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Los márgenes de la crítica

Una persona sostiene un teléfono móvil mientras consulta unos documentos

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En el lejano 1985, Neil Postman, el pedagogo y teórico neoyorquino de la comunicación, escribió un libro estupendo, ágil y fresco: Amusing Ourselves to Death, que aquí se tradujo como Divertirse hasta morir. En este ensayo, Postman examinaba cómo había cambiado el discurso público en los Estados Unidos bajo la influencia del show business y los esquemas narrativos espectacularizados de la televisión. A su parecer, la tipografía había dominado la expresión pública en los ámbitos de lo religioso, lo jurídico, lo político y lo comercial durante los siglos XVIII y XIX, pero en el siglo XX ese dominio se había trasladado a las imágenes de la publicidad y a las secuencias del cine y la televisión. Expuso que este cambio también se podía caracterizar como un desplazamiento desde la “Era de la disertación” al “Mundo de la diversión”. Entre los síntomas contemporáneos de esta nueva etapa, mencionaba que el país lo dirigía Ronald Reagan, un presidente que había sido actor y que no dejaba de serlo del todo mientras ejercía su cargo, y que la ciudad representativa de la nación ya no era la politizada Boston, la cosmopolita Nueva York o la industriosa Chicago, sino Las Vegas, una urbe erigida en medio del desierto y volcada en los negocios del juego y del espectáculo. 

Algunos críticos han señalado que el trazo de Postman fue demasiado grueso, que exageró la extensión de la cultura literaria entre la población de los nacientes Estados Unidos y que el modo en que explicó ese desplazamiento desde una cultura basada en la imprenta a otra basada en la televisión no ha sido, en realidad, tan drástico. No obstante, su intuición de fondo acerca del discurso público no parece tan desencaminada en la era de YouTube, Twitter, Instagram y TikTok, la época de la multiplicación de las pantallas, el smartphone como extensión insustituible de la mano y las plataformas omnímodas, porque la sociedad, y el discurso con el cual esta se explica a sí misma, parecen alejarse todavía más de lo que Postman denominó “mente tipográfica”. Uno no puede evitar preguntarse qué habría pensado nuestro autor acerca de todas estas mutaciones de la cultura comunicativa, pero es probable que hubiera reparado, como podría hacerlo hoy algún observador casual, en que los adolescentes actuales, cuando tienen por delante una tarea ardua, pesada o compleja, expresan su desaliento mediante el simple comentario: “mucho texto”.

Y es el caso que el texto, los textos, en todo caso, mucho texto, ha sido tradicionalmente el contexto de la crítica, sus márgenes, el modo y el lugar donde cabía presentar una argumentación a favor o en contra, el espacio donde los razonamientos se la jugaban, tal como se supone que sucede todavía en los tribunales de justicia o en los seminarios de filosofía. A través de textos elaborados, exhaustivamente pensados, conscientes incluso de sus limitaciones, los autores y autoras se han dirigido a un público lector para defender sus ideas, relatar historias, cuestionar posiciones, presentar ejemplos, hacer aflorar las contradicciones de los oponentes y contribuir, en general, a un mundo donde reinen las palabras y la gente se atenga a ellas. Y esta no es precisamente una invención reciente. Los primeros pensadores de la democracia, los sofistas de la antigua Grecia, mientras analizaban la retórica de los recursos argumentativos, conocieron y explotaron la ambivalencia de las palabras. Estas son, al mismo tiempo, poderosas y débiles, porque pueden movilizar a la gente y ser inútiles ante la gente movilizada; porque pueden ser alternativamente vehículos de la verdad y de la mentira, de la opinión autorizada y la ocurrencia insensata; porque, en fin, alientan la capacidad de transmitir los hechos y retorcerlos, mostrar y ocultar, confirmar o desmentir, ensalzar y denigrar.

