El agravio comparativo, en sus diversas formas, ocupa cada vez una mayor centralidad en el debate social y político. Invadiendo el espacio y el papel que Marx le otorgó a lucha de clases como motor de la historia.
Su expresión territorial protagoniza en muchos países fuertes conflictos sociales y es el terreno en el que se libran intensas batallas electorales. En España el agravio entre CCAA se ha convertido en el protagonista de la escena política –en su sentido literal– hasta el punto de eclipsar los análisis y debates sobre las desigualdades de clase.
Es una de las consecuencias de la hegemonía ideológica del neoliberalismo, construida sobre el relato del fin de las clases sociales que consiguió, entre otras cosas, que la desigualdad desapareciera de la política, también de la academia.
En las últimas décadas del siglo XX el capitalismo alcanzó su gran sueño húmedo, una sociedad de personas trabajadoras con bajos salarios que a la vez eran consumidoras activas. Gracias a la perversa trampa del endeudamiento de las familias, aparentemente ilimitado, se creó el espejismo de la desaparición de las desigualdades sociales. A muchas personas con bajos niveles de renta y riqueza se les facilitó consumir e invertir en patrimonio inmobiliario. Hasta que todo estalló.
Las derechas neoliberales usaron poderosos laboratorios de pensamiento y potentes instrumentos de comunicación para imponer su hegemonía, pero el mérito no fue solo suyo. Contribuyó en buena medida la debilidad ideológica de amplios sectores de las izquierdas, cuyas consecuencias aún arrastramos.
Sirva este contexto para llamar la atención sobre la manera en que las derechas españolas están imponiendo una vez más el marco del debate que les interesa, el del agravio comparativo entre CCAA. Obviando que en el seno de todas ellas y en el conjunto de España existen importantes brechas sociales que solo se explican en términos de clase.
Branco Milanovic, en su libro 'Miradas sobre la desigualdad', al analizar las ideas de los grandes pensadores de los dos últimos siglos, llega a la conclusión de que triunfan aquellos que consiguen aunar relato, teoría y datos empíricos. En España, el debate político parece desautorizarlo. Las derechas patrias –las de todas las patrias sin distinción– han conseguido imponer su relato del agravio entre CCAA, negando las desigualdades de clase, a pesar de que los datos empíricos dicen lo contrario.
Para que no haya dudas. Comparto plenamente que en un país fuertemente descentralizado –que no federal– como España, en el que las CCAA tienen importantes competencias en el gobierno y gestión de servicios públicos como la salud, la educación y los servicios sociales, el modelo de financiación debe garantizar, entre otras cosas, la igualdad de recursos per cápita para así garantizar el acceso equitativo de todas las personas a los derechos fundamentales sea cual sea su lugar de residencia.
Pero discrepo de que en España las brechas de desigualdad se produzcan en función de la CCAA en la que se resida. Todos los datos empíricos y los estudios demuestran que la desigualdad en el acceso a servicios públicos fundamentales se expresa en términos de clase social. Una simple mirada cotidiana, sin anteojos, a la realidad lo confirma, pero veamos algunos datos que lo ratifican.
En España se aplica la 'Ley de los cuidados inversos' (Julian Tudor Hart, 1971), cuyo conocimiento le debo a Beatriz González, investigadora en economía de la salud: “El acceso a la atención médica o social de calidad varía en proporción inversa a la necesidad”.
Lo vemos con la red sanitaria dual que en muchas ocasiones comporta doble lista de espera, incluso para patologías graves. También en las diferencias que existen, por ejemplo, en los programas de cribado de cáncer en función de los estudios, la renta y clase social. O la profunda desigualdad de clase en el acceso a la atención de salud mental.
Todas estas y otras desigualdades terminan confluyendo en importantes diferencias en esperanza de vida. A los 25 años, las personas con estudios universitarios tienen una mayor esperanza de vida que las que solo tienen estudios primarios (4,5 años más en los hombres y 3,3 años más en las mujeres). Una brecha que se mantiene a lo largo de toda la vida.
