Juan Carlos I y los ojos de Suecia

14 de agosto de 2020 22:16 h

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Cuando se afirma que la monarquía no es incompatible con la democracia y se esgrimen ejemplos como el de la monarquía sueca, se apunta a un argumento razonable. Se trata del último baluarte defensivo de los partidarios del trono, y merece la pena comprobar su consistencia. Desde él, la cuestión consiste en establecer hasta qué punto nuestra monarquía concreta se parece – jurídica, histórica e incluso genealógicamente – a esa monarquía y a las de otros Estados que también suelen citarse, como Noruega u Holanda. Y hay diferencias palpables. Aunque las mismas se encarnan en una misma realidad – en una misma familia, de hecho -, pueden deslindarse a efectos analíticos cuatro grandes categorías. Una es institucional: carencias democráticas. Otra es histórica: deslegitimación de origen. Otra es política: exceso de nacionalismo español. La última es moral: la corrupción de Juan Carlos I. Esta última, además, se extiende hasta configurar cierta institucionalidad blanda, pero omnipresente. Vayamos por partes.

La concreta configuración institucional de la monarquía adolece, en el texto de 1978, de manifiestas impurezas cuando se la contrasta con requisitos básicos de la teoría de la democracia. Que el Rey disponga del “mando supremo de las Fuerzas Armadas” (art. 62) constituye una rémora del absolutismo inaceptable hoy en día. Que sea el Rey – y no los propios partidos, a través de la presidencia del Congreso o de cualquier otro cauce - quien proponga, según establece el 99, al candidato a presidente del Gobierno carece de justificación democrática. Que en pleno 2020 se mantenga en un texto constitucional europeo la cuasi ley sálica consagrada en el artículo 57 - se preferirá “el varón a la mujer” – supone una aberración. Es sencillamente incomprensible que todos esos artículos permanezcan hoy vigentes, porque los tres violan principios básicos del abc democrático. No se trata de derecha e izquierda, se trata de que, si alguien defiende alguno de los tres, no puede hacerlo desde el espacio de la democracia.

La restauración histórica de la monarquía en 1969 se llevó a cabo por decisión de Franco y se fundamentó en la victoria “del 18 de julio”. La corona nació como institución de una mitad de los españoles frente a otra. Esa mácula de origen fue luego expiada con la aprobación popular de la constitución, primero, y con el relato triunfante del papel jugado por el Rey durante el golpe de estado de 1981, después. La monarquía logró así superar su indudable ilegitimidad de origen, y a partir de los 80 el rey pasó de ser el “rey de unos” a convertirse en “el rey de todos”. Pero las marcas de nacimiento asoman en cada crisis. Tanto los posicionamientos de los líderes de Vox, PP y Ciudadanos como lo que las encuestas nos dicen sobre sus votantes evidencian que el rey sigue siendo considerablemente más valorado por la derecha que por la izquierda. La estima por la monarquía cae a plomo entre los jóvenes, y entre los mayores de 40 no es capaz de superar la divisoria izquierda/derecha. Se trata de una deriva preocupante, porque la monarquía solo subsistirá mientras no sea considerada una institución de parte.  

La pregunta sobre cuántas naciones hay en España no puede responderse desde ninguna atalaya teórica. Pero desde la realidad electoral que marcan las urnas – desde hace más de 100 años, y cada vez que se permiten – es indiscutible que millones de ciudadanos se consideran, en mayor o menor grado, parte de otras naciones diferentes a la española. La monarquía puede atender a esa realidad empírica – en la línea defendida tradicionalmente por Herrero de Miñón - o defender, por el contrario, la tesis de la única nación española. El actual Rey dejó clara su apuesta por esta última en su discurso del 3 de octubre sobre el procés catalán. Un movimiento que recuerda mucho la estrategia del PP: sacrificar Cataluña para ganar en el resto de España. Pero la monarquía no es un partido político. Su semántica es otra, y todo apunta a que Juan Carlos la entendía mejor que su hijo. Que los sectores más a la derecha del espectro político no dejen de alabar ese movimiento - y que lo comparen nada menos que con el relato oficial del papel del Rey durante el Golpe de Tejero – es comprensible porque, como buenos nacionalistas, esos sectores no ven la pluralidad nacional como una opción política, sino como una traición moral. Llevan mucho tiempo intentando – y en parte logrando – que en el imaginario social se confundan las expresiones “nación” y “constitución”. Felipe VI sabrá si es el canto de sirena que le conviene seguir escuchando.

Es en este contexto, por lo demás, en el que seguramente se ha de entender la eterna negativa a permitir un referéndum sobre la monarquía. Ni siquiera optaron por ello en los años en los que la popularidad de Juan Carlos hubiera garantizado una victoria segura. Se trata de una posibilidad que muchos continúan solicitando sin entender bien el tipo de país en el que vivimos. Ciertamente, una consulta popular otorgaría una legitimidad indiscutible a una magistratura vitalicia. Pero España no es un país sencillo: aunque se lograra la victoria en el conjunto de España (algo que hoy está por ver), el precio consistiría en dejar patente el probable fracaso de la opción en el País Vasco y en Cataluña. Y, entonces, ¿cómo te presentas como Rey de todos en esos territorios? Nada tiene de extraño que el título del monarca fuera, en otros tiempos, el de “Rey de las Españas”: salvando todas las distancias, aquello era una monarquía “plurinacional”, tal y como lo es la república que se propone como alternativa a lo que hay. En Zarzuela saben que les conviene seguir blandiendo el referéndum constitucional de 1978 – en el que la monarquía iba incrustada en la opción “democracia”, que era lo que en realidad se votaba – como remedo de aval popular directo.

