Morir por los extremos o por las extremidades
El acuerdo de investidura suscrito por el PSC y ERC propone un cambio de paradigma en el modelo de financiación de Cataluña que, de llevarse a cabo, conduciría a un sistema menos redistributivo de la renta y la riqueza, y a una deuda pública estatal menos sostenible. El camino correcto, sin embargo, es otro y consiste en acometer una profunda reforma fiscal que ayude a resolver los problemas acumulados por el régimen general y foral, y que tenga como finalidad mejorar los servicios públicos en todas las comunidades autónomas. En concreto, el acuerdo propone avanzar hacia un modelo de concierto catalán -como el del País Vasco y Navarra-, donde la Agencia Tributaria Catalana recaudaría todos los impuestos, aumentaría sustancialmente su capacidad normativa y aportaría a los gastos comunes y la redistribución una cantidad que se negociaría entre la Administración Central y el gobierno catalán. Sobre la justicia y equidad de esta aportación solo sabemos generalidades y buenas palabras. Como ha anunciado ERC y ratifica el texto del acuerdo, la soberanía fiscal se transferiría de la Administración Central a la comunidad autónoma catalana, es decir, que la Administración Central se retiraría por completo de la comunidad autónoma, como ya ocurre en los territorios forales.
De materializarse el acuerdo supondría el primer paso serio en la demolición del sistema actual. Éste, federalmente imperfecto, -pues nunca se calculó objetivamente el coste de los servicios transferidos para su nivelación entre comunidades autónomas-, ha proporcionado, no obstante, un elevado nivel de autogobierno a las comunidades autónomas, expresado en el alto porcentaje de ingresos y gasto público que gestionan. Bajo este modelo federal imperfecto, es la Administración Central la que recauda el grueso de los impuestos y los redistribuye mediante criterios acordados. Que haya una caja común de impuestos -incluso con independencia de quién los recaude-, no es una cuestión baladí sino central para propiciar una redistribución equilibrada de los ingresos públicos. Incluso bajo este modelo una redistribución justa no está completamente resuelta. Garantizarla requiere, además, de recursos públicos suficientes y de la actualización periódica de los criterios de asignación para resolver posibles desequilibrios. De hecho, ambas cuestiones están pendientes desde el año 2009 por la inoperancia del PSOE y el PP que han dejado que se pudra el problema.
El que sí está claro que pone en riesgo la distribución y redistribución justa de la renta y la riqueza entre personas y regiones, que consagra el artículo 40 de la Constitución Española, es el modelo confederal que se propone ahora para Cataluña. La cesión de soberanía fiscal no amplía el Estado federal, sino que lo debilita. No es compartir más, sino todo lo contrario. Esto lo sabemos porque un sistema similar ya opera en los territorios forales. Allí la Administración Central está ausente y las relaciones financieras con ellos -por el papel que suele jugar el PNV entre los dos grandes partidos-, son opacas, garantizándoles un cálculo de su aportación al sostenimiento de lo común y la redistribución siempre a la baja. En consecuencia, los ingresos impositivos por habitante en el País Vasco están apreciablemente por encima de los de comunidades como Madrid y Cataluña con una renta per cápita similar, sin que ello se traduzca en una aportación justa a la caja común. Valga como ejemplo que, cuando en los malos momentos la Administración Central ha tenido que hacer transferencias a la Seguridad Social para sufragar las pensiones, el dinero salió de la caja común sin aportación ninguna de las administraciones forales. El riesgo de que el resultado sea el mismo en un posible concierto catalán parece muy probable. Por su parte, la Comunidad de Madrid, de la mano del PP, también ha conseguido organizar su propio paraíso fiscal, pero en este caso compitiendo con tipos más bajos a los de otras comunidades, aprovechando la ventaja de su mayor base fiscal.
