Aunque se quiera ocultar, miles de estudios señalan problemas de salud ligados a las telecomunicaciones inalámbricas

Carlos Álvarez Berlana

Miembro de Ecologistas en Acción y socio colaborador de Electro y Químico Sensibles por el Derecho a la Salud —

Es claro que hay una fuerte polémica entre defensores y detractores de la inocuidad de la contaminación electromagnética generada por las telecomunicaciones móviles, un asunto que no se puede desligar de unos fuertes intereses empresariales, como luego comentaremos. El último capítulo de este debate lo ejemplifica el artículo de Esther Samper publicado en el diario.es cuestionando los argumentos de Ecologistas en Acción y la necesidad de aplicar el principio de precaución.

A la autora no le sirven los experimentos de laboratorio porque no son en humanos y tampoco le sirven los estudios epidemiológicos porque pueden estar sujetos a distintas variables. Desde su punto de vista no hay evidencia científica que no sea objetable bien por el tamaño de la muestra, por la extrapolación, la relación dosis respuesta o cualquier otro subterfugio para restar valor a los estudios que demuestran los efectos que se pretende negar.

Pero lo cierto es que los experimentos en laboratorio y con cultivos celulares, con animales y epidemiológicos en humanos ya han comprobado sobradamente que los campos electromagnéticos generados por las telecomunicaciones tienen efectos negativos en el funcionamiento biológico de los seres vivos.

Manejos de la industria

En el Proyecto Reflex tenemos un claro ejemplo de los manejos de la industria para socavar la información científica cuando es contraria a sus intereses. Las revistas que publicaron los estudios que encontraron efectos genotóxicos dentro de Reflex recibieron presiones para retirar los artículos y los investigadores que las realizaron sufrieron una campaña de desprestigio que acabó en los tribunales, donde las investigaciones se demostraron legítimas y las acusaciones falsas.

En lo relativo a los daños en el ADN hay investigaciones anteriores, como las de Henry Lai, que también sufrió la persecución de la industria, y multitud de estudios posteriores que lo han constatado. Por supuesto hay también múltiples investigaciones financiadas por las compañías de telefonía que no han encontrado dichos efectos en el ADN. Y es que las investigaciones patrocinadas por la industria de telecomunicaciones nunca detectan efectos o no son estadísticamente significativos, mientras que los trabajos independientes mayoritariamente sí que los encuentran.

En cuanto al cáncer hay que decir que además de los estudios epidemiológicos de Lennart Hardell, que llevaron a la IARC a clasificar la radiofrecuencia de telefonía como posible carcinógeno, dentro del Estudio Interphone hubo varias investigaciones que encontraron esta asociación entre móvil y cáncer. El citado proyecto Interphone –con financiación de la industria– es otro ejemplo de controversia entre los científicos afines a las compañías de telefonía y los independientes. Mientras que en sus conclusiones generales Interphone afirma que no se pudo demostrar la asociación entre móvil y cáncer, varios científicos del proyecto, incluida su presidenta hasta casi la finalización del mismo, Elisabeth Cardis, consideran lo contrario, como se demuestra en los datos recogidos en su Apéndice 2. Con posterioridad los trabajos de Hardell fueron confirmados por el estudio CERENAT, en el que se encontró hasta tres veces más riesgo de ciertos tipos de tumores para los usuarios habituales de móvil.

Por supuesto, de nuevo, hay varios estudios vinculados a la industria que no encuentran la relación entre móvil y cáncer, realizados fundamentalmente con una variable independiente que no discrimina el uso real de los sujetos, como es el caso del estudio de cohorte danés muy citado entre quienes niegan la relación entre móvil y cáncer. No obstante, hay que señalar la dificultad para realizar los estudios epidemiológicos, especialmente hoy día que toda la población está sometida a diversas fuentes de radiación electromagnética; de modo que si no se evalúa bien la exposición real de los sujetos no es posible llegar a resultados significativos. Por eso los estudios epidemiológicos, sobre todo aquellos a muy largo plazo, son los preferidos por la industria: son más fáciles de manipular para que arrojen los resultados deseados; y si no es así siempre se les puede acusar de estar mal diseñados, haberse hecho trampas, “interpretar” los resultados, o simplemente guardarlos en el cajón. Pero el nivel de evidencia en cuanto al cáncer en relación a los campos electromagnéticos artificiales de las telecomunicaciones es tal, con estudios epidemiológicos, en el laboratorio y con animales, así como la existencia de teorías explicativas que varios científicos –especialmente tras los resultados con ratas del NTP y del estudio Ramazzini– están demandando una revisión de la clasificación de la IARC para las radiofrecuencias.

Miles de estudios justifican sobradamente el principio de precaución

La autora acusa a Ecologistas en Acción de hacer cherry picking, cuando en realidad es ella quien realiza tal práctica. Cuando hay varios miles de estudios que han encontrado efectos adversos provocados por los campos electromagnéticos por debajo de los límites propuestos por organismos internacionales como la ICNIRP y el IEEE –seguidos por la mayoría de países–, hablar de estudios que no encuentran tales efectos es el mayor ejercicio de cherry picking que se puede realizar: una vez demostrado que esos efectos existen, las investigaciones que no los encuentran se vuelven irrelevantes. De aquí el gran interés de los “negacionistas” en buscar cualquier atisbo de pega –de diseño, estadísticas o epistemológicas– a las investigaciones que demuestran esos efectos perniciosos.

También se apela a una falacia muy típica: la autora pretende apoyarse en la física para negar los peligros de la contaminación electromagnética. Como debería saber, hay cosas que la física puede explicar y otras que no. La física puede decirnos cómo la energía electromagnética actúa a un nivel de la materia y de las partículas, pero no puede predecir cuál va a ser la respuesta biológica de los organismos vivos. Por ser no ionizante, la radiación electromagnética no significa que sea inocua. De hecho algunos investigadores están apuntado que la división ionizante no ionizante no sirve para hablar de efectos biológicos, y que algunos efectos en el corto plazo y a baja intensidad para la energía ionizante los podemos encontrar en el largo plazo y para las exposiciones continuadas a la radiación no ionizante.

Ante esta situación, una vez más, es de sentido común pedir la aplicación del principio de precaución, lo que significa que cuando hay un posible riesgo para el medio ambiente o la salud en una situación de incertidumbre científica (aunque ante la abundancia de estudios, más bien la evidencia es hacia la peligrosidad) se tomen las medidas apropiadas para prevenir posibles daños. Pero aquí, como ya pasó con el tabaco, con el cambio climático y con tantos otros problemas, estamos en una controversia alimentada desde los intereses de enormes empresas con mucho poder.

Lo mínimo que se debe reclamar, por tanto, es algo tan evidente como la defensa de la salud y el medio ambiente, con la adopción de normativas más restrictivas para las emisiones electromagnéticas y de campañas de información a los usuarios sobre las prácticas de menos riesgo en el uso de unas tecnologías de la telecomunicación que se están implantando de manera acelerada.