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La levedad del programa de Roma

El presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker, durante la firma de la Declaración de Roma.

Fundación Alternativas

Varios autores* —

El 25 de marzo se han reunido los 27 –ya sin el dimisionario Reino Unido– y han aprobado una Declaración que tiene más de celebración de 60 años juntos que de directrices u hoja de ruta para el futuro.

Dadas las circunstancias: en pleno Brexit; con un nuevo presidente de Estados Unidos aislacionista, nacionalista y hostil a la Unión Europea; enfrentados a amenazas diversas a nuestra seguridad; sin terminar de salir de la crisis económica; y con partidos populistas antieuropeos a nuestro alrededor, la Declaración tiene la indudable dimensión política de reafirmar la unidad y continuidad del proyecto europeo. Más aún si tenemos en cuenta la división implícita o explícita que anida en el interior de la UE, de la que valen solo como botón de muestra la inquietante deriva autoritaria de países tan relevantes como Polonia o Hungría.

Respecto a esto último es de destacar la mención expresa al Estado de Derecho. A estas alturas, es triste tener que reafirmar la columna vertebral de la cultura política y jurídica europea, democrática y desarrollada económicamente. Pero las cosas son así. El populismo rampante –frenado últimamente en Austria y en Holanda pero al acecho en Francia– obliga a reafirmar los valores que ha tenido siempre Europa cuando se ha confrontado con el fascismo y las pulsiones autoritarias.

Es imposible estar en contra de lo que dice, pues, la Declaración de Roma. Pero las “declaraciones” que hemos escuchado de los líderes, y que cada uno se ha ocupado de realzar por encima de la propia Declaración, han ocultado su contenido. No sólo por ello, sino porque éste tiene un alto grado de generalismo. Y que se podría resumir en: vamos a seguir juntos, a pesar de la huida del Reino Unido.

Los jefes de Estado y de Gobierno, una vez más, no han planteado un verdadero relanzamiento de la Unión. Asuntos clave como la Europa social (con objetivos concretos), o la Unión Económica y Fiscal (aún inexistente), o la Europa de la Defensa, no se han abordado como un verdadero compromiso, con hitos temporales firmes. Mucho menos la gran cuestión: la Europa Política, el federalismo europeo, la reforma institucional y, por tanto, una genuina Europa de los ciudadanos.

Es cierto que hay un paso adelante, que permite salir de la parálisis, cuando se admite que los Estados que lo deseen puedan acelerar (“distintos ritmos”), al tiempo que se mantiene una orientación armonizada (“la misma dirección”). Sin embargo, lo que la Declaración llama Programa de Roma tiene una composición bastante lábil y abstracta (“Europa segura”; “Europa próspera y sostenible”; “Europa social” –sin más precisión-; “Europa más fuerte”). Es un lenguaje muy conocido en los documentos de la Unión.

Como era de imaginar, todo se dilata hasta el Consejo Europeo de diciembre, cuando las importantes elecciones en Francia y Alemania permitan plantear un verdadero programa para una nueva era de la Unión post-Brexit en un mundo globalizado.

Problemas tan lacerantes como la violencia de género, la educación, el paro aún persistente, la vergonzante política de protección de los refugiados o los desafíos reales de la globalización no aparecen con la debida fuerza en la Declaración de Roma. Muestra palpable de que aún no hay respuesta creíble y solidaria por parte de la Unión Europea a tales desafíos. Europa necesita un salto cualitativo político, económico y social; y ese salto no lo ha dado la Declaración de Roma.

*Firman este artículo: Diego López Garrido, Nicolás Sartorius, Vicente Palacio, Enrique Ayala, José Luis Escario, José Candela, María Pallares, Mercedes Guinea, Juan Moscoso del Prado, Carlos Carnero, Francisco Aldecoa y Manuel de la Rocha Vázquez.

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