Por estas razones, los textos son compañeros exigentes, que requieren atención, exclusividad, inmersión, y no les viene nada mal que el silencio se imponga en torno a sus destinatarios y que las fuentes de distracción se encuentren alejadas. De ahí que en nuestros tiempos la lectura y, en particular, la lectura analítica, crítica, aquella que extrae información no para confirmar cómo es el mundo, sino para intentar pensar cómo podría cambiarse y, a fortiori, mejorarse, tope con dificultades casi insuperables. No se trata solamente de la cacofonía de fondo, sino de múltiples cacofonías, a menudo amplificadas por razones promocionales, motivaciones políticas o intereses comerciales, que pueden alcanzarnos a través de un único dispositivo, que solemos llevar ─valga la paradoja─ junto al corazón. En la sala de espera del hospital, donde la mayoría pasa el rato curioseando a través del móvil, aparece un hombre con un grueso libro bajo el brazo. Aunque parece cansado, se dispone a hacer el esfuerzo: abre el volumen y, durante un par de minutos, se le ve concentrado en él. Su móvil vibra entonces con una notificación. Lo recoge del bolsillo de la chaqueta y lo deposita sobre el libro para consultarlo. Ya no regresa al libro, sino que dedica el resto de la espera al móvil: aquel ha adoptado la función de cómodo sostén para este. Aquellos que busquen signos de los tiempos podrían ver en esta anécdota trivial algo emblemático porque el soporte tradicional de la educación y la crítica se ha convertido en soporte de aquello que puede frustrarlas por medio de la dispersión ilimitada.

Ahora bien, para no llevarse precipitadamente a engaño, habría que recordar que este no es un conflicto entre los viejos y buenos tiempos analógicos y la contemporaneidad digital despiadada, sino la expresión anómala de un momento de transición entre dos eras dominadas por tecnologías diversas: la del libro moderno, que nace con la imprenta de Gutenberg y atesora casi seis siglos de historia, y la del microprocesador portátil con acceso a Internet, que tiene apenas 50 años, pero que ya domina las rutinas sociales, la configuración cultural y el discurso público con su inmediatez característica. Como indican diversos estudios, no se lee menos en la era de Internet, sino que se lee más. Por otra parte, si bien cabe felicitarse de que la gente lea más, no parece relevante dedicar energías a lamentarse acerca de lo que la mayoría de la gente lee. A fin de cuentas, los apocalípticos del pasado, usando una vara de medir donde se concentraban sesgos de clase, de género y una dosis indisimulada de elitismo cultural, alzaron sus cejas alarmados e indignados a partes iguales ante la lectura apasionada de novelas románticas por parte de las jóvenes de familias acomodadas, ante los folletines que aparecían por entregas en los periódicos y se consumían con avidez ─como fue el caso de Los miserables, de Víctor Hugo─, ante la afición por la poesía indecente de Charles Baudelaire o ante el interés que el público mostró por Lolita, de Vladimir Nabokov. Y está claro que hoy nadie discute el lugar de Austen, Hugo, Baudelaire o Nabokov en el panteón de la literatura universal. En la amplitud y diversidad de ese cultivo de la humanidad, que es la cultura, ya está dispuesta la simiente para la aparición de algunos pocos lectores atípicos, críticos y rompedores que, aunque sea en menor número, podrán quizá inspirar a autores y autoras con esas mismas características, los cuales, a su vez, en ese intercambio inagotable y fructífero de cartas a los amigos ─que diría Peter Sloterdijk─ inspirarán a otros lectores y escritores innovadores.