El acuerdo postula asimismo limitar la redistribución con el criterio de ordinalidad, que es contrario al principio de equidad y que sostiene que la comunidad autónoma que más recauda per cápita tiene que ser la que más reciba per cápita y así mantener sucesivamente el orden, de tal manera que la que menos ingresa es la que menos recibe. Trasladado a personas físicas este criterio significaría que los ricos tienen que ser los que más servicios públicos reciban, en tanto que son los que más aportan. Por el contrario, el principio de equidad, que rige ahora, reparte los recursos para asegurar que se recibe el mismo nivel de servicios públicos independientemente de dónde se viva. Es imperfecto en su aplicación -por los problemas apuntados-, pero la base y los objetivos de los que parte son los correctos. En cambio, la ordinalidad ahondaría aún más en la divergencia entre territorios que viene creciendo desde 2008, aceleraría el vaciamiento de las zonas fuera de los núcleos económicos dinámicos y aumentaría la congestión de estos últimos, lo que pondría en riesgo su sostenibilidad medioambiental.
De prosperar el concierto catalán parece inevitable que éste se extienda a otras comunidades autónomas, pues plurinacionalidad casa mal con “financiación singular o asimétrica” por más que algunos se empeñen en el oxímoron. Pues bien, en este escenario los riesgos aumentan por la pérdida de autonomía fiscal del Estado que se genera. Esto, a su vez, afectaría a la calidad y cobertura de los servicios estatales y a la capacidad del Estado para endeudarse y sostener la deuda, cuando los retos que se van a enfrentar por el envejecimiento de la población van a requerir de músculo fiscal adicional al aportado por las cotizaciones. Ahora esto no es grave porque el País Vasco y Navarra solo suponen el 8% de la capacidad de generar renta del país, pero si se sumase Cataluña el porcentaje se elevaría al 27%. Esta pérdida de autonomía fiscal sería percibida por los mercados como un mayor riesgo de impago presionando progresivamente los costes al alza según se avanzara en el modelo confederal.
Pero más allá de cuestiones económicas también preocupa que el acuerdo avance en la fragmentación del pueblo, de la clase trabajadora y de la solidaridad entre ciudadanos. La derecha siempre intenta disolver el conflicto de clases transformándolo en un conflicto dentro de la clase. En la lógica conservadora quien te roba los derechos no son las grandes corporaciones, los poderosos o los rentistas sino los inmigrantes, las feministas, el colectivo LGTBI o los jubilados que les quitan los derechos a los jóvenes. En el intento de fragmentar a los trabajadores que viven en Cataluña del resto, el argumento ha sido que quien les roba son los trabajadores de otras comunidades autónomas. El acuerdo alcanzado persiste en esta estrategia con afirmaciones falsas sobre la infrafinanciación comparada de Cataluña o la solidaridad excesiva.
El PSOE con este acuerdo está planteando el trágala de que para no morir por los extremos (de la derecha) tenemos que morir por las extremidades y aceptar la fragmentación del pueblo y de la clase trabajadora por territorios. Pero la mayoría del pueblo y de la clase trabajadora no están por el reconocimiento de privilegios según el territorio donde se viva por ser contrario al sentido común. Además, la elección que se plantea es un falso dilema pues los problemas reales de los ciudadanos de Cataluña y el resto de España son los mismos y tienen que ver con una financiación insuficiente para disfrutar de unos servicios públicos de calidad. Por tanto, lo que necesitamos no son soluciones singulares sino generales.
Como decía al principio, el camino correcto es llevar a cabo una profunda reforma fiscal que proporcione recursos suficientes para atender las necesidades de los ciudadanos y las ciudadanas en todas las comunidades autónomas. Éste es también un camino viable pues nuestro nivel de contribución impositivo está por debajo de la media europea, hay recorrido para mejorar la progresividad y la justicia en el reparto de las cargas, y resortes suficientes para acabar con el dumping fiscal o la insuficiente aportación de algunos territorios. El que no parece un buen camino es el que se opone a hacer una reforma para acabar con la deserción fiscal de los ricos y de las grandes corporaciones y que, por el contrario, plantea resolver los problemas añadiendo una deserción más, la de los territorios con más renta per cápita. Por último, lo que no deberíamos aceptar en ningún caso es que una cosa tan trascendental, como cambiar la estructura del Estado, se haga tratándonos, no como personas adultas, sino como niños obligados a aceptar lo que otros disponen sobre nosotros, como si fueran nuestros padres o tutores.
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