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Madrid o el poder

La presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso; el presidente del PP, Pablo Casado y el alcalde de Madrid, José Luis Martínez-Almeida.

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El Partido Popular libra en Madrid una lucha por el poder. Sin más. Una disputa que no es nueva ni será la última. La razón está en lo que es Madrid: un condenso ecosistema de poder que se ramifica a partir de una red de circuitos financieros, económicos, deportivos, culturales y mediáticos que se interconectan entre sí.

Hablamos de un territorio que obliga a las distintas Españas que lo rodean a relacionarse con él inevitablemente. Ya sea la España desierta o provincial, la periférica o soberanista, todas, por igual, aunque de manera distinta, tienen que vérselas con Madrid. Bien como espejo o antípoda con quien medirse en términos de renta, dotaciones, emprendimiento, infraestructuras y, ahora, también, de identidad territorial.    

Estas circunstancias son esenciales si queremos entender lo que sucede en el Partido Popular, que ha hegemonizado durante décadas el corazón del ecosistema de poder madrileño. Quien lo controle dispondrá de una interlocución privilegiada con las distintas clases que administran los resortes de aquél. A lo que se suma un dato adicional: atesorará la antesala del poder mismo del Estado. No olvidemos esto. Sobre todo porque Madrid es una plataforma geopolítica privilegiada. Actúa como trampolín desde donde asaltar, casi de forma natural, el gobierno de la Nación.

En este sentido, Madrid encarna la representación totémica de un poder desnudo de adjetivos y ambigüedades. Un poder que, además, contiene la promesa de otro mayor que ensombrece la superficie política del resto del país. Aquí está el sentido que envuelve el conflicto entre Pablo Casado e Isabel Díaz Ayuso alrededor del control del partido en Madrid.

Menciono a ambos porque quien conozca el verticalizado ADN orgánico del PP, sabrá que lo que hagan los segundos niveles en una disputa interna solo prosperará con el visto bueno de arriba. Es cierto que los encargados de gestionar el problema que nos ocupa -Teodoro García Egea y Miguel Ángel Rodríguez- pueden, con sus estilos personales, agravarlo o, incluso, enquistarlo. Pero no hay que ser ingenuo para concluir que, por mucha autonomía que tengan, nunca sustituirán a sus respectivos líderes en la solución definitiva del problema.

¿La hay? Desde luego, pero perjudicará a uno de ellos. Aquí, conviene recordar lo que pensaba Maquiavelo. El florentino tenía claro que el poder se disputa por ambiciones personales. Unas, quieren conservarlo; otras, aumentarlo. Y todas al precio que sea. O Casado controla el partido en Madrid, o lo hará Ayuso. Un choque que trasciende lealtades y amistades. Ambos, no lo olvidemos, son producto de una visión de la política que ensalza el conflicto y desprecia la negociación. En esto, y muchas más cosas, aznarismo y esperancismo son lo mismo. 

La lucha entre Casado y Ayuso, por tanto, es inevitable. Los dos están convencidos de que la política es épica y guerra sin cuartel. A sus ojos, y por eso repudiaron el estilo de Rajoy y Sáenz de Santamaría, la idoneidad de los liderazgos es territorial y debe medirse en el combate y en la ambición de crecer. Por eso, desde mayo, se mascaba la tragedia. Porque tras la contundente victoria del PP en las elecciones autonómicas madrileñas, Ayuso va por delante de Casado. Algo que se aprecia con rotundidad desde el graderío de las bases del partido y del ecosistema de poder que encarna Madrid.

Volviendo a Maquiavelo, es natural que ahora la presidenta de la Comunidad desee aumentar su poder y controlar el partido que lo sustenta. Está en el guion. Como que Casado se resista. El problema es que al hacerlo denota debilidad y se pone a la defensiva. Esto crece al contrario, pero amedrenta a otros. Pienso en Núñez Feijóo, Fernández Mañueco, Moreno o López Miras. Todos, a su vez, queriendo conservar su poder territorial y alguno con ganas de aumentarlo si se diera el caso.

Esta circunstancia puede ser para Casado una oportunidad inesperada si lograse aprovechar su debilidad y obtener el apoyo de sus barones. Algo que solo sucederá si les convence de que una victoria interna de Ayuso eclipsaría o dañaría sus particulares intereses territoriales o nacionales. Un empeño difícil en el que tendría que demostrar antes que aprendió de Rajoy que se puede hacer política sin épica, pues, en ocasiones, los pulsos se ganan negociando consensos. Todo un reto para Casado. Sobre todo porque Ayuso sabe desde el pasado mes de mayo que la ambición, o se consuma victoriosa cuando se puede, o es un tren que pasa de largo y no vuelve. 

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