En 1959, un enojado Horkheimer escribía a su amigo Adorno acerca de un joven Habermas para mostrarle su indisposición con quien acababa de escribir un primer ensayo sobre Marx en la nueva República Federal. Entonces le dice: “La palabra revolución ha sido reemplazada -se supone que por la influencia de usted- por la frase ‘desarrollo de la democracia formal’ hasta convertirse en democracia material y ‘desarrollo de la democracia liberal’ hasta convertirse en democracia social”. El viejo intelectual venía a identificar la transformación que estaba impulsando Habermas en Alemania. A través de ella recogía las energías utópicas y el coraje cívico que había mantenido vivo Herbert Marcuse y las trasladaba a la joven república alemana que con dificultad impulsaba una ruptura con el pasado nazi.
Hoy, más de tres cuartos de siglo después, esa transformación de la mítica revolución en la lenta reforma sigue siendo el horizonte más razonable, prudente y maduro de nuestras democracias a condición de que genere energías renovadas capaces de mantener su tensión utópica. Hoy, lo mismo que en 1959, se requiere coraje cívico para defenderlo. Las fuerzas que se oponen a este proceso son complejas y variadas, pero no faltan las que son tan oscuras como las que despotricaron contra Habermas por exigir una reparación y una autocrítica a los pensadores que se enrolaron en las ideas de 1933. En todo caso, lo más interesante del planteamiento de Habermas es que el proceso siempre se jugaba en el terreno democrático. Se debía ir de una democracia formal a una democracia material; de una liberal, a una social. Pero siempre bajo la aspiración de conformar una sociedad de mayores de edad, críticos, autónomos, capaces de no obedecer irreflexivamente ninguna orden del poder.
Habermas creía que el potencial de la democracia para mantener este proceso era inmanente. Bastaba con no dar por concluido el proceso moderno, fueran cuales fueran las heridas que hubiera producido. Su creencia más firme era que, tomarse en serio los supuestos de la democracia liberal, implicaba desplegarla hacia la democracia social y material. Hoy en España y en el mundo este programa impecablemente normativo está en peligro justo por su potencialidad íntima. Las fuerzas que se oponen a él están tanteando los límites de la democracia, porque no desean que sus potenciales puedan comenzar a desplegarse de tal modo que los privilegios, los sufrimientos y las desigualdades dejen de ser considerados como ‘naturales’. Por eso no debemos llevarnos a engaño: de lo que se trata es de bloquear tanto como sea posible el potencial democrático. Y esto significa cuestionar tanto como sea posible la existencia de una ciudadanía capaz de articular un horizonte de deseabilidad más allá de la desnuda facticidad de lo existente.
Y eso es lo que erosiona la mentalidad democrática con asunciones fanatizadas, con la pérdida de fe en las convicciones capaces de justificarse, con un sentido estrecho de libertad como consumidores, con la aceptación apriorística de la desigualdad como hecho natural, con una voluntad de desmentir aquellos resultados de la ciencia que no interesan -medio ambiente y vacunas- y de aceptar como indiscutibles los que vienen bien -como la técnica armamentística, los útiles de control de los big data, o los preceptos de la economía. En el límite, se trata de que la democracia quede reducida al mínimo y sus potenciales emancipadores queden congelados por una mentalidad autoritaria que imponga lo existente como lo único posible.
En estas elecciones, y con una fuerza creciente, se enfrenta esta dualidad entre una democracia liberal que tiende a ser social y material, y una democracia minimalista sostenida sobre un sentido mínimo de libertad. Por circunstancias familiares vivo a caballo entre Madrid y Valencia. Y puedo experimentar las diferencias de los programas políticos que representan a su modo esas dos versiones de la democracia. En Madrid veo sobre todo que la democracia se entiende como desinhibición en la actividad económica, sin otra consideración que la obtención de beneficio con aspiraciones acumulativas. Por eso se requiere manos libres en los cuatro frentes importantes donde se pueden alcanzar nuevos nichos de beneficio: vivienda, educación, sanidad y atención a los dependientes. Ahí se mueven ingentes cantidades de inversión listas para detraer recursos de las economías familiares, lo que descapitalizará sus patrimonios y obligará a endeudarse y a trabajar de forma completamente brutal, disminuyendo tanto como sea posible el tiempo de libre disposición de las personas en favor del tiempo que habrán de entregar a la producción. En suma, un aumento de la esclavización al servicio de la acumulación.
En Valencia no vemos todo eso. Por supuesto, en los últimos ocho años no hemos conocido los vergonzosos casos de corrupción que dieron fama a Valencia en toda Europa por sus escándalos. Hemos visto enjuiciamientos ejemplares que han puesto de manifiesto que Valencia estuvo dirigida por desaprensivos corruptos. Pero lo más interesante es su apuesta por una forma productiva que no tiene como punta de lanza la acumulación financiera. En Valencia no se conoce el proceso de concentración desmesurado de Madrid. La estructura urbana de un viejo reino de ciudades resiste con solvencia, y ello genera una vida cotidiana mucho más equilibrada. Esa trama urbana relaja los procesos especulativos de la vivienda. Por lo demás, no hay una segregación tan ingente en el sistema educativo como en Madrid.
Tampoco hay una carrera de creación de centros universitarios. La sanidad mostró su nervio en la pandemia, con un resultado que no conoció los escándalos de Madrid. La política de ayuda pública a las personas dependientes está mucho más desarrollada que en Madrid y produce un alivio a muchas familias. Pero, sobre todo, la vieja tradición de economía productiva de las tierras valencianas inclina a las autoridades a una incorporación al tejido productivo de Europa, y no abre las puertas, como en Madrid, a los flujos de capital de las grandes corporaciones internacionales. Aquí todavía el sistema productivo está dirigido al desarrollo industrial y al despliegue agrario y, por tanto, tiene en cuenta las necesidades de la ciudadanía europea, algo que recibiría un gran impulso si el corredor Mediterráneo fuera apoyado de forma decidida por el Gobierno central.
Pero no solo se trata de estos bienes materiales. El Gobierno Valenciano del socialista Ximo Puig, con sus socios de Compromís y Podemos, representa bienes inmateriales del mayor interés. No quiero decir que no presente algunos problemas. Pero nadie puede dudar de la lealtad constitucional del Gobierno valenciano, nadie puede poner en duda que representa una defensa de la pluralidad hispana, nadie puede discutir que ofrece una forma cooperativa que se mueve en el mejor espíritu de una federación noble y sincera. En este sentido, representa por sí solo otra forma de entender España que, sin negar la utilidad del Estado, urge a sus equilibrios desde el punto de vista fiscal, simbólico e histórico, mediante políticas sensibles a su diversidad constituyente.
No pretendo decir que el Gobierno valenciano conecte con energías utópicas autoconscientes. Pero, aunque sea de forma limitada, mantiene una idea compleja de la democracia que no ha roto sus conexiones con los grandes ideales que suturaron las heridas de pueblos tras las tragedias del siglo XX. Por el contrario, resulta cada día más claro que el Gobierno de Madrid quiere alejarse tanto como sea posible de esa idea compleja, quiere reducirla al máximo desde un estrecho sentido de la ciudadanía y de la institución, y que su voluntad de erosión de las aspiraciones democráticas es tan intensa como su entrega a los grandes intereses de acumulación de capital, que no conocen idea alguna de límite en su intento de adueñarse del mundo y de mercantilizar los bienes básicos de los seres humanos.