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Hay mujeres

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Daniel Fuentes Castro

Hace apenas unas semanas, Soledad Gallego-Díaz fue galardonada con el premio a la Mejor Trayectoria Profesional en la 35ª edición de los Premios Ortega y Gasset. En el acto de entrega, Juan Luis Cebrián (entonces todavía presidente del Grupo PRISA) señaló con gran acierto lo que, desde hace tiempo, es evidente para muchos profesionales y lectores: “Soledad es y ha sido siempre la mejor de todos nosotros”. ¡Qué bueno sería tenerla de directora de El País o, por qué no, de responsable de los servicios informativos de RTVE!

Puede que Soledad Gallego-Díaz no haya roto nunca ese techo de cristal porque, como ella misma afirma, se siente una periodista de redacción. O puede que nunca haya tenido esa ambición. O puede que sean otras las razones, sobre las que no tiene que justificar nada a nadie, que lo expliquen. En todo caso, no deja de ser un caso evidente de que la mejor no ha llegado todo lo arriba que uno habría podido esperar.

Si la meritocracia se articulase en torno a un sistema de competencia perfecta, en el que hombres y mujeres se desenvolviesen en igualdad de condiciones, el talento terminaría por imponerse y, puesto que no existen diferencias entre la capacidad intelectual de ambos sexos, sería razonable ver en puestos de responsabilidad a una proporción de mujeres similar a la de hombres. Esto no ocurre por distintas razones.

En primer lugar, la educación sexista puede sesgar la libre elección de incorporarse (activas) o no (inactivas) al mercado laboral. La educación no es sólo la escuela, también es la casa y la calle, que somos todos.

En segundo lugar, el rol social atribuido a las mujeres (hogar, cuidado de niños y mayores) y, especialmente, la maternidad, condiciona su status en el mercado laboral. No ocurre lo mismo con la paternidad, en parte por cuestiones biológicas evidentes, pero no sólo.

En tercer lugar, la probabilidad de encontrar empleo es, en promedio, inferior a la masculina. Además, es mayor la probabilidad de sufrir precariedad y de sufrirla más, así como de cobrar menos que sus homólogos masculinos, ceteris paribus (brecha salarial). La maternidad, o la mera incertidumbre sobre un posible embarazo, genera incentivos para una mayor precariedad y una menor remuneración. Aquí cabe hablar de “fallo de mercado” en la medida en que, sin intervención reguladora, la dinámica empresarial es incapaz de asignar eficientemente el capital humano y, mucho menos, de integrar las externalidades colectivas asociadas a la natalidad.

En cuarto lugar, el reconocimiento profesional o el éxito jerárquico en una carrera profesional depende en gran medida de la distribución asimétrica de las relaciones de poder entre sexos (además del deseo, del esfuerzo y de los méritos necesarios), que generalmente es favorable a los hombres. Defender la presencia de mujeres en espacios de poder que también son suyos es una conquista social, se mire como se mire. Ni los mediocres ni las mediocres deberían “llegar arriba”; pero si algunos de ellos llegan, ¿por qué no algunas de ellas?

En quinto lugar, después de haber superado los cuatro nudos anteriores, las mujeres que disfrutan del reconocimiento profesional o del éxito jerárquico suelen hacerlo mayormente cuando la competencia es abierta (“mi ascenso profesional no depende de tu no-ascenso”), pero cuando la competencia es cerrada (“sólo uno de los dos puede dirigir este periódico”) el poder asimétrico entre sexos es determinante. También lo es, obviamente, la extracción social: a menudo, un macho alfa hace un sitio a una abeja reina, sin cambio alguno en la situación de las obreras.

A todo lo anterior se añade que, durante todas las etapas de su vida laboral, las mujeres sufren una mayor probabilidad que los hombres de ser ninguneadas, de ser objeto de bromas de mal gusto e incluso de ser acosadas en el ámbito profesional.

Huelga decir, por lo tanto, que el mercado laboral dejado a sí mismo está lejos de ser un caso de competencia perfecta en lo que al sexo de las personas se refiere. Las barreras de entrada ejercidas por los hombres, consciente o inconscientemente, conducen a una solución ineficiente (el número de mujeres en la parte superior de las estructuras jerárquicas es generalmente subóptimo). Las reivindicaciones feministas no son sólo una cuestión de justicia social en el reparto de poder, sino de eficiencia asignativa: es empobrecedor que las mujeres no sean protagonistas a la hora de decidir qué hacemos con el mundo.

Costes de transición hacia la paridad

Iniciativas como #No_Sin_Mujeres, lanzada hace unos días por un grupo de 56 académicos y profesionales de las Ciencias Sociales (en su primera semana ha sumado más de 600 firmas validadas), pretenden contribuir a levantar esas barreras.

Será necesario, sin embargo, mucho más que modestos compromisos de ese tipo. Entre otras cosas, habrá que afrontar distintos costes de transición hacia la paridad, algunos de los cuales serán tanto más visibles cuanto más se avance en el proceso. El más relevante de estos costes es obvio: si la meritocracia funciona, la competencia hará que muchos hombres estén llamados a ceder posiciones de poder. Pero hay otros costes que no conviene subestimar. Por ejemplo, si las redes académicas o la atención mediática se focalizan en un pequeño número de mujeres expertas, estas podrán no estar dispuestas o simplemente ser insuficientes para satisfacer la demanda a la que se enfrentan. Además de un coste personal, esto supone un reto a los organizadores de eventos (visibilizar a las mujeres expertas sigue siendo una tarea pendiente). Asimismo, algunas mujeres seguirán confrontadas a la desagradable sensación de ser invitadas a determinados foros por una simple cuestión formal, en lugar de por méritos propios. Conviene recordar que no es que haya que poner mujeres, es que hay mujeres que poner.

Una vez hayan accedido a posiciones dominantes, es posible que muchas mujeres prioricen estrategias de poder (como los hombres han hecho históricamente) sobre las de género, no nos llevemos a engaño. En otros casos, el cambio en la probabilidad de reconocimiento profesional o de éxito jerárquico puede ser mucho más decepcionante de lo imaginado: el incremento de la probabilidad de encontrar mujeres en puestos de poder no significa que la probabilidad de que una mujer, tomada individualmente, llegue a posiciones de poder vaya a ser especialmente elevada (si 10.000 periodistas sueñan con dirigir uno de los diez periódicos más influyentes del país, su probabilidad teórica de éxito será de 0,05% en un mundo paritario, frente al 0% que corresponde a un mundo completamente masculinizado).

Esto último, que no deja de ser una perogrullada, tiene su importancia. Extrapolado a la precariedad laboral o a los bajos salarios, significa que (con el funcionamiento actual del mercado laboral español) solucionar los sesgos de género es condición necesaria, pero está muy lejos de ser condición suficiente para incrementar significativamente el bienestar de las mujeres trabajadoras. Y aquí es donde todos, hombres y mujeres, deberíamos remar juntos por un mercado laboral competitivo, meritocrático y sin barreras de género.

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