Así pues, la cuestión no es que no se lea; tampoco lo es el tipo de contenidos que se leen. La cuestión decisiva tiene que ver con cómo se lee. Neil Postman relata que, a finales del siglo XVIII y principios del XIX, había pocas oportunidades para la lectura ocasional porque las tareas diarias en un entorno predominantemente rural lo impedían. “La lectura ─escribe─ debía contener un elemento sagrado, de lo contrario, por lo menos, debía tener lugar como un ritual semanal investido de un significado especial.” Y, dado que no había luz eléctrica, “gran parte de la lectura tenía lugar entre el amanecer y el comienzo de la actividad diaria. Lo que se leyera tenía que hacerse con seriedad, intensamente y con un propósito definido”. A pesar de que podamos expresar algunas dudas acerca de esta generalización, e incluso suponer que esta actitud reverencial hacia los textos estaba conectada con la frecuente lectura de la Biblia, lo cierto es que contrasta poderosamente con nuestra manera de leer. En la actualidad, cuando la gente lee con seriedad, intensamente y con un propósito definido lo hace normalmente por un motivo práctico: está leyendo la letra pequeña de una póliza de seguro, la enésima normativa en relación con las medidas de prevención contra la COVID-19, el enunciado de un examen temible o las objeciones que determinado artículo académico puede plantearle a la tesis doctoral que lleva en curso, pero, por descontado, no es esta la manera habitual en que se leen los mensajes en Twitter, Instagram y WhatsApp o el modo en que se decodifican los flashes informativos de última hora en la televisión. 

Teniendo en cuenta este contexto comunicativo, ¿cuáles pueden ser hoy los márgenes para una lectura crítica de nuestra sociedad? Estoy convencido de que esta debe seguir recurriendo al análisis, incluso al análisis pormenorizado e inquisitivo, propio de aquel tipo de lecturas serias, intensas y con un objetivo declarado que rememoraba Postman. Una lectura crítica del presente debería esforzarse en hacer aflorar las injusticias que nos atenazan; debería desenterrarlas de las catacumbas donde son urdidas para exponerlas a la luz pública, no esperando ingenuamente que así se resuelvan, como creyó la vieja Ilustración, pero, al menos, ofreciendo la posibilidad de que la mayoría de los que las padecen las conozcan y manteniendo la esperanza ─la esperanza de los desesperanzados, como dijeron algunos─ de que, conociéndolas, dediquen sus esfuerzos colectivos a abolirlas. Una lectura crítica de la sociedad debería romper el encantamiento de los discursos que encubren o justifican esas injusticias y que, en esa medida, contribuyen a perpetuarlas. Debería mostrar, incluso al precio de hacerse prolija e incómoda, los mecanismos por medio de los cuales las razones y los prejuicios, las informaciones veraces y los sesgos, la riqueza y la miseria o la humildad y la prepotencia se usan en el dominio sistemático que unos cuantos seres humanos ejercen sobre la mayoría de los seres humanos, un dominio que no cesa y que imposibilita su desarrollo en libertad. En definitiva, una lectura crítica debería mostrar cómo, al igual que sucede con el lenguaje ambivalente, el mal y el bien pueden ser usados alternativamente para hacer el mal.

En este punto, la cuestión es si la sociedad que requiere de esta crítica va a estar dispuesta a escucharla; mejor dicho, no si va a querer, sino si realmente va a poder enfrentarse a la tarea de su propia crítica, que es agotadora, a menudo frustrante y cuyos efectos, si se manifiestan, suelen hacerlo a largo plazo. Y la dificultad no se cifra solamente en el tipo generalizado de lectura dispersa, superficial y asediada por imágenes o secuencias de vídeo, sino también en los modelos precarios de crítica que resultan accesibles al público en general ─los memes, por un lado, y el tipo de declaraciones cortantes que los representantes políticos suelen emplear para cuestionar los planteamientos de los adversarios, por otro─. Pero la alternativa a las burbujas tóxicas de información, que generan catástrofes sociales y políticas, quizá no sea hacer chistes ─aunque eso a veces sea refrescante─, ni tampoco limitarse a recoger los desplantes y los zascas de los políticos que nos son afines ─aunque eso nos complazca─. Porque solo la crítica tradicional seria, intensa y con un propósito definido puede reventar esas burbujas, pero no para volver al discurso tradicional, cuyo icono son estanterías repletas de volúmenes ordenados, sino para renovarlo en combinación con las nuevas herramientas de la sociedad digital, cuyo emblema es un hipertexto global que amalgama texto, imagen y vídeo. La crítica social necesaria requiere hoy de márgenes ampliados, pero también, y de manera no menos importante, de una educación en el uso del hipertexto.

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