo podríamos decir de los iraníes que hacen que los kurdos de su mismo país tengan que buscar asilo político o de los terroristas islámicos que hacen explotar una bomba en un mercado o en un tren.

Hay que evitar los discursos que alientan los fanatismos, sean del signo que sean. Hay que evitar que algunos políticos antepongan sus intereses partidistas al bien común alimentando al monstruo del odio. Se trata, en cualquier caso, de cuidar y promover, como si de un tesoro se tratase, nuestra humanidad y los valores asociados a ella, como la solidaridad y la compasión (otro término denostado que significa, según la RAE, “sentimiento de pena, de ternura y de identificación ante los males de alguien”).

Hay que intentar detener esta eclosión de la violencia en todas sus formas empleando para ello todos los medios –políticos, educativos, culturales, sociales– a nuestro alcance, desde las instituciones y la sociedad civil pasando por los medios de comunicación. Esto es especialmente urgente cuando hechos como estos se multiplican y nos llevan irremediablemente hacia un mundo cada vez más hostil. Y lo peor es que lo sabemos.