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Se quiere otra vida

Foto: Wikimedia Commons

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En 1983, el músico Franco Battiato compuso la canción Ci vuole un’altra vita. Su arranque orquestral, bello y evocador, contrasta poderosamente con la letra, que nos habla del tráfico inacabable de la ciudad, de los coches aparcados en triple fila y del nerviosismo que genera la vida urbana. Sumidos en este escenario deprimente, comprobamos que no sirven los tranquilizantes ni las terapias, tampoco los excitantes o las ideologías. Y dado que no sirven, concluía Battiato, se quiere sencillamente otra vida. Otra vida, nada más y nada menos. En esta época dominada de principio a fin por el ritmo unívoco del reguetón y el trap, recuerdo con frecuencia los temas hermosos y enigmáticos, a veces enérgicos, a veces melancólicos, pero siempre un punto filosóficos, del cantante siciliano. He rememorado Ci vuole un’altra vita a causa de una noticia aparecida hace unos días en los medios de comunicación y que no ha tenido, quizá, la repercursión adecuada. Primero la BBC y, luego, algunos otros medios, informaron del incremento de las ventas de teléfonos móviles sin acceso a internet. La adquisición a escala mundial de estos dispositivos, conocidos como dumbphones, por oposición a los smartphones, ha pasado de 400 millones de unidades en 2019 a 1000 millones en 2021.

Comprender el porqué de estas cifras tal vez nos conduzca a asumir el espíritu que animaba los versos de Battiato. No habría que descartar que la opción por adquirir teléfonos sin acceso a internet tenga que ver con el aliciente de un precio asequible o con el aguijón de la nostalgia. Sin embargo, más allá de estos motivos, podría sugerirse que el factor fundamental es la consciencia creciente de que la hiperconexión -la conexión total, permanente, continua y en actualización constante- ya no es considerada tan ventajosa y deseable como se nos había hecho creer. En otras palabras, cada vez hay más personas que quieren otra vida. ¿Qué clase de vida? Podríamos responder: una -alejada relativa o completamente- de los móviles conectados a internet, de la exposición continua y la disponibilidad constante, de la atención volcada a la exterioridad y de la compulsión a dar respuestas inmediatas… En definitiva, una vida que, sin renegar de las virtudes de la comunicación auténtica y, diríase, precisamente por querer estar a la altura de éstas, pretende situarse al margen de esa exigencia implícita y perversa de la sociedad de la transparencia según la cual estar presente ya no es, como habría escrito Martin Heidegger, estar con, sino única y exclusivamente estar para.

Los datos presentados en el informe Ditrendia Mobile 2020 ya eran suficientemente reveladores del nivel de saturación alcanzado en 2019, antes de la pandemia, y llevan a pensar que los datos acerca de la adicción al móvil han debido de empeorar desde entonces hasta ahora. Según ese informe, el 90 % de los adultos del mundo tenía un móvil con acceso a internet; la media de uso del móvil era de 3 horas y 22 minutos al día, lo cual equivale a prestarle una atención total durante 48 días al año; el 91 % del tiempo estaba consagrado al uso de las aplicaciones; cada uno de los usuarios tenía una media de 8,6 cuentas en redes sociales, entre las cuales Facebook todavía mantenía la hegemonía mientras que Tik Tok ya aparecía como la plataforma de mayor crecimiento; y, por lo demás, se confirmaba que la mitad del tráfico de internet se realizaba ya desde teléfonos móviles para añadir, finalmente, que éste iba indudablemente al alza.

Otra vida lejos de esta vorágine parece, pues, no solo razonable, sino también deseable. Y lo cierto es que atisbos de esta existencia distinta y menos ingrata pueden emerger con un mero viaje, con el agotamiento imprevisto de la batería o con cualquier avería que afecte al teléfono. En la simple alteración de las circunstancias cotidianas aparece un horizonte no cotidiano. Esto ya es un indicio de que el mundo absolutamente previsible y controlado, ese mundo presupuesto por la agenda portátil y el imperio de las notificaciones, tiene más de ilusión que de realidad. En momentos así, apunta una libertad que creíamos olvidada o, si no es el caso, porque esto quizá nos suene excesivo, lo cierto es que se abre, al menos, la vereda inopinada a través de la cual es posible rehuir momentáneamente la presión. Momentáneamente, por supuesto, porque, en cualquier caso, el calco demoledor del universo de  Matrix donde hacemos lo posible por sobrevivir -un mundo clausurado mucho más insidioso que la famosa jaula de hierro de la que hablara Max Weber- sigue siendo absoluto e inesquivable.