Los indicios de las prácticas corruptas de Juan Carlos I son cuantiosos, y lo son desde el principio de su actividad política, durante el franquismo (1977: dinero del Sha de Persia; 1979: Centeno y las comisiones por petróleo; años 80: casos De la Rosa, Colón de Carvajal, Mario Conde). Larsen parece ser solo un hilo suelto en una trayectoria de décadas, una trayectoria que explica que el New York Times publicara en 2012 que su fortuna personal se estima en unos 2000 millones de euros. Una hebra de toda esa tela parece estar ya en los juzgados – si España no hace nada, Suiza activará los mecanismos del Estado de Derecho - y tendrá su trayectoria judicial. Pero el problema no es tanto la suerte penal de Juan Carlos I como la inusitada y voluntaria ceguera que nuestro sistema político, mediático y judicial ha demostrado – y sigue demostrando – al respecto.

Es un lugar común afirmar que el hecho de que la transición desde la dictadura a la democracia fuera pactada supuso ciertos peajes. No se purgaron las fuerzas armadas, ni las fuerzas de seguridad, ni la judicatura. Pero hay otra cosa, más difusa, que tampoco se purgó. Durante el franquismo la mixtura entre los negocios y lo público era de tal entidad que ni siquiera se percibía como corrupción. Era el orden natural de las cosas, “el Estado” como “lo stato”, en el sentido italiano original de “lo establecido”, “lo que es”. Berlanga atrapó con sus películas esa realidad chabacana y gris en la que empresarios y ministros hacían negocios en cacerías. Ese enjuague caciquil tampoco se purgó: los partidos políticos de la naciente democracia se lo encontraron al acceder al poder y sencillamente se acoplaron. Nada tiene de extraño que los dos partidos que acabaron en 2015 con el bipartidismo denunciaran con ahínco ese estado de cosas al que denominaron “capitalismo de amiguetes”.  Vox, otro partido nuevo, esgrime igualmente la lucha contra la corrupción como marca de distinción. Hoy tan solo descubrimos que la cabeza del Estado de esos años también, según cabe presumir, cobraba comisiones. Pujol amenazó con que las ramas del árbol irían cayendo de una a una. Pues bien, ya hemos llegado a la copa. El árbol está desnudo… pero todo sigue como si nada.

Volvamos a Suecia. Allí los jóvenes no recuerdan ningún caso de corrupción reciente. El rey no tiene una máquina de contar dinero en palacio, ni necesitará salir del país si decide abdicar. Los empresarios no le regalan yates. No es jefe del ejército. Carece de acceso privilegiado a la agencia sueca de inteligencia. No goza de inviolabilidad absoluta (esto es: extendida también – según raudos exegetas – a los delitos penales, algo que carece de parangón legal a no ser que nos remontemos a las satrapías míticas de la antigüedad). Allí la corte también es diferente: nadie confunde el hecho de ser monárquico con la inaudita pleitesía mojigata, aceitosa y completamente vacía de todo contenido que exhiben aquí los aduladores del trono, que son, no por casualidad, los sectores más vinculados al nacionalismo español o los más beneficiados por el capitalismo de amiguetes.  Allí ser partidario de la dinastía reinante supone criticar al rey cuando este se salta las más elementales normas morales de comportamiento, no dedicarse a tapar todas las irregularidades y a tildar de traidor a quién se atreve a señalarlas.

Así que sí: cuando se afirma que la monarquía no es incompatible con la democracia y se esgrimen ejemplos como el sueco, se apunta a un argumento esencialmente cierto. Pero precisamente por ello se ha de apurar la copa hasta las heces. El debate quizás no sea tanto la forma del Estado – república o monarquía –, como la forma concreta de esta monarquía concreta. Constitucionalmente, la configuración institucional de la Corona necesita democratizarse para parecerse más a Suecia. Y, dinásticamente, la familia que ocupa el trono necesita también que sus soberanos – que somos nosotros - la empecemos a mirar con ojos mucho más suecos. Sabemos que Don Juan tenía dinero en Suiza. Que la infanta Cristina firmaba - sin enterarse, según concluyó sagazmente nuestro independiente Poder Judicial - papeles corruptos. Que el Secretario de la Casa Real estaba al tanto. Que Juan Carlos recibía millones y millones de jeques árabes y pagaba millones y millones a comisionistas internacionales. Que su hermana Pilar mantuvo una cuenta en el paraíso fiscal de Panamá durante las fechas exactas de su reinado. Que durante décadas el Rey desembarcaba en sus visitas internacionales rodeado de un berlanguesco séquito empresarial de incierto, por decirlo suavemente, encaje lógico-constitucional. Que el New York Times, el periódico más prestigioso del planeta, estimó la fortuna personal del emérito en unos 2000 millones de euros. Sea esa la cantidad, sea mayor o sea menor, sabemos que existe. Solo en la Fundación Lucum aparecían 100 millones.

¿Es mucho exigir que se nos informe del montante? ¿Es mucho preguntar quién va a heredar ese dinero? Si no es Felipe, ¿heredarán entonces las hijas? ¿Los nietos? Es brutal: todos los posibles heredereros de ese dinero corrupto aparecen citados en la Constitución, en su artículo 57, por su primer apellido. ¿Piensa el actual monarca darnos algún tipo de explicación? ¿De veras no va a ir nada a la hacienda de los españoles, a pagar hospitales y escuelas? Y, sobre todo, ¿por qué este extraño silencio entre nuestros representantes? ¿No son estas las preguntas obvias que deberían hacerse todos los partidos, de Vox a Podemos? No tiene nada que ver con el hecho de que sean monárquicos o republicanos, de derechas o de izquierdas, clásicos o transversales: tiene que ver con la más elemental concepción de lo que significa “democracia”. Ya no quedan ramas por caer, pero en ciertos sectores “lo stato” sigue vigente… ¿hasta cuándo?