Recuperemos nuestro impuesto a la riqueza: el Impuesto sobre Patrimonio

Técnico de Hacienda y escritor —

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El debate suscitado con motivo de la propuesta de Unidas Podemos de crear un impuesto que grave las grandes fortunas tiene la virtud de sacar a la luz la necesidad de recuperar la tributación del patrimonio, esto es, de la riqueza acumulada, una necesidad en especial acuciante en los tiempos que corren. Y entraña el riesgo, no obstante, de que, como viene sucediendo de manera fatal en todos los debates sobre fiscalidad de los últimos años en nuestro país, la retórica nuble la visión de la sustancia.

En España disponemos de un tributo general sobre la riqueza que ya atesora una dilatada y ciertamente atormentada experiencia, que es el Impuesto sobre Patrimonio. Creado de manera definitiva por Ley de 1991, tras haberse incorporado por primera vez y de forma provisional con la reforma de 1977 a nuestro sistema tributario, se trata de un impuesto que recae sobre el valor neto del patrimonio de las personas físicas a una fecha determinada de devengo, que usualmente será el 31 de diciembre de cada ejercicio.

El impuesto sobre grandes fortunas que se propone, según se anuncia y según se configura en el programa de Podemos, no es otra cosa que un impuesto sobre patrimonio, razón por la cual su introducción en el sistema obligaría a la supresión del tributo vigente en la actualidad para no incurrir en doble imposición, algo que por lo demás la misma Podemos reconoce, argumentando que se ha convertido en un impuesto inoperativo. Cabría, en consecuencia, buscar las causas de la inoperatividad con el fin de evitar que aquejaran al nuevo impuesto y podríamos también, tal vez, preguntarnos si se salvarían mejor con la creación de una figura nueva o con la modificación de la existente.  

La doctrina solía diferenciar la tributación sobre la riqueza de naturaleza real, basada en el principio del beneficio, de aquella de naturaleza personal que persigue gravar la capacidad de pago. La justificación clásica del beneficio en la imposición patrimonial la formuló el fundador del liberalismo político John Locke en el siglo XIX al asegurar con loable sinceridad que, dado que el fin esencial del Estado es proteger la propiedad, han de ser los propietarios quienes en mayor medida contribuyan a sostenerlo. Subsiste en la actualidad en el Impuesto sobre Bienes Inmuebles, más conocido como contribución urbana, que se fundamenta en que sean de manera principal las propiedades inmuebles las beneficiarias de los servicios corrientes prestados por las corporaciones locales a las que el tributo financia: alcantarillado, limpieza viaria, recogida de basura y similares.

A diferencia de ésta y otras figuras que recaen en elementos determinados de la propiedad, el Impuesto sobre Patrimonio persigue gravar la totalidad de la riqueza de cada persona. Se integra en la triada de grandes tributos sobre la que descansa la progresividad de nuestro sistema, que son, junto al de Patrimonio, el de Sucesiones y Donaciones y el IRPF. Tal hecho explica el tenaz odio por los tres de los sectores más conservadores de nuestra sociedad. Menos comprensible es la escasa resistencia de la izquierda a su desmantelamiento, y todavía menos que fuese un gobierno progresista el que decidiera suprimir el Impuesto sobre Patrimonio en 2008.

En la exposición de motivos de la ley de 1991 se resumen con claridad los objetivos de este impuesto: equidad, gravamen de la capacidad de pago adicional que supone la posesión del patrimonio, utilización más productiva de los recursos y lograr una mejor distribución de la renta y de la riqueza, amén de su muy importante finalidad censal y de control, pues la compleja valoración de los elementos del patrimonio personal a que el tributo obliga resulta de inestimable ayuda para detectar las fuentes de renta que luego gravará el IRPF.

