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Inflación y política monetaria

Christine Lagarde, presidenta del BCE.
2 de noviembre de 2022 22:44 h

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Política monetaria y política fiscal son dos caras de una misma moneda. Ambas se retroalimentan, se influyen, se comunican. Para economistas de perfil monetarista, la política monetaria es una clave fundamental de la política económica. Tal vez, la más importante, la definitiva: las decisiones adoptadas en el ámbito de la política monetaria facilitan el engranaje de las estructuras económicas, inyectando dinero o retirándolo cuando su diagnóstico de la economía así se lo aconseja. Los tipos de interés constituyen, aunque no la única, sí la gran herramienta de los monetaristas. El control de la inflación en niveles considerados óptimos por el consenso económico es su gran preocupación y ocupación. Se ha pontificado que, justamente, el objetivo central de la política monetaria radica en vigilar la trayectoria de los precios para lanzar, en función de su evolución y comportamiento, las medidas pertinentes. La autoridad aquí es la de los bancos centrales que filtran y depuran sus diagnósticos y deciden. 

Mecánicas y automatismos de la política monetaria 

Muchas veces se ignora el grado de integración entre la política monetaria y la política fiscal bajo responsabilidad esencial -esta última- de los gobiernos. Pareciera, en ocasiones, como si el banquero central moviera sus piezas -los tipos de interés- casi de manera automática en función de la evolución de los precios. Pareciera como si los análisis de contexto no contaran, o contaran poco. Pareciera, en fin, como si ignoraran las políticas fiscales y los fallos de mercado bajo responsabilidad de los reguladores sectoriales y de la competencia. Su independencia está garantizada. Sus decisiones están fuera de todo control externo a la institución. En este aspecto, el Banco Central Europeo (BCE) y la Reserva Federal norteamericana (FED) han adoptado medidas similares, si bien distanciadas algo en el tiempo. La FED ha reaccionado con rapidez moviendo tipos al alza contra una inflación generada por la demanda; mientras que el BCE se enfrenta a la falta de consenso entre los economistas sobre la naturaleza de la inflación en la zona euro. En cualquier caso, procesos inflacionistas, unos y otros, con causas y componentes distintos, no deberían inferir para ambas instituciones respuestas necesariamente idénticas, ni siquiera similares, ni siquiera parecidas.



Las primeras subidas de tipos de interés por parte del BCE, hasta llegar a un monto del 1,25, se produjeron por el aumento de la inflación en Europa hasta cerca de los dos dígitos. Pero también esa decisión se explica por evitar la penalización del euro en el tipo de cambio con el dólar, toda vez que las compras externas de energía por parte de la Eurozona se expresan en dólares; por tanto, un acicate más para elevar los tipos de interés. Pero… debe recordarse que el objetivo de inflación del BCE es el 2%, y que sus previsiones para 2024 superan sólo ligeramente el 2,4%. La cuestión es saber cuál es el diagnóstico del BCE sobre la naturaleza de la inflación en Europa. Sin saberlo es difícil entender, ni siquiera intuir, las razones de las medidas restrictivas de política monetaria que el BCE parece estar dispuesto a activar con mayor intensidad.

¿Qué diagnóstico para qué políticas monetarias? 

De alguna forma, el BCE nos estaría indicando -con sus previsiones de inflación a futuro- que los problemas de estrangulamientos en la distribución de mercancías y de colapsos graves en la energía -que se irían soslayando en los próximos meses- están entre las causas determinantes de la inflación. ¿Es así? ¿Son estas las causas por las que el BCE prevé la reducción de la inflación en los próximos meses? Si así fuera, entonces sí nos estaría revelando -en parte- su diagnóstico sobre la naturaleza de la inflación: estaríamos ante una espiral inflacionista en la que uno de sus motores se encuentra en un shock de oferta. No es la demanda su causa única. Tal vez, ni siquiera la más importante. 

Sin embargo, el BCE persiste en su hoja de ruta con la nueva subida de tipos del 0,75, una “quimio” que mata las células malas pero que intoxica el resto del cuerpo, indicándonos -contradictoriamente- que la inflación puede controlarse reduciendo la demanda y despreciando el resto de los componentes que la causan. En esta dirección, alienta sus recomendaciones de reducir el poder adquisitivo de las pensiones -por suerte no dependen del BCE-, que insertaría en un pacto de rentas en el que salarios y márgenes empresariales tienen que moderarse. Todo esto es muy confuso. Aquí, en España, los datos no apuntan a que exista presión sobre los precios desde la demanda. Desde luego no son los salarios los que la están empujando.

¿Cuáles son las causas desencadenantes del proceso inflacionista que vive Europa? El tema es complejo y escapa a la completa ambición de este artículo, pero sí mencionaré algunos elementos que, en mi opinión, han jugado y siguen jugando un papel determinante en la espiral inflacionista.

Algunas causas no monetarias de la inflación en Europa

La guerra de Ucrania, consecuencia de la invasión rusa, no empezó en abril del 2022. Las guerras y las invasiones no empiezan de un día para otro. Empiezan cuando las partes, o alguna de ellas, toman decisiones irreversibles. Y una de esas decisiones fue tomada por Rusia un año antes de la invasión: la de cómo financiar sus costes. La decisión fue disminuir el flujo de gas y de petróleo hacia Europa; vaciar los almacenamientos de gas de Gazprom en los Estados de la UE; proyectar incertidumbre sobre la seguridad de los abastecimientos de materias primas y combustible fósiles de los que dependen una gran parte de los Estados de la UE… Los precios de sus exportaciones se dispararían en porcentajes antes inimaginables y, con ellos, sus ingresos y las reservas monetarias necesarias para financiar la guerra. 

