Tras taparse la nariz, póngase usted en la piel de un corrupto, o de un corruptor, que tanto da. Y sienta qué vida tan dificultosa tiene, caramba. Si la cosa se limita a un sobre por aquí y otro por allá, con unos pocos billetes para alegrar el fin de semana, pues basta con tender la mano, sucia eso sí. Sin embargo la avaricia, cuando se excita, no conoce límites. Así, del “complemento salarial” se aspira pronto al millón, la mansión y a ese cuadro único que solo usted puede colgar en su pared.
Ay, entonces la cosa se lía. Usted está muy atareado, debe dirigir la economía de un país o presidir una de sus comunidades autónomas, un trabajo a tiempo completo, de interés general. Y aunque parezca fácil por lo cotidiano que se ha vuelto, no es sencillo blanquear cantidades mayores de dinero, ni vender una filial por un monto significativamente diferente de su valor real, ni realizar otras prácticas que alteran el valor de las cosas, eluden tributos y minan el bien público. Robar mucho es bien complicado. Y usted necesita ayuda, muletas, en fin alguien que le entienda antes del ron añejo y que luego se lo tome a la salud de los perdedores.
Aquí aparecen los paraísos fiscales. Al igual que las islas caribeñas de antaño, reductos protectores para piratas y corsarios, los paraísos permiten tributar poco o nada por actividad económica realizada en otros lugares. Esto a través de filiales de mucha facturación y escaso personal y de empresas pantalla que solo son papeles para ocultar dinero. Al tiempo estos territorios offshore suelen ser jurisdicciones opacas donde impera el secreto protector de cualquier blanqueo, más o menos criminal. Y es que el mejor incentivo del mal es la impunidad: da mucha seguridad al ladrón.
¡Genial! La cosa mejora, duerma tranquilo. Ya es factible su actividad de corrupto a gran escala, suficiente para un ático y una finca. Y si tiene dudas, si le parece que estas Islas Caribeñas, algunas tan frías como europeas, están muy lejos, le presentarán abogados y agentes bancarios que se lo explicarán todo tan a su gusto, se lo pondrán fácil y además le convencerán de que todo lo que usted hace es legal, bueno casi legal, está bien “alegal”. Y es que “la legislación internacional es tan enrevesada y confusa”. No se preocupe, nosotros lo arreglamos, usted solo asegure el flujo de dinero.
Se estima que los paraísos fiscales drenan de las flacas haciendas de los países pobres 170.000 millones de dólares al año. La Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia cifra en 90.000 millones de euros el coste global de la corrupción en España. Según Transparencia Internacional, el 75 % de los casos de corrupción en la arena internacional se perpetra a través de empresas en paraísos fiscales. No hay que repasar hemerotecas, en los casos aflorados en el lodazal de estos días aparecen los paraísos fiscales como lo que son, habilitadores de la corrupción.
Los paraísos fiscales son la zanahoria para los corruptos, el incentivo, la luz verde que azuza, que anima, que ante la duda manda la señal necesaria: No tema usted, es posible, nosotros lo arreglamos.
Desde luego acabar con los paraísos fiscales es un desafío global. Sin embargo el Gobierno puede hacer mucho para endurecer la legislación y la persecución. Empezando por revisar la lista oficial de paraísos fiscales de donde se han caído, ¿milagrosamente?, territorios famosos por su opacidad y laxitud fiscal.
Ninguna palabra, pacto, o ley contra la corrupción será creíble mientras no lleve aparejado un compromiso firme y decidido para impedir la actividad desde España en esas islas de piratas, unido a una posición contundente en foros internacionales para cerrar su actividad financiera.
Así, se lo pondremos a usted más difícil, amigo corrupto, amigo corruptor.