Del fin del 'juancarlismo' al debate constituyente
El primer lunes de agosto nos sorprendía la noticia de la huida de Juan Carlos I rey emérito, que se sumaba a la tradición familiar de marcharse del país acorralado por los escándalos de corrupción. Así, Juan Carlos encadena tres generaciones seguidas de Borbones fuera de España, esta vez probablemente a República Dominicana, país sin acuerdo de extradición con Suiza, que investiga una parte de sus chanchullos. Una huida pactada con la Casa Real y el Gobierno, en un intento, como explica la propia carta que se ha hecho pública, de “prestar el mejor servicio a los españoles, a sus instituciones y a ti como Rey”. No solo estamos ante un rey a la fuga, sino que en la misma jugada se intenta una vez más y sin mucho éxito hasta ahora, alejar del foco mediático al rey emérito, matando públicamente la figura del padre para intentar exonerar al hijo y salvar de paso a la institución. Aunque el precio es ya altísimo, al reconocer implícitamente los presuntos delitos de los que se acusa a Juan Carlos, acabando en cierta medida con el 'juancarlismo' como operación de marketing justificadora de la monarquía. Inaugurando la peor crisis de la institución desde que Franco decidió restaurarla como parte y continuación de su legado.
No podemos olvidar que la restauración de la monarquía bajo la figura de Juan Carlos I de Borbón fue obra y gracia de la dictadura como continuadora de su legado histórico, tal y como el propio monarca reconoció en su propia toma de posesión ante las Cortes franquistas. Un acto de sucesión en diferido en el que el rey no solo agradeció a Franco su legado, sino donde también juró guardar lealtad a los principios del Movimiento Nacional. No hace mucho, en una entrevista escrita, Fernando Suárez, exministro de Trabajo con Franco, afirmaba una obviedad histórica, no por ello menos escondida o maquillada por los relatos oficiales de la Transición: “Franco fue el propulsor de la monarquía. Y si se deslegitima al franquismo y se convierte a Franco en una figura comparable a la de esos grandes dictadores sanguinarios de la humanidad, se le da una connotación a la Corona que la pone en riesgo”.
El 'juancarlismo' fue una construcción de marketing político que buscó paliar la falta de legitimidad democrática y popular de la monarquía. Una institución que ni entonces ni desde entonces se ha sometido a consulta alguna o refrendo popular, como reconoció el propio Adolfo Suárez en un descuido, una monarquía que, ante el riesgo de perder, no se sometió a ninguna consulta popular a pesar de las presiones internacionales por realizarla para garantizar su legitimidad. Incluso en la Constitución hubo que incluir aquello de la cuestión “histórica” del artículo 57.1 para (intentar) argumentar su vigencia en el ordenamiento jurídico postfranquista. Aunque la mejor muestra de la falta de suelo firme en la legitimidad de la monarquía es el permanente extremo cuidado del 'establishment' por la figura e imagen del monarca.
Ahora bien, aunque la monarquía no se sometió a ningún referéndum popular, sí que se vio envuelta en una gran operación de blanqueo democrático que la dotó de la legitimidad de la que carecía y que, en buena medida, contribuyó a barnizar esa ruptura simbólica con su pasado franquista. Hablamos, claro, del fallido golpe de estado del 23F que, más allá de las diferentes interpretaciones que se han realizado al respecto, es indudable que jugó un papel fundamental en legitimar la figura del monarca como supuesto garante del proceso democrático. El 23F contribuyó a dar un golpe de timón a la derecha a la Transición y sobre todo a imponer en el relato oficial sobre la misma el protagonismo de las élites (con el “monarca salvaguarda de la joven democracia” a la cabeza) frente al protagonismo popular antifranquista de la calle. Había nacido el 'juancarlismo'.
La fuga del rey emérito deja herido de muerte al 'juancarlismo'. Como el propio Juan Carlos reconoce, los menores de cuarenta años solo le recordaremos como un comisionista, evasor, corrupto y mujeriego. Un fiel reflejo de los Borbones a lo largo de nuestra historia. Pero la muerte del 'juancarlismo' se puede llevar o no a la tumba a la propia institución monárquica. Los intentos fallidos de desvincular a Felipe VI de la figura de su padre no han evitado que la sombra de la corrupción emerja sobre un reinado sin relato propio más allá del propio 'juancarlismo'. A pesar de intentos como el del discurso del 3 de Octubre, posterior a la declaración unilateral de independencia de Catalunya en 2017, que más que reforzar su figura, agrandó el desapego de una parte de la sociedad, no sólo de la catalana, con la institución monárquica.
Un momento tan excepcional como este, que por lo que parece no ha hecho sino empezar, no se puede afrontar desde la normalidad parlamentaria y social
Un momento tan excepcional como este, que por lo que parece no ha hecho sino empezar, no se puede afrontar desde la normalidad parlamentaria y social. Hace falta una respuesta que esté a la altura del desafío político al que nos enfrentamos, que no es únicamente la crisis de la monarquía. La muerte del 'juancarlismo' representa un auténtico proceso de deslegitimación y descomposición de los pilares centrales del régimen español del 78: monarquía, sistema judicial, marco 'nacional'-territorial y crisis de representación, con el trasfondo de una crisis socio-ambiental agravada por la crisis sanitaria que seguimos sufriendo.
Pero, a pesar de sus debilidades evidentes, la monarquía no caerá sola. Todavía tiene el apoyo mayoritario del bloque de poder económico, político y mediático del régimen del 78, que entiende la continuidad de la institución real como elemento esencial de su propia supervivencia. Además, la debilidad de la monarquía no supone la fortaleza del republicanismo. No podemos seguir siendo meros espectadores de la decadencia borbónica, debemos tomar partido para que la indiferencia ante la basura real no se apodere de las mayorías sociales. Es fundamental levantar un movimiento democrático por el derecho a decidir que pueda organizar un referéndum popular que devuelva la palabra a la ciudadanía, traspasando y rompiendo los estrechos límites parlamentarios. Porque el debate constituyente a promover desde los distintos pueblos del Estado es ya inaplazable.
Frente a quienes contemplan aterrados, desde arriba, la crisis sociopolítica como una época de decadencia, los y las de abajo deberíamos contemplar la escena, también en todo su dramatismo, como un momento impostergable para la recreación democrática. La redefinición de las lógicas de la representación y la apuesta por la subversión de todas las reglas del sistema social que nos han conducido a tamaño desastre. No hay tiempo que perder: la urgencia política, social y ecológica reclama necesarios saltos adelante.
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