Estas decisiones se tomaron por Rusia -caben dudas, pero pocas- más de un año antes, tal vez hacia marzo del 2021. Las invasiones y las guerras no se improvisan. Y en estas circunstancias, la UE y sus Estados miembros están empezando a entrever que sus normas regulatorias sobre el mercado eléctrico estaban infligiendo un daño adicional y muy grave a sus economías: la regulación eléctrica, el modelo de formación de los precios de la electricidad -el bien o servicio más sistémico de cuantos podamos imaginar- que vincula la retribución de toda la electricidad producida por no importa qué centrales, al precio desbocado de la electricidad producida en las centrales de gas. Un daño auto infligido que viene de tantos años atrás como 20 (el thatcherismo en la memoria), pero que ahora, multiplicado por cinco con la guerra, se hace crudamente visible ante la constatación de que la inflación se está llevando la economía por un sumidero incierto.

La responsabilidad de los banqueros centrales

¿Cómo es posible que las instituciones europeas hayan ignorado durante tanto tiempo un error tan básico y letal y que para empezar siquiera a intuir su error haya sido necesaria una guerra? Pues sí, ha sido posible, y todavía no acaba de estar del todo claro que todas estén convencidas de la necesidad de una reforma de calado. Las razones podrían resumirse en tres: 1) profundo desconocimiento de las características técnicas, económicas y jurídicas de la electricidad como bien y servicio; 2) el neoliberalismo -los mercados son eficientes en cualquier circunstancia- como ideología dominante en el gobierno de los Estados y de la Comisión Europea, y 3) presión de los lobbys energéticos para mantener posiciones de ventaja en activos no replicables.

No es la política monetaria, recurriendo a una de sus grandes herramientas -los tipos de interés- la que vaya a cambiar el modelo de formación de los precios de la electricidad ni a poner en cuestión las prácticas especulativas que articulan las ofertas de precio de las centrales de gas, pero los banqueros centrales sí deberían formular las correspondientes advertencias a los reguladores sectoriales del mismo modo que lo hacen cuando despliegan todo tipo de recomendaciones sobre las pensiones, los salarios, los impuestos, el gasto público y la deuda del Estado.

Y a todo ello, cabe añadir otras preguntas retóricas: ¿Puede la política monetaria del BCE acabar con la guerra de Ucrania?, ¿puede la política monetaria restablecer los flujos de gas y petróleo hacia Europa?, ¿puede restituir la certidumbre sobre el comportamiento de los costes energéticos de la energía que alimenta la economía de la Unión? Obviamente no. Y si no puede, no serán las subidas de los tipos de interés las que acaben con la inflación. Las tasas de inflación podrán ir reduciéndose, pero no porque la autoridad monetaria ponga en marcha políticas restrictivas, sino por los “efecto base” sobre las tasas interanuales de la inflación que partirán de niveles de precios altos (mes del año anterior) y tenderán a cero consolidando los niveles de precios dislocados por la guerra. No es esta la solución. Nos quedaríamos en la altiplanicie alcanzada por los precios y en recesión.

Para terminar

Nuevas subidas de tipos sólo podrán contribuir a mitigar la inflación haciendo destrozos en la economía a no ser que se detengan en niveles moderados no quirúrgicos que se limiten a equilibrar los parámetros financieros en los que debieran desenvolverse todas las actividades económicas. En este sentido, una política monetaria más gradual y paulatina debería transmitir el mensaje de que los banqueros centrales se están conteniendo a la espera de que los reguladores sectoriales intervengan en el diseño de los mercados. Se trataría de acabar con los fallos de mercado rediseñando mercados capaces de revelar los costes de todos aquellos servicios y bienes cuyos costes no hayan sido afectados por los dislocamientos de la guerra.  En definitiva, un golpe regulatorio a la espiral inflacionista, suficientemente contundente, facilitaría nuevas “segundas rondas en sentido contrario” que contribuirían a reducir la inflación subyacente restituyendo niveles de precios anteriores a abril de 2021. 

En conclusión, el BCE debería contenerse en clara connivencia -y no en contradicción- con la política fiscal, a la que se le exige que estimule inversiones perentorias para, entre otros cometidos, ir a escenarios de cambios de modelos productivos. Sus recomendaciones deberían atender, también, a los déficits regulatorios que están inflando artificialmente precios de bienes y servicios sistémicos autoinfligiendo daños a la economía a través de sus efectos inflacionistas.

Por tanto, un desafío importante para los banqueros centrales, que no pueden ignorar los mensajes que le van llegando desde la política fiscal, instrumentada sobre los fondos europeos, ni tampoco los mensajes que también llegan desde los reguladores nacionales y europeos que, por fin, empiezan, al menos, a dudar. 

Sería trágico que políticas monetarias restrictivas que ignoren la naturaleza de la inflación europea, nos aboquen al estancamiento económico sin doblegar la escalada de precios ni revertir los niveles de precios alcanzados. La inflación es un sumidero incierto para la economía, incierto para Europa, incierto para nuestro país. El peor escenario económico, político y social: la estanflación.

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