¿Una necesidad agónica de populismo?
Digámoslo abiertamente. Nos guste o no, nuestras democracias se basan en la posibilidad de incumplir promesas, de desconexión entre representante y representado. Es decir, la democracia representativa no solo permite, sino que facilita y legitima al político “mentireiro”, como se diría en mi Galicia natal.
Las mentirijillas, como parece lógico, o, de manera más propia, los incumplimientos de promesas –a nadie se le escapa– pueden generar elevadas dosis de insatisfacción y alejamiento. ¿A ti te gusta que te digan una cosa y que hagan otra? ¿Dónde dije digo, digo Diego? A mí, desde luego, no.
Máxime si quien se desdice de un camino es el mismo que tiene en sus manos gran parte de las decisiones de gobierno que van a repercutir de manera directa en nuestras vidas cotidianas.
El problema es que la misma democracia representativa –versión liberal del ideal democrático– no es, en realidad, en modo alguno, un sistema plenamente democrático. Más bien convendría hablar, en sentido aristotélico, de un régimen de gobierno mixto.
De ahí que gran parte del descontento de muchos ciudadanos hunda sus raíces en el propio modo de ser de la democracia representativa. Nos gobiernan unas élites elegidas por nosotros. Pero no nosotros mismos. Tengámoslo en cuenta.
Hay filósofos políticos que sostienen que nos autogobernamos a través de representantes, pero a mí la idea me parece demasiado lejana y artificial. Se me antoja más realista un, por ejemplo, Walter Lippmann cuando sostiene con firmeza que el ideal de la soberanía popular contiene elevadas dosis de ficción.
Este periodista conservador norteamericano ya afirmaba a principios del siglo XX algo que muchas veces olvidamos: el ideal del autogobierno del ciudadano corriente, por falso, genera elevadas dosis de insatisfacción con la democracia representativa. La crisis de las democracias en el período de entreguerras quizá se relacione con esta circunstancia. La democracia logró sobrevivir de puro milagro, millones de muertos después.
En resumidas cuentas: nos gobiernan nuestros representantes y nosotros sólo los elegimos, reelegimos o deponemos. Pero no controlamos de manera directa su actividad diaria.
La parte aristocrática de nuestra democracia (de al menos un 50% o, me temo, un porcentaje mucho mayor) lo forman el gobierno de los elegidos en unos comicios. Las elecciones constituyen no tanto ya la “fiesta de la democracia” sino, bien al contrario, el principio fundador de la clase política. La “casta” de gobernantes, en lenguaje 'podemita'.
Pero estos políticos profesionales deben contar con nuestro beneplácito. Faltaría más. Si ello no sucediese, si los gobiernos no se basasen en los votos de los ciudadanos, como destacaba el politólogo norteamericano Robert Dahl, no podríamos hablar de democracia (o poliarquía como él la denominaba). Ni tan siquiera del mínimo de los mínimos: este sistema de gobierno mixto que estamos discutiendo.
La democracia representativa es, por lo tanto, un sistema de elites regido por el principio de distinción, pero también por el de consentimiento, que es lo que, precisamente, se expresa en unas elecciones. Nos gobiernan otros con nuestro beneplácito y votos.
El problema es que, desde siempre, este sistema de gobierno mixto choca abiertamente con los anhelos de buena parte de la ciudadanía. Esta circunstancia, tal vez, se haya acentuado desde esos gritos de “que no, que no nos representan” que hace no mucho resonaban en las calles y plazas del país.
Y de ahí, también, la eclosión de la política populista (dígase en términos neutros) que pretende recuperar –con mayor o menor fortuna– una comunicación más directa entre representante y representado mediante la revalorización del valor político del concepto de “pueblo”.
Conviene tener en cuenta que la España de nuestros días no es la España de finales de la década de 1970. A España no la conoce “ni la madre que la parió” como dijo en su día Alfonso Guerra. Es cierto, el 15-M, primero, y la ruptura del sistema de partidos de 2015, después, lo evidencian de manera muy clara.
Para amplios sectores sociales la vieja política “PPSOE” simboliza, justamente, lo que estamos contando aquí: la ortodoxia del principio de representación y elitismo político. Muchos han dicho y siguen diciendo “basta ya”.
Parece, en fin, estar produciéndose una peligrosa desconexión entre la vieja mentalidad “patricia” de la clase política tradicional y las nuevas formas de comunicación on line que la gente joven ha mamado incluso antes que la tetilla del biberón.
Se demanda, en fin, un nuevo tipo de política basada en una comunicación más de ida y vuelta. La interactividad de las redes –como explican los trabajos de Manuel Castells– busca su traslación a las redes de poder. Pero se resisten. Ahí está el problema.
¿Significa esto que la democracia representativa está en crisis? ¿Podemos entender el legado del 15-M y movimientos similares como una respuesta a estas insatisfacciones? ¿La política populista más progresista –en sentido neutro, insisto– está en condiciones de aportar soluciones? ¿Necesitamos ciertas dosis de populismo o es peor la medicina que la enfermedad? Lamento terminar el artículo así, pero es que estamos en el debate.