La revolución digital ha originado relevantes transformaciones sociales. Todo lo virtual suele valorarse de manera positiva y como un signo de modernidad que nos aporta progreso, prosperidad y comodidades. Sin embargo, una mirada más atenta nos puede mostrar que las luces placenteras de la red también van acompañadas de numerosas sombras, entre ellas en materia de derechos.
Internet ha generado monopolios globales muy poderosos, que se han convertido en impresionantes fábricas de datos de dimensiones desconocidas hasta ahora. Google, Amazon y las redes sociales lo saben todo sobre nosotros. Su ingente negocio consiste en gran parte en mercadear con dicha información. Cada paso que damos en el territorio virtual queda almacenado. Y estos datos, que integran nuestra privacidad más esencial, se suministran embalados a terceros sin ningún tipo de control, ni análisis sobre los conflictos de derechos existentes. Diversos organismos han expresado que las condiciones de uso sobre cesión de datos serían abusivas, al ser confusas, no negociadas y contrarias a las normas europeas.
La información es poder. Y aquí no se limita al ámbito empresarial. Cualquier estado podría acceder a la información que afecta a cada ciudadano en relación con su derecho a la intimidad: a su forma de ser, a su ideología o a los lugares que ha visitado, siempre bajo la ilusión de que nuestros perfiles virtuales son realmente nuestros. De hecho, siguen sin desvelarse aún las relaciones de Facebook con los servicios de inteligencia estadounidenses. Y, como en los peores presagios de Orwell, se trataría de un control peculiar en el que todos aportamos nuestros datos a un potencial sistema de vigilancia digital que puede llegar casi a leer nuestros pensamientos.
Por otro lado, el universo virtual está alterando sensiblemente el paisaje económico. Como señala Andrew Keen, cuando Facebook compró Instagram en 2012 por mil millones de dólares, esta última empresa solo contaba con 13 empleados a jornada completa; al mismo tiempo, Kodak estaba cerrando decenas de fábricas, desmantelando cientos de laboratorios y despidiendo a miles de trabajadores en todo el mundo. Amazon nos facilita la adquisición de cualquier producto, con un sistema que se sustenta en gran parte en la precariedad laboral de su plantilla; y, de forma correlativa, la consecuencia es la desaparición progresiva de pequeños y medianos comercios.
Muchos otros ejemplos similares nos indican que, si no se aplican regulaciones estatales, nos encaminamos hacia unas estructuras sociales en las que nos convertiremos a la vez en consumidores activos y en ciudadanos precarios, en una sociedad con menores derechos laborales. Y con más elevados beneficios empresariales que se concentran en cada vez menos personas.
Los instrumentos virtuales también han allanado la globalización económica, al reforzar la deslocalización de empresas hacia los países del Tercer Mundo, en condiciones en las que la explotación laboral posibilita la obtención de dividendos muy superiores. De hecho, en las últimas décadas se han alcanzado las mayores desigualdades sociales de la historia en todo el planeta. Y no parece que la realidad virtual haya favorecido una distribución más igualitaria de la riqueza, en contra de lo que algunos anunciaban.
Las redes sociales se han convertido en espacios singulares de titularidad privada y de uso público masivo. Y aplican restricciones a la libertad de expresión que no son acordadas por jueces, en el ámbito de un proceso, sino por los gestores de la empresa, con criterios nada claros, relativos a la moralidad, a prejuicios poco justificados o a visiones ideológicas sesgadas. Y la combinación del uso de datos privados con la posibilidad de influenciar a multitudes han permitido a Facebook llevar a cabo experimentos para modificar la percepción social de las personas sobre asuntos concretos. De hecho, un riesgo inquietante de la configuración de las redes es que pueden conseguir que las masas sociales sean vigiladas, controladas y manejadas desde dentro, como advierte Byung-Chul Han.
Asimismo, resulta indudable que las tecnologías de la comunicación han facilitado la aproximación de las personas y la más amplia propagación de contenidos. Pero no puede obviarse el carácter a menudo superficial de estas conexiones personales. Al mismo tiempo, han causado nuevas formas de soledad. Y han engendrado fenómenos como el selfiecentrismo, el entretenimiento compulsivo o el exceso de información que acaba desembocando en deformación.
Zygmunt Bauman nos explicó sabiamente que en las redes el hilo moral con el que se tejen los vínculos humanos es cada vez más frágil y sus texturas se descosen. La difusión responsable de la verdad también se ha ido descosiendo: como apunta críticamente la directora de 'The Guardian', Katharine Viner, el diseño de las redes sociales está otorgando un enorme protagonismo al periodismo basura y a la viralización a cualquier precio.
Las plataformas virtuales han vertebrado novedosos cauces de participación democrática. Y, como analizó Manuel Castells en su libro 'Redes de indignación y esperanza', las tecnologías de la comunicación han resultado esenciales para bastantes movimientos cívicos en los más diversos países. Sin embargo, aunque deben reconocerse estas herramientas democráticas, parecen muy visibles las dificultades de articular en las redes un discurso colectivo estable, basado en la reflexión común, a causa de su inmediatez, de la volatilidad de sus debates y de las limitaciones inherentes a su formato.
No se pretende negar aquí lo positivo que ha traído Internet. Ni minusvalorar las mejoras en la difusión de la información, en las relaciones personales, en las transacciones mercantiles, en el consumo más favorable o en el acceso a medios de comunicación alternativos a los tradicionales. Quien escribe estas líneas es usuario habitual de Internet y de las redes sociales. No obstante, sería oportuno examinar la dirección que está adoptando la revolución digital. También la revolución industrial pudo haberse desarrollado en el pasado de maneras muy distintas. Las sociedades democráticas y los poderes públicos, a través de regulaciones efectivas, deberían adoptar medidas para garantizar que no se privaticen nuestros derechos. Y para que las nuevas formas de riqueza vinculadas al mundo virtual no generen más precariedad, desigualdad e injusticias sociales.