No se trata, por tanto, sólo de obtener recursos añadidos de los más ricos, sino de gravar una inequívoca manifestación de capacidad económica que el Impuesto sobre la Renta no puede captar y que, de no existir el de Patrimonio, quedará exenta de contribuir. Parece obvio que aun cuando dos personas ganen lo mismo durante un determinado ejercicio, si una de ellas se halla en posesión de un gran patrimonio dispondrá de una mayor capacidad de pago que la otra. Y podrá incluso estar dispuesta a desprenderse de una parte mínima de ese patrimonio para pagar el impuesto, o a darle un uso productivo que le compense o exima de pagarlo, con lo que se propiciará la movilización de la propiedad ociosa en beneficio de toda la sociedad. También contrarrestará el tributo, si se gestiona con eficacia, la elusión del fisco por parte de las grandes fortunas recurriendo a entramados societarios.

Resulta llamativa la coincidencia de estos objetivos que ya enunciaba nuestra ley hace tres décadas con las razones que el economista Thomas Piketty expone en su voluminosa obra Capital e ideología para defender la tributación de la riqueza.

A la naturaleza y fines del impuesto ha de adecuarse su configuración. Dado que no es la renta de un periodo sino la riqueza acumulada lo que grava, habrá de ser necesariamente un tributo de tipos bajos, naturalmente dentro de una tarifa progresiva. Puesto que se persigue un uso más productivo de recursos, será razonable eximir de tributación aquella parte del patrimonio que se destina a actividad económica –medios de trabajo, patrimonio empresarial, participación en sociedades que no sean de mera tenencia de valores-, aparte de los que constituyan soporte básico de la vida, como la vivienda o el ajuar doméstico. Y también habrá de fijarse un elevado mínimo exento, que Unidas Podemos propone que sea de un millón de euros, aunque no parece descabellado el de la ley vigente de 700.000 euros.

Por último, será imprescindible someter a gravamen la totalidad del patrimonio personal, incluidos activos intangibles. En la valoración del patrimonio y la determinación exacta del alcance de las exenciones se encuentra la mayor dificultad para el diseño técnico del impuesto que impida abrir vías de elusión. Pero esta dificultad habríamos de salvarla lo mismo si recuperamos el Impuesto sobre Patrimonio existente que si lo sustituimos por otro. A estas alturas, conocemos sus más evidentes agujeros. Se sabe que los seguros de vida irrevocables son una de las principales herramientas de las grandes fortunas para eludir el tributo, dado que en ellos no existe valor de rescate que gravar. La solución de hacer tributar por el valor de la provisión matemática, según se estipulaba en un anteproyecto de ley de 2018 que al final no se aprobó, podría cegar este agujero. Se deberían reformular como mínimo las exenciones de patrimonio empresarial y participación en entidades para lograr que realmente beneficien a empresarios individuales y a pequeña y mediana empresa pero no abran canales de fuga de grandes patrimonios.

Sin que se cayera en una inabarcable casuística, tendría que ser la misma norma la que fijase con nitidez los límites, sin dejar excesivo terreno de concreción a la jurisprudencia y la doctrina. En este punto, la ausencia de un reglamento constituye una severa e incomprensible carencia.

Y, claro está, se habría de devolver al Estado la capacidad normativa íntegra sobre el tributo, igual que se tendría que hacer con el de Sucesiones, o al menos establecer mínimos de tributación. De nada servirá eliminar vías de elusión en la valoración del patrimonio si las Comunidades pueden bonificarlo en el 100%. La cesión de esta facultad por el Estado se cuenta entre los más graves daños infligidos a nuestro sistema tributario. Hora va siendo de corregirlo.

La recuperación de la imposición sobre el patrimonio debería ser un compromiso ineludible de cualquier gobierno no ya de izquierdas, sino simplemente sensato. En una crisis como la que vivimos además es la clase de impuestos que permite recuperar ingresos sin perjudicar la actividad económica. Que su eliminación en multitud de países fue un error es algo que reconocen ya instituciones internacionales nada sospechosas de izquierdismo. Cabrá discutir si retocar los tipos de gravamen, si promulgar una nueva ley o reformular la vieja. Sabemos más o menos cómo perfilar la valoración del patrimonio para evitar la elusión. Lo importante será que el envoltorio y la retórica no distraigan del objetivo principal.