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La prostitución no es una elección “natural”

Imagen de archivo.

Luisa Posada Kubissa

Doctora en Filosofía y profesora en la Universidad —

La prostitución se enmarca y se juzga tradicionalmente en relación con la moral sexual. El argumento más relevante contra esta institución consiste en señalar que generalmente no es algo libremente elegido, sino que su ejercicio se debe a la precariedad y la necesidad, así como a la falta de recursos económicos y sociales. Y esto es un argumento contra toda explotación sexual, dejando ahora de lado las cifras contundentes de la trata con tales fines. Sin embargo, la equiparación de la prostitución a cualquier otro trabajo, como por ejemplo se hizo en Alemania en 2001, alimenta la idea de la prostitución como elección libre que debe ser reconocida por un Estado de derecho. Esta situación amplía las fronteras del negocio económico y traslada el mensaje a niños y adolescentes varones de que están legitimados para comprar mujeres si necesitan cubrir sus necesidades sexuales.

Pero más allá de los puros intereses comerciales del mercado neoliberal, hay criterios morales, éticos y políticos que se han de poner en juego al hablar de la prostitución. Porque no estamos hablando de que los varones se limiten a satisfacer sus necesidades, sino de que lo hacen a costa del bienestar de las mujeres y de la compra de su sexualidad. Este hecho mismo convierte la relación prostitucional en un ejercicio de poder y de dominación, por la que una persona tiene que ponerse al servicio de otra pasando por encima de sus propios deseos o necesidades. Con ello la persona prostituida pierde el sentido de su propia sexualidad y de la decisión autónoma sobre la misma.

Frente a las pretensiones de la ética liberal de que con la prostitución “elegida” estamos ante un caso de libre consenso de las partes, cabe oponer que estamos ante la vulneración del principio de no-instrumentalización, esto es, de no convertir a la persona en medio para un fin, en el sentido kantiano. Con la prostitución se institucionaliza la vulneración de tal derecho. Con lo que nos encontramos en el terreno de la protección o desprotección de los derechos humanos. Y la legalización de la prostitución nos hace retroceder a estadios anteriores a la defensa de tales derechos.

Las vinculaciones entre prostitución y capitalismo neoliberal tiene raíces ya en la segunda mitad del siglo XIX europeo, cuando la industrialización obligó en particular a las mujeres de la clase trabajadora al trabajo con horarios extenuantes, sobre todo fabril, con sueldos miserables y con la sobrecarga del trabajo doméstico añadida. Muchas mujeres encontraron en esas circunstancias en la prostitución la única alternativa para conseguir un sueldo digno. De modo que cabe decir que la expansión del capitalismo fue de la mano del aumento de la actividad prostitucional, con lo que su carácter “natural” queda totalmente en entredicho y se pone en evidencia que se trata de un fenómeno sometido a condiciones históricas.

El carácter radicalmente histórico y no natural de la prostitución se evidencia cuando nos planteamos cómo se ha desarrollado a lo largo de los tiempos. La supuesta naturalidad y universalidad de la prostitución queda ya de entrada cuestionada si pensamos en que esta no se daba por ejemplo en pueblos indígenas, como los de la Polinesia. También sabemos que en el antiguo Egipcio no se dio esta institución. Y mujeres como Mesalina han pasado a la historia de Roma como prostituidas probablemente por no someterse al código patriarcal diseñado para la mujer. Pero más allá de un recuento de datos que contradicen esa supuesta universalidad de la prostitución, lo cierto es que esta alcanzó su mayor extensión al final de la Segunda Gran Guerra.

En los años 90 algunos países, como Holanda o Alemania, desarrollaron entramados legislativos que de hecho legalizaban la prostitución. Pero ello no ha redundado ni en la disminución de esta práctica de explotación sexual, ni en la mejora de las condiciones de vida de las mujeres prostituidas: en todo caso, ha contribuido a acrecentar los beneficios de la industria del sexo. Frente a estas experiencias, países como Suecia y Noruega se han orientado a políticas de erradicación de la prostitución, principalmente sancionando a los supuestos “clientes”. Las experiencias en estos países hacen pensar que la abolición de la prostitución no es un horizonte imposible y vienen a refrendar el carácter histórico, construido y patriarcal de esta institución, que nada tiene pues de “natural”.

En la lucha por la erradicación de la prostitución como institución, Andrea Dworkin ha puesto de manifiesto que la prostitución como institución es el enemigo de las mujeres, puesto que representaba la cara más brutal del sistema patriarcal. Y, en consecuencia, hace un llamamiento a que el movimiento feminista debe comprometerse en su abolición. Frente a esta reclamación está, como es sabido, la posición de quienes defienden la legalización de la prostitución y su asimilación a un trabajo como cualquier otro.

Ambos extremos tienen en común que juegan dentro de los parámetros de un binarismo sexual, que da por supuesta la heteronormatividad sexual. Esta heteronormatividad prescribe cómo debe ser el deseo sexual, en tanto heterosexual, y excluye cualquier forma de sexualidad que no se inscriba en este marco. La prostitución también es abordada desde la perspectiva única, estereotipada y naturalizada de la sexualidad complementaria entre los sexos. Tal perspectiva asume que los varones son sexualmente promiscuos y fogosos, en tanto que las mujeres son pasivas y receptivas.

Esta construcción de la heterosexualidad redunda en relación con la prostitución en que el hombre que actúa como cliente es sexualmente activo y necesitado de manera irrefrenable de satisfacción sexual, en tanto que la mujer prostituida vendría a ser algo así como el receptáculo pasivo, por decirlo en términos aristotélicos referidos a la sexualidad femenina. Por tanto, aunque se estigmatice socialmente a la prostituida, se considera la prostitución una necesidad a la que los hombres tienen derecho por razón de su propia naturaleza sexual.

El negocio de la prostitución se basa en la reproducción de la normatividad heterosexual, antes que suponer una desestabilización de la misma. La prostituida tiene que cubrir las demandas del prostituidor y, a menudo, no sólo en cuanto a sus deseos sexuales, sino también en cuanto a las necesidades de este de hablar sobre sus problemas laborales o familiares. De manera que la prostituida debe entregar no sólo su sexualidad, sino también su emocionalidad. Por tanto, la prostituida tiene que poner en escena aquello que el prostituidor quiere comprar, y que implica varios ámbitos de su persona, además del sexual.

La experiencia abolicionista del gobierno sueco desde 1999 ha abierto una vía que han querido seguir países como Corea del Norte, Noruega, Finlandia, Islandia, Sudáfrica y recientemente Francia. Este modelo propone no sancionar a las prostituidas, a las que antes bien se les oferta formación y salidas laborales y terapéuticas, sino al cliente, desde una nueva comprensión de la masculinidad que no parte de las supuestas necesidades sexuales de los varones como legitimación de sus prácticas de explotación sexual. Este modelo entiende que la prostitución es violencia contra las mujeres y que va en contra de todas las legislaciones y las políticas de igualdad. La evaluación de esta política sueca realizada en el 2008 vino a refrendar, entre otras cosas, que con la misma habían disminuido las cifras de la trata de mujeres con fines de explotación sexual.

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