Si la igualdad está condicionada, entonces no es igualdad
La autoría que encabeza este artículo pertenece a Clara Campoamor y, sin embargo, su frase, lejos de resultar un anacronismo, bien pudiera estar de “rabiosa actualidad” si la aplicamos al derecho de las personas con discapacidad intelectual o del desarrollo a participar en procesos electorales cuando ha sido modificada su capacidad de obrar (término que sustituye al comúnmente conocido como “incapacitación”).
Lo está, porque recientemente el Tribunal Constitucional decidió no admitir a trámite (con el voto particular en contra de la magistrada Adela Asua Batarrita) el recurso de amparo de una familia gallega que lleva demandando tiempo, ante las sucesivas instancias, que la Justicia devuelva a su hija con una discapacidad intelectual, el derecho de sufragio.
Al Constitucional, hemos de agradecerle que haya contribuido con su decisión -a nuestro entender, completamente errónea- a dar visibilidad a una barrera que es la participación electoral de las personas con discapacidad intelectual o del desarrollo que se encuentran en procesos de tutela o curatela, familiar o institucional, para defender sus intereses.
Para quienes sean ajenos a este problema me permito resumirlo brevemente: las personas con discapacidad intelectual a quienes sus familias han decidido tutelar para proteger sus intereses (generalmente económicos y patrimoniales), suelen ser privadas automáticamente de su derecho a votar en unas elecciones.
¿Es una locura establecer medidas de protección? Hablo con mis amigos, que tienen hijos que acaban de cumplir la mayoría de edad y se sienten orgullosos de que por primera vez puedan votar; así que les pregunto si dejarían en sus manos la gestión de la venta de su casa o de su patrimonio. La respuesta y el razonamiento son unánimes: No. Podría venir cualquiera a aprovecharse de ellos. El ejemplo quizá no es muy ortodoxo, pero espero que sí lo suficientemente gráfico para poder explicar esta situación a las personas ajenas a este problema que nos ocupa a las familias de personas con discapacidad intelectual o del desarrollo.
Dicho lo cual, en caso de querer recuperar su derecho al voto [reconocido por nuestra Constitución en su artículo 23 y en la Convención de Derechos de las Personas con Discapacidad de la ONU (art. 29), ratificada por España y por tanto con por encima de cualquier otra norma excepto las de carácter constitucional], las personas con discapacidad intelectual o del desarrollo han de someterse a un examen por parte del juez, en el que han de demostrar que cuentan con suficientes conocimientos políticos para participar en un proceso electoral.
Es aquí precisamente, cuando se abre una grieta insalvable en el concepto de igualdad, porque se introduce el concepto de “calidad” del voto en aras del artículo 3 que rige el funcionamiento electoral en nuestro país (LOREG), y que exige a la persona con discapacidad demostrar ante un juez, libre de plantear las preguntas que desee, que cuenta con suficientes conocimientos políticos y sociales como para ejercer su derecho a voto, algo de lo que estamos exentos el resto de los electores.
En un intento de buscar la “racionalidad” a este examen “ad hoc”, no he podido evitar sumergirme en las teorías culturales del voto: ¿por qué votamos?, ¿cómo votamos?, ¿qué nos mueve a tomar una u otra decisión?... y les garantizo que no he encontrado ninguna que sea capaz de afirmar tajantemente las razones que mueven a la participación electoral: el voto racional, el inercial, el duro, el blando, el de la ira, el personalizado, el opositor, el de la no identidad, la escuela de Michigan, la de Columbia… Sociólogos, antropólogos, estadistas, psicólogos y analistas políticos, llevan años intentando descifrar el misterio, y sin embargo, cuando se trata de una persona con discapacidad intelectual parece ser fácil llegar a la conclusión que la elección no es multifactorial y que sólo está condicionada por un supuesto acervo cultural que han demostrar en un examen. Examen que, por cierto, no está adaptado a las necesidades de cognitivas del colectivo.
No pueden cargarse las tintas contra los jueces, pues es la propia Ley Orgánica de Régimen Electoral General (LOREG), en clara contradicción con la Constitución y la Convención de Nueva York, la que exige esta prueba para quienes reclaman su derecho a votar y que puede ser tan variopinta y subjetiva como magistrados y personas haya: ¿quién es el alcalde?, ¿quién es el ministro de Economía?, ¿qué diferencia hay entre República y Monarquía? o ¿qué opinas de la prima de riesgo?
Todas estas preguntas se agolpan en mi cabeza mientras leo un estudio del Grupo Kantar que afirma que un 41,1% de la población cree que es obligatorio votar, un 45% no sabe cómo votar en blanco y sólo un 33% sabe aproximadamente cuántos parlamentarios se eligen para formar parte del Congreso; al tiempo que el CIS afirma que un 47,3% de los encuestados no siguen las campañas electorales, y que un 65,1% asegura que no ha echado un vistazo a los programas de los partidos políticos.
En definitiva, con esta prueba de nivel parece que se trata de determinar una capacidad cuando lo que subyace es una profunda desigualdad, pues a ninguno de nosotros se nos examina para determinar si tenemos los conocimientos suficientes para acudir a las urnas. La LOREG por tanto, en su actual redacción, actúa como un inhibidor del derecho al voto de las personas con discapacidad intelectual.
Afortunadamente, y a pesar de la última decisión del Tribunal Constitucional, parece que existe la convicción unánime por parte de todas las instancias públicas y partidos políticos de acometer la reforma de la Ley Electoral que ya fue solicitada en el año 2011 por el Comité de Derechos de Naciones Unidas. El anuncio de la propia ministra de Igualdad, la aprobación unánime de todos los partidos de la Asamblea de Madrid para instar al Congreso a esta modificación, la apuesta por este cambio de la Comisión de Discapacidad de la Cámara Baja, ahora con capacidad legislativa, y la reciente recomendación del Defensor del Pueblo, nos hacen ser optimistas.
Sólo cuando se haga esta reforma, se estará garantizando legalmente la igualdad y la no discriminación en el derecho a la participación política, que hasta ahora parece haberse asentado sobre la errada ecuación discapacidad=incapacidad, sobre la permanente infantilización de nuestro colectivo y la seguramente bienintencionada pero dañina sobreprotección para evitar la manipulación en su decisión electoral.
Por cierto, mientras escribo estas líneas recibo un WhatsApp de un amigo. Es un hombre maduro, formado, lo que todos consideramos un gran ejecutivo. Me envía un mensaje de esos de cadena en el que se advierte de la aparición de un nuevo partido político que, según él, supone un grave peligro para nuestra democracia. Respeto su opinión, pero resulta que ese partido existe desde hace más de cinco años. Sin embargo, a él, nunca le someterán a un examen para determinar si es apto o no para el ejercer el voto.
Mariano Casado
Presidente de Plena Inclusión Madrid, (Federación de Organizaciones a favor de personas con discapacidad intelectual)