Jueces progresistas, jueces conservadores
Recientemente un magistrado de la Sala Segunda del Tribunal Supremo ha hecho unas declaraciones que resultan chocantes en juez de tan alto linaje, por su simplismo y porque parece que quisiera sortear con dos palabras una realidad inesquivable. Dice, por ejemplo, que “los magistrados no deben ser ni conservadores ni progresistas”, proposición quimérica que carece de sentido; harto dificultoso me parece, por no decir imposible, no ser lo uno o lo otro. Ambas son cualidades que, aun susceptibles de gradación, son inherentes a la persona e inescindibles de ella, definen su talante o modo de ser y son el fruto de ese repertorio vital de ingredientes -experiencias, cultura, creencias, tradiciones, convicciones adquiridas, etc.- que forjan una identidad. William James decía que cada uno de nosotros tiene una filosofía subyacente de la vida. Y al hilo de este pensamiento, Cardozo apuntaba que hay en cada uno de nosotros un impulso o tendencia que da coherencia y dirección al pensamiento y a la acción, y el juez -añadía- no puede escapar a esa tendencia de todo hombre.
Al parecer, el citado magistrado de la Sala Segunda no es – no quiere ser- ni conservador ni progresista. ¿Acaso es posible sustraerse a una de esas dos condiciones que son emanación de la propia personalidad y conforman un modo de ver, un modo de mirar, una visión de la vida? Tengo para mí que quienes se muestran como arcángeles de toga alada y aura virginal, cuyo espíritu sitúan por encima de ese encasillamiento, son jueces que cándidamente militan en la mítica cofradía de la Inmaculada Jurisdicción. Invariablemente, son conservadores.
Pero es que luego se lía la toga a la cabeza y dice que el árbitro del partido no puede ser de uno de los dos equipos contendientes porque nadie creería en la independencia judicial. ¿Pero qué es esto? ¿Acaso ser progresista o conservador coloca al juez en uno de los dos bandos contendientes en un proceso? Esta conclusión ya es “el desequilibrio en bicicleta”, que diría Miguel Hernández. Pero aún se atreve a más; afirma que partir de la idea – él lo llama error- de que hay jueces conservadores y jueces progresistas “prostituye el sistema judicial”. ¡Qué barbaridad! Pienso, por el contrario, que anatematizar esa dicotomía como contraria a la imparcialidad judicial es un error tan dañino como inadmisible. Dicho de otro modo, quienes, so capa de inmunidad arcangélica, quieren desligarse de esas adscripciones a las que tienen por infectas y espurias, hasta el punto de vincularlas a la degradación del sistema judicial, están alentando la idea de una densa contaminación política de aquellos jueces a los que se adscribe a una u otra categoría. Más daño que etiquetar a los jueces de conservadores o progresistas hace el sugerir la idea disparatada de que ello compromete su imparcialidad.
Frente a lo que ese anatema quiere sugerir, la imparcialidad judicial no se ve afectada por el solo hecho de que el juez llamado a juzgar sea conservador o progresista. Si así fuera, la ley hubiera incluido ese rasgo entre los motivos de abstención o recusación, cosa que no ocurre (véase el art. 219 LOPJ). Adviértase que aquellos apelativos, por más que aludan a un sesgo ideológico, son de una generalidad inocua. Para que pudiera verse comprometida, real o aparencialmente, la imparcialidad judicial tendría que tratarse de casos de notorio sesgo extremista y egocéntrico (y, por tanto, no legocéntrico) o de claras implicaciones partidistas o con manifiestos vínculos políticos.
Como lógica consecuencia de lo que vengo diciendo, tampoco puedo compartir lo dicho recientemente por el ex presidente del Tribunal Constitucional (TC), Sr. González-Trevijano, cuando habla de la “falsaria dicotomía entre jueces conservadores y progresistas”. Sorprende este rechazo cuando él mismo había declarado que “los juristas somos casi todos conservadores, porque el Derecho es una ciencia conservadora”, con lo que está haciendo uso distintivo de uno de los elementos de la vituperada taxonomía del estamento judicial. Sin entrar en la fortuna de esa afirmación, hay que concluir que si “casi todos” son conservadores es que hay un reducto que no lo son, y que, por consiguiente, habrá que adscribir al grupo de los progresistas, según nomenclatura al uso. Pero es que, además, la idea de jueces conservadores y progresistas está implícitamente reconocida en la heterogeneidad de discernimiento o entendimiento de las cuestiones jurídicas. Lo revela el propio TC en sus resoluciones, curiosamente citadas por su ex presidente en el discurso de despedida. Según aquel tribunal, la “inevitable incidencia en la interpretación jurídica de las particulares concepciones del Derecho y visiones del mundo de cada magistrado se refleja en la necesaria pluralidad de perspectivas jurídicas que confluyen en las deliberaciones y decisiones del tribunal como órgano colegiado por excelencia” (auto107/2021). “Esa heterogeneidad de posiciones guarda una estrecha correspondencia con el pluralismo político que, como valor superior del ordenamiento jurídico (art. 1.1 CE), permite diversas formas de organización de la comunidad. Una diversidad que se plasma en disposiciones normativas de distinto rango, susceptibles de distintas interpretaciones jurídicas en las que inevitablemente influyen elementos conceptualmente ideológicos, todos ellos dentro del amplio espacio diseñado por el texto constitucional” (auto 180/2013). Y lo dicho, vale tanto para los magistrados del TC, a los que se refieren las citas que acabo de hacer, como para los de tribunales ordinarios, pues ellos son inevitablemente portadores de particulares concepciones del Derecho y visiones diversas del mundo, como lo son, también, de un cúmulo de experiencias de su trayectoria vital y cultural que conforman su personalidad. En palabras de José María Mena, la independencia e imparcialidad que son exigibles a todo juez no deben “significar ni engendrar indiferencia o marginalidad social, cívica o cultural”.
Ese distinto cariz personal de cada juez puede traducirse en una diversa sensibilidad de percepción de la norma y, por ende, de su interpretación -que es ejercicio netamente jurisdiccional-, especialmente cuando están en juego determinados valores y derechos constitucionales, sin que ello tenga que comportar desviación alguna en la imparcialidad del juez. Piense el lector en una sonata de Chopin; la misma partitura puede ser interpretada por dos pianistas de sensibilidad diversa, de forma que cada uno de ellos ejecutará de modo diferente la misma pieza, sin que por ello se vea traicionada la creación del compositor. Lo mismo cabe decir de la pintura. Puestos ante el mismo paisaje, dos pintores lo llevaran al lienzo de modo distinto, según sus diferentes técnicas y modos de sentir el paisaje, la luz, las sombras, los colores; cada mirada, cada pupila habrá recreado a su manera la misma realidad sin por ello falsearla.
Aparte de estas consideraciones generales, evoco mi propia experiencia de cuarenta años de ejercicio profesional, de los cuales veintinueve lo han sido en tribunal colegiado, donde con frecuencia confluyen sensibilidades y sesgos diferentes. Nunca he visto que el cariz ideológico del juez le haya desviado del deber sagrado de imparcialidad, ni se haya traducido en acepción de personas. Por lo demás, a veces ha habido coincidencia de criterios entre magistrados del mismo tribunal y diferente adscripción ideológica, en otras ocasiones salta la discrepancia expresada en voto particular, y he visto también disensiones de jueces progresistas entre sí, como también discrepancias entre conservadores, sin que nunca estuviera comprometida la imparcialidad de los miembros del tribunal. Solo puro ejercicio de la libertad de interpretación.
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