El Tribunal Constitucional acaba de decidir que la condena a la exministra Magdalena Álvarez por el caso de los ERE es inconstitucional. Inmediatamente el PSOE ha salido a celebrar la noticia y a hablar de cacería contra sus miembros y el Partido Popular ha cargado contra la legitimidad del Tribunal. Ninguno de los dos tiene razón. La sentencia no pone en duda la existencia de ese caso de corrupción organizado por miembros del partido socialista en torno a las ayudas públicas a empresas con problemas. Pero sí significa que con las pruebas que hay no es posible implicar en él a algunos de los altos cargos del partido.
En medio del ruido político que nos invade es complicado encontrar un hueco para el matiz jurídico. Pero es imprescindible. El constitucional no se pronuncia acerca de Magdalena Álvarez en sí y de si conocía o ayudó al fraude o no. Eso es algo que corresponde a los tribunales ordinarios. Lo que dice, simplemente, es que no se la puede condenar por haber elaborado un proyecto de ley. Algo tan obvio, que no debería sorprender a ningún jurista, con independencia de quién sea el acusado.
La condena impugnada consideraba que la entonces consejera de la Junta de Andalucía había cometido un delito de prevaricación. La prevaricación consiste en dictar una resolución administrativa arbitraria o injusta a sabiendas. Y, en concreto, la Audiencia de Sevilla le reprochaba a Álvarez haber participado en la elaboración de los anteproyectos y proyectos de ley de presupuestos de Andalucía de varios años. Según el disparatado razonamiento de este órgano judicial había varias órdenes de la junta de Andalucía que prohibían utilizar fondos públicos con determinado fin; los proyectos de ley serían, según su modo de ver, ilegales por hacer lo contrario de lo dispuesto en esas órdenes. De ese modo, venía a concluir que la ley de presupuestos de Andalucía no podía cambiar lo que decían unas órdenes administrativas dictadas por la propia Junta de Andalucía. Así, si la norma aprobada por la Junta decía que determinado dinero no se podía usar para ayudas sociolaborales, era delictivo hacer un proyecto para que la ley dijera que sí se destinaba a ese fin.
Frente a ello, el Tribunal Constitucional se limita a decir un proyecto de ley ni es una resolución ni es un asunto administrativo. Cuando el Gobierno –autonómico o estatal– prepara una ley no está gestionando la administración, sino ejerciendo su función política de dirección de la sociedad. Es una prerrogativa que corresponde al Gobierno como órgano político y que además forma parte de la actividad legislativa. Más aun, la propuesta de ley en sí misma no es nada; no tiene ningún valor o eficacia jurídica hasta que una mayoría de diputados vota a su favor en el Parlamento, luego no se puede sancionar por su contenido a quien la haya elaborado.
Detrás de esta argumentación hay mucha más chicha jurídica y política de lo que parece. Lo que la Audiencia Provincial de Sevilla había hecho y el Tribunal Supremo había ratificado, en realidad, era enjuiciar una ley. Cuando la defensa de la consejera Álvarez protestó ante el Supremo, éste vino a decir que como la ley de presupuestos solo puede ser elaborada por el Gobierno, la participación del Parlamento es meramente formal. Nuestro máximo tribunal ordinario llegó a entender que si un proyecto de ley de presupuestos incluye medidas que son arbitrarias, los tribunales pueden considerar directamente que, aunque el Parlamento apruebe la ley de presupuestos, esas medidas no han entrado en vigor. En definitiva, los jueces pretendían estar legitimados para juzgar e inaplicar una ley con la excusa de que la había hecho el Gobierno.
Se trata de una ruptura evidente de nuestro sistema de fuentes. En esta sentencia, el Tribunal Constitucional se ve obligado a recordar algunas cuestiones que resultan más que evidentes: la ley de presupuestos generales es una ley que tiene la misma naturaleza normativa que el resto de las leyes. Una vez aprobados los presupuestos, su único autor es el Parlamento. Los jueces no pueden cuestionar lo que diga la ley de presupuestos y mucho menos negarse a aplicarla.
Que algo tan evidente necesite ser dicho en una sentencia demuestra un grado alarmante de degradación de nuestro Estado de derecho en el que parece innegable la tendencia del poder judicial a desligarse progresivamente de su sujeción a la ley democrática y erigirse en el poder político supremo del país.
En este estado de cosas, resulta del todo disparatado leer la sentencia del Tribunal Constitucional como un pronunciamiento a favor de ningún partido político. De hecho, si algo hay sorprendente en este caso –a falta de disponer de ellos– es que existan cuatro votos particulares. Uno de estos votos, según informa el Tribunal Constitucional, comienza con una afirmación tan poco afortunada como la de que el de los ERE ha sido “el asunto de corrupción más importante de la historia reciente de España”, de donde parece deducir que no es necesario examinar la legitimidad constitucional de ninguna de sus condenas. Recurriendo al trazo grueso, más propio de las redes sociales y el debate político que de una resolución jurisdiccional, insiste en que no poder controlar el contenido de los proyectos de ley “sitúa a los miembros del Gobierno por encima de la ley”. En fin, parece que los magistrados discrepantes hubieran dado más importancia a los partidos políticos implicados que a los detalles jurídicos del caso.
Porque lo cierto es que el otorgamiento del amparo a Magdalena Álvarez no oculta la realidad de un caso execrable de corrupción institucional. Con independencia de esta sentencia, es evidente que numerosos dirigentes del PSOE de Andalucía aprovecharon sus cargos públicos para cometer delitos graves contra el erario público. De hecho, hace apenas unos días el propio Tribunal Constitucional ha ratificado otras de esas condenas a consejeros de la Junta de Andalucía, sin que esa decisión haya acaparado grandes titulares de prensa.
Más allá la sentencia del Tribunal Constitucional no excluye que el tribunal sevillano que condenó a Magdalena Álvarez pueda volver a hacerlo si demuestra que dictó con conocimiento otros actos –administrativos, no legislativos– que fueran manifiestamente ilegales. De hecho, hay una serie de modificaciones presupuestarias autorizadas por ella que podrían llevar a una condena. Lo que no cabe es castigarla por la participación en una ley con el peligroso argumento de que hay leyes ilegales y los jueces pueden controlarlas.
El momento de politización extrema que vivimos dificulta entender y analizar con el necesario sosiego decisiones jurisdiccionales como ésta. Quien lo haga descubrirá que el Constitucional no ha negado la corrupción socialista en el caso de los ERE, pero sí ha impuesto un límite a la hora de intentar responsabilizar judicialmente a quien solo puede ser responsable político. Un intento demasiado complejo para unos tiempos reduccionistas en los que se cree que la única solución para todo es la cárcel.