Camino al lado de mi colega Miroslava Breach por las calles de Chihuahua, en el norte de México; ambas estamos acostumbradas a marchar a paso rápido, seguramente por los años de trabajar como reporteras en nuestro país y la prisa por encontrar verdades y voces que precisan ser escuchadas. Entramos a la Procuraduría de Justicia, la fiscal nos espera con un claro gesto de ansiedad; sabe que esta periodista norteña de sonrisa franca y ojos hermosos ha trabajado durante años en documentar los feminicidios en el norte de México al lado de periodistas como yo. La fiscal se ve obligada a dar explicaciones puntuales, de esas que evitan sistemáticamente los funcionarios judiciales de México. Lo hace casi contra su voluntad, temerosa de decir algo que pueda costarle la vida.
Yo le pregunto sobre evidencia científica, datos concretos, reconocimiento de ADN de veintenas de niñas asesinadas y tiradas como despojos en baldíos. Corría el año 2000 y pasaron unos meses para que la fiscal me confesara que después de nuestra visita fue amenazada por el jefe de la policía de investigación, que resultó ser el operador del Cartel de las drogas que dominaba la región. Una y otra vez ella y yo hablamos sobre la importancia de investigar con perspectiva científica, reportear como si fuésemos corresponsales de guerra en nuestro propio país, documentar cada instante y obtener evidencia como sólo lo hacen las mejores policías de investigación de otros países. Nos reíamos de las correrías, a veces de alegría por los logros, a veces para espantar el miedo después de alguna amenaza.
A principios de marzo de 2017, mientras yo filmaba un documental en Guadalajara, Miroslava me envió mensajes. Quería consultar datos de una investigación, las amenazas seguían vigentes; pero ella persistía en documentar los vínculos del exgobernador, algunos militares y los cárteles de las drogas, todos ellos vinculados a la trata de personas. Las últimas palabras que le dije fueron “cuídate querida, promételo”. Dos semanas después, el jueves 23 de marzo al salir de casa, a las 7 a.m., un sicario la mató a balazos frente a su hijo.
El caos se desató en la red de periodistas, en el corazón de quienes la conocíamos bien, en sus lectores, en las sobrevivientes cuyas historias ella documentó. El llanto parecía interminable; la rabia y la indignación tomaron la plaza, el nuevo gobernador salió a declarar con indignación, las y los colegas dijimos e hicimos lo que pudimos, que es poco en esta democracia bárbara, es cada vez más poco. Denunciamos, investigamos, se protegió a su familia de inmediato.
Ese mismo día, con la rabia en los labios, Javier Valdez, reconocido periodista y fundador del diario Ríodoce, levantó la voz desde Sinaloa, esa tierra de mujeres valientes, cuna de los mejores beisbolistas, de grandes poetas y también tierra que prohijó a Joaquín Guzmán Loera alias El Chapo, el narcotraficante mexicano más conocido del mundo. El 25 de marzo, Javier publicó el tuit “a Miroslava la mataron por lengualarga. Que nos maten a todos si esa es la condena por reportear este infierno. #NoAlSilencio”.
Unos meses antes tuve el honor de presentar en la Feria del Libro de Guadalajara el libro de Javier Valdez Narcoperiodismo (Editorial Debate). Discutimos, antes y después, nuestras diferencias, yo no creo que debamos sentarnos con los criminales del narcotráfico como fuentes, él daba sus razones para hacerlo y poder contrastar información. Hablamos de cómo a lo largo de los últimos veinte años la delgada línea entre los partidos políticos y los grupos de la delincuencia organizada se ha difuminado; sobre la crisis económica, ética y moral del periodismo mundial y del mexicano con sus particularidades.
Hablamos de la dignidad, del autocuidado, nos reímos y nos abrazamos. Estaba feliz de ser abuelo a los cincuenta años, orgulloso de su familia, de su pareja, un pilar de fortaleza y solidaridad. Javier y yo hablamos de la responsabilidad que tenemos las y los periodistas de nuestra generación, en especial quienes hemos sido tan premiados a nivel internacional que, según muchos, estamos blindados por la notoriedad de nuestros nombres. Tenemos que seguir, nos dijimos, para que las próximas generaciones de periodistas no se corrompan, que sean un contrapoder sólido. Para que no teman por sus vidas.
El lunes 15 de mayo al medio día Javier llegaba a las oficinas de Ríodoce cuando un sicario arremetió contra él asestándole doce balazos, dejando un río de sangre bajo su cuerpo. Un colega me llamó por teléfono buscando mi reacción. El sollozo impidió que pudiera siquiera articular palabra. Una vez más, reaccionamos en grupo, como hemos hecho ya seis veces en lo que va del 2017, cuando asesinan a periodistas que investigan vínculos de la narcopolítica, que documentan masacres militares, que siguen a las madres que descubren veintenas de fosas clandestinas, que denuncian la explotación sexual de sus hijas y la explotación para el sicariato de sus pequeños hijos. Entre 2000 y 2017, ciento veintiocho periodistas han perdido la vida por decir la verdad en mi país.
En 25 de las 32 provincias de México los homicidios y feminicidios han aumentado un 80% durante el mandato del presidente Enrique Peña Nieto, la impunidad de los gobernadores ha incrementado un 300% en todos los delitos, incluyendo el despojo de tierras, los actos de corrupción, el blanqueo de dinero, las desapariciones forzadas, las sentencias y encarcelamientos a inocentes. Como bien apuntó el colega Diego Osorno, ha habido más desapariciones forzadas, crímenes contra periodistas y asesinatos en el México democrático que durante las dictaduras de Pinochet y la de Francisco Franco.
Cada vez que un medio de comunicación extranjero alaba a Peña Nieto, refuerza la colusión criminal entre la política y las mafias criminales y empresariales; cada vez que alguien dice que no hay guerra contra la democracia en México, se fortalece la impunidad, esa que mata la verdad que documentamos quienes vivimos en este maravilloso país y que intentamos salvarlo a través de la información, de la defensa de los derechos humanos, de la creación de cultura, de la difusión de una valentía pacífica, de la desmitificación de los narcotraficantes.
Ni un solo asesinato de periodistas en México ha sido debidamente investigado y sentenciado a los culpables. El nuevo sistema de justicia penal procesal y los juicios orales no hacen, ni harán, ninguna diferencia mientras el presidente, los gobernadores y alcaldes sigan despojando al país de sus recursos materiales, humanos, democráticos, jurídicos. Y por eso seguimos aquí, porque somos los ojos y los oídos de la sociedad, porque sin prensa libre no hay democracia, sin prensa libre sólo nos queda el silencio frente a la barbarie.
México es un país en resistencia, somos corresponsales de guerra en nuestra patria, la trinchera está en cada esquina, nos cuidamos cuanto podemos y contamos historias para que otros vivan, algún día, en un país más seguro, más libre, porque ni la muerte arrebata la vibrante belleza cultural y la fuerza humanitaria de las y los mexicanos. La barbarie se nutre de la corrupción, los vencidos alimentan la impunidad, los cínicos alientan la censura, los criminales nos quieren arrodilladas, temerosas y calladas. Pero no, yo no estoy de acuerdo con mi amigo Javier, asesinado esta semana: no somos el tiro al blanco de nadie, ni mártires ni esclavos del silencio. No merecemos la condena de la muerte por escribir la historia viva de nuestra patria herida.