En el terreno educativo los datos sobre desigualdades de clase son abrumadores. El diferencial en el acceso a la educación infantil en función de la renta familiar es más del doble entre el quintil de mayor renta y el de menores ingresos. La relación entre el nivel educativo de la madre y los índices de abandono escolar prematuro ofrecen una imagen escandalosamente clasista. Se mire donde se mire aparece esta relación directa entre oportunidades educativas y clase social. En horas de aprendizaje, en el porcentaje de repetición -con las mismas notas. Les sugiero que lean los trabajos de Xavier Bonal y Sheila González., investigadores de la educación.
Cuanto menos desarrollados están los servicios públicos más importante es la desigualdad de clase en su acceso y calidad. Lo comprobamos en los servicios sociales o a las prestaciones de dependencia.
Eso no quiere decir que el territorio no juegue ningún papel en la desigualdad. Al contrario, el territorio es el lugar en el que se expresan las desigualdades de clase, al mismo tiempo que actúa, si las políticas públicas no lo remedian, como reproductor y acelerador de estas desigualdades. Lo explican en sus trabajos los geógrafos Ignacio Molina y Oriol Nel.lo.
Pero el factor determinante de la desigualdad no son las CCAA. Todas ellas tienen en su interior importantes diferencias de clase. La expresión territorial de las desigualdades se produce en muchos otros espacios. Entre ámbitos urbanos y zonas rurales. Eso que llamamos España vaciada está directamente relacionado con la ausencia de servicios públicos en entornos poco poblados. También entre los barrios de una misma ciudad y de manera creciente entre municipios de la misma área metropolitana. Son el barrio, el municipio o el entorno despoblado los espacios territoriales en los que la desigualdad de clase se manifiesta, reproduce y acrecienta.
Basta observar las brechas de todo tipo entre los municipios ricos del norte y los pobres del sur de la comunidad de Madrid. O en Castilla la Mancha, donde existen grandes diferencias entre provincias, incluso dentro de ellas. Sirva de ejemplo Guadalajara, con una dualidad importante que se articula en función de su cercanía y dependencia de la gran metrópoli de Madrid, distrito federal. También en Catalunya, donde la brecha de clase es brutal entre dos municipios separados solo por 6 km (San Cugat y Badía en el Vallès). O entre el barrio de las Arenas en Terrassa y Matadepera, solo separados por una riera.
Estas diferencias de clase en clave territorial se producen también en el seno de las ciudades. Según su Agencia de Salud Pública la esperanza de vida al nacer en Barcelona varía entre los 78,1 en el barrio de Vallbona y los 87,7 años de Pedralbes. Un diferencial de 9,6 años entre barrio pobre y barrio rico.
Las desigualdades de clase en el territorio se expresan en múltiples facetas. En el trabajo de Mar Cañizares y Sergi Martínez que forma parte del libro colectivo 'La desigualdad en España' se documenta en qué medida la mayor oferta de casas de apuestas en los barrios de renta baja exacerba las desigualdades de renta y tiene consecuencias en los resultados educativos.
Los datos empíricos, los estudios son abrumadores. Y a pesar de ello el relato del agravio comparativo entre CCAA vence –esperemos que no definitivamente– al de las desigualdades de clase.
Las causas son múltiples. Quizás la principal es la gran seducción que para los humanos ha tenido siempre el agravio comparativo como motor de nuestra percepción de la realidad y nuestro comportamiento. A ello contribuye la debilidad ideológica de las izquierdas, casi todas. Unas, ignorando el factor clase social, otras situando el conflicto principal en la dicotomía pueblo/casta. En ambas miradas la clase se diluye como categoría social.
La razón por la que en España el agravio comparativo encuentra su hábitat predilecto en el conflicto entre CCAA puede estar en nuestro sistema político. El estado autonómico convierte a las CCAA en un terreno fértil para la generación y reproducción de élites políticas que, en muchas ocasiones, la usan como factor de cohesión gregaria de su ciudadanía.
Si las izquierdas políticas, también las sociales que no están exentas de caer en esta trampa para elefantes ingenuos, no quieren sucumbir aplastadas por el agravio comparativo, no les queda otra que desandar el camino de las últimas cinco décadas. Recuperar la clase social –con toda la complejidad que comporta unas estructuras sociales que no son las del siglo XX– como categoría de análisis y terreno del debate social y la política. También de los conflictos.