Recientemente, el Ministerio de Universidades ha informado de la intención de derogar el Reglamento de Disciplina Académica de 1954. Aplaudimos la posibilidad de que este reducto del franquismo desaparezca; pero para conseguirlo no basta con derogar, es necesario sustituir por una Ley del Parlamento. Paso a contar la historia. En 2010 se aprobó, mediante Real Decreto, el Estatuto del Estudiante Universitario, que recogía el mandato constitucional de hacer real los derechos a la educación y a la participación estudiantil en la gestión universitaria. No se regulaba el régimen disciplinario de los estudiantes universitarios porque tal normativa requiere rango de Ley, no siendo suficiente un Decreto; por ello, se daba al Gobierno un plazo de un año para que presentase a las Cortes el correspondiente proyecto de Ley. Ese plazo venció el 1 de enero de 2011, pero el texto no llegó a las Cortes y no se le espera de forma inminente.
¿Cómo sancionamos entonces a los estudiantes universitarios? Lo hacemos –sorpréndanse- con el Reglamento de 1954: 66 años de vigencia, sobreviviendo 44 a la dictadura y a la ideología que lo gestaron; ignora el principio de proporcionalidad, es anacrónico –habla de los “escolares”– e incapaz de dar respuestas al plagio o la utilización fraudulenta de nuevas tecnologías. Sin embargo, contempla infracciones claramente inconstitucionales, como “las manifestaciones contra la Religión y moral católicas”, “los hechos indecorosos” o “la ausencia de asistencia a clase”. Entre las sanciones destaca la inhabilitación perpetua para cursar estudios o para pisar centros universitarios, lo que también es inconstitucional.
El texto impide saber qué conductas o qué sanciones se aplican en cada caso. Tal indeterminación conculca la seguridad jurídica y convierte el principio de igualdad en una meta inalcanzable, al permitir que faltas idénticas tengan respuestas totalmente distintas. Este disparate llevó a la Defensora del Pueblo, en 2012, a solicitar al ministro Wert que se preparase una ley que derogase el texto de 1954; pero no ocurrió.
El Reglamento de 1954 está incardinado en nuestro ordenamiento gracias a la desidia de todos los Gobiernos de la democracia; si bien, con Rodríguez Zapatero, se intentó sacar una ley adelante, pero sin éxito. Por otro lado, los Tribunales de Justicia han bendecido la vigencia del texto de 1954, porque no hay otro que lo sustituya, sin plantearse la inconstitucionalidad de muchos de sus preceptos. Así, por ejