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Yo quiero ser suizo

El presidente suizo, Ignazio Cassis, en una imagen de archivo. EFE/EPA/MARTIAL TREZZINI

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¿Sabe usted quién es el actual presidente de Suiza? La respuesta es Ignazio Cassis. Pero lo más probable es que usted no lo supiera, del mismo modo que yo he tenido que buscar la solución en internet, como seguramente tendría que hacerlo un porcentaje elevado de suizos para dar con el nombre del primer mandatario de su país. En Suiza la presidencia cambia cada principio de año y es adjudicada a uno de los siete miembros del Consejo Federal, que es el poder ejecutivo del país. Desde hace décadas, el gobierno está formado por miembros de los cuatro principales partidos (socialista, liberal, conservador y democristiano) y, al mismo tiempo, se busca un equilibrio por lo que respecta a la procedencia geográfica y a la zona sociolingüística de los candidatos.

Cassis, de 60 años, es original del Tesino, un cantón de habla italiana (tercera lengua del país) y tendrá como vicepresidente de la confederación a Alain Berset, de la zona de habla francesa, quien siguiendo la tradición política suiza será probablemente el presidente en 2023.

Con lo que ya podemos extraer algunas conclusiones curiosas. La Confederación Helvética (realmente un Estado federal en la práctica) se rige por un gobierno de sólo siete miembros. En él están representados siempre todos los grandes partidos y, desde luego, todas las zonas sociolingüísticas del país. Y el jefe del Estado, que asume el rol de primus inter pares con el resto del gobierno no tiene necesidad de ganarse la simpatía de sus votantes ni la animadversión de los oponentes porque, de todos modos, no tendrá opción de continuar en el cargo y mucho menos de perpetuarse en él. Además, una parte sustancial de las decisiones políticas y administrativas que en el día a día más afectan a los ciudadanos dependen de los gobiernos de los 22 cantones o de los ayuntamientos. El principio de subsidiariedad está nítidamente delimitado y hasta los referéndums sobre las cuestiones más diversas que se puedan imaginar se organizan según el nivel de afectación que resulte. Puede afirmarse, a lo mejor con una cierta razón, que Suiza como ejemplo de organización política resulta sumamente aburrida. Pero lo cierto es que desde la configuración de la Suiza moderna, en 1848, no ha vivido ninguna guerra, ni interna ni externa y su nivel de vida no ha dejado de aumentar hasta ser hoy uno de los más elevados del mundo.

 Capítulo especial lo merece la política lingüística, que es un componente cohesionador cultural y político central del país y se basa en un respeto escrupuloso a las cuatro lenguas nacionales (alemán, mayoritaria, francés, italiano y romanche, muy minoritaria). La Constitución establece que, aunque sólo las tres principales son lenguas oficiales en todo el país, «el romanche es también una lengua oficial en las relaciones que la Confederación mantenga con personas de esta lengua». Y todos los estudiantes deben aprender obligatoriamente una segunda lengua nacional. Para los suizos, la diversidad cultural y lingüística es siempre un bien superior a preservar y significa un tesoro común que debe cuidarse.

 Aunque las comparaciones sean siempre odiosas, podríamos intentar aprender algo de ese país tan aburrido. Y más allá del desconocimiento general que aquí tenemos de lo que se ha dado en llamar «la historia común de los pueblos de España», está también ese menoscabo general de la riqueza que representa para todos la existencia de lenguas y culturas diversas. La falta de conciencia y de respeto al plurilingüismo en España es aún a estas alturas sorprendente, incluso en los detalles aparentemente insignificantes. Un ejemplo menor, però muy ilustrativo: en 1968 (en pleno franquismo) ya hubo una polémica cuando Joan Manuel Serrat se negó a actuar en el festival de Eurovisión si no podía hacerlo en catalán. Como la demanda resultaba inaceptable, le sustituyó Massiel, que tuvo una buena actuación y se llevó el galardón (les recuerdo que el estribillo era la, la ,la , la ,la, la, la, la, la, la, la, la, la, la, la, la, la). Desde entonces, han pasado 54 años... ¡y todavía no ha habido ni una sola actuación en una sola de las lenguas cooficiales españolas! Se supone que para no herir el sentimiento de tantas personas en España que no son capaces de entenderlas o que se sienten incómodas cuando las oyen; no como el inglés, que lo habla la inmensa mayoría de compatriotas y que por eso ha sido la lengua en que han intervenido en varias ocasiones los cantantes españoles (les recuerdo que el estribillo de este año es Watch it SloMo, mo, mo, mo, mo, Booty hypnotic, make you want more, more, more, more, more, Voy a bajarlo hasta el suelo, lo, lo, lo, lo). Difícil encontrar una expresión más clara de provincianismo tras la supuesta capa de cosmopolitismo que se pretende.

Continuamos viviendo de espaldas a una realidad que por fortuna es muy plural en todos los ámbitos de nuestra vida cotidiana. Ignoramos nuestra historia, gran parte de la cultura que se hace y se ha hecho en esta extensa piel de toro, rechazamos la riqueza que representan la diversidad lingüística y nacional (todavía un tabú en 2022). Nos queda mucho camino por recorrer en el reconocimiento de esa diversidad y en el respeto de las minorías de cualquier tipo. Y eso tiene mucho que ver con el desconocimiento y la falta de interés desde las instituciones oficiales. No se trata de mantener la mejor de las «conllevancias» posible ni de dejar de lado problemas enquistados que no se sabe cómo resolver si no es por la fuerza, sino de fomentar una mejor educación, el conocimiento y el respeto. Y tengo para mí que eso también está íntimamente ligado a la forma de gobierno y a la estructura del Estado.

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