Ahora bien, se trata de una jaula miniaturizada, que llevamos en la mano, y en la cual intentan meternos a pequeños empujones, pero en la que, en defintiva, acabamos entrando por iniciativa propia. Como si se tratara de potencias míticas, a la vez benévolas y maléficas, los smartphones, por un lado, nos ponen el mundo al alcance de los dedos, permitiéndonos la comunicación instantánea, hacer fotografías y vídeos de calidad, realizar ciertas tareas, comprar bienes o servicios, entretenernos y orientarnos por el entorno; por otro lado, y al mismo tiempo, constituyen breves altares luminosos a través de las cuales debemos acreditar que somos nosotros, y no otras personas, quienes estamos intentando acceder a algún servicio, o fisuras portátiles a través de las cuales se cuelan hasta nuestra limitada capacidad de comprensión un aluvión desagradable y potencialmente infeccioso de mensajes inesperados, llamadas inoportunas, avisos, publicidad y virus.

Los antiguos creyentes cristianos establecieron la convención de que el 10% del tiempo de las 24 horas del día -el diezmo del tiempo- debía dedicarse a orar a Dios -el Señor del tiempo-. Esto significa una práctica de oración de 2 horas y 24 minutos al día. La plegaria cotidiana ante el móvil no solo es cuantitativamente más larga, sino también cualitativamente distinta. La atención se centra más en las imágenes que en las palabras -y si es en ellas, frecuentemente bajo la forma de titulares-, está más pendiente de los impactos emocionales -que giran en una rueda continua de historias o vídeos- que de los argumentos reflexivos y, finalmente, se puede dispersar fácilmente en la misma medida que está sometida a toda clase de intrusiones inesperadas. Pero hay algo todavía peor. El abuso del móvil invierte la relación ordinaria que se establece entre el usuario y el instrumento. Debido al abuso del instrumento, éste se convierte en finalidad, mientras que el usuario, que debería ser finalidad en tanto que emisor o receptor, emerge como un simple medio para la conectividad global. El fenómeno ya se ha descrito en relación con las redes sociales más importantes del mundo digital, que se elevan como estructuras globales de producción de comunicación y acumulación de beneficios derivados de la publicidad. A la base de estos gigantes empresariales del mundo contemporáneo cuyas marcas poseen alcance planetario hay un ejército de usuarios que, libre y voluntariamente, como esos arquetípicos adultos que consienten, propios del liberalismo doctrinario, no son solamente sus productores más baratos, sino también sus productos más preciados.

A todas estas certezas que, pese a serlo, conviene recordar de vez en cuando para poder vislumbrar qué nos estamos perdiendo cuando, conectados permanentemente con todo y con todos, creemos que no nos estamos perdiendo nada, habría que añadir otra certeza más del mismo tenor: la misma tecnología que nos permite abrir una ventana al mundo infinito posibilita también que, por medio de ella, se puedan espiar nuestros pensamientos, nuestros movimientos y nuestros corazones. En suma, que no estamos en una idílica sociedad de la transparencia, sino, más bien, en la siniestra era del capitalismo de la vigilancia, que diría Shoshana Zuboff. Y mientras tanto, la realidad no deja de gastar malas pasadas a nuestro pulcro lenguaje epocal, fascinado por la tecnología, porque no deja de ser hasta cierto punto gracioso que sean los teléfonos inteligentes, y no los dumbphones, los que permitan el espionaje. Los directivos de WhatsApp pueden jurar que nuestras conversaciones serán privadas en su plataforma debido a que nuestros mensajes están cifrados de extremo a extremo. Pero, dadas las circunstancias, esta declaración parece un mal chiste, no porque se hayan descubierto ahora las maniobras de espionaje masivo que han afectado los móviles de Pere Aragonès y Pedro Sánchez, sino porque ni siquiera los teléfonos de Donald Trump o Angela Merkel resultaron ser invulnerables en su momento.

En suma, parece que hay varias y buenas razones para querer otra vida, una relativa o completamente desconectada, y parece que hay gente que está dando pasos en esa dirección. Para ello, puede que no sea necesario prescindir todavía del smartphone ni que debamos sustituirlo ya por un dumbphone. ¿Por qué no empezar a abrir espacios off line no encendiendo el móvil nada más despertarnos? Mejor escuchar entonces los latidos del propio corazón y los de la ciudad que también despierta. Y para compensar al añorado Franco Battiato, pongamos un CD o, mejor, un vinilo, y escuchemos Ci vuole un’altra vita mientras tomamos el primer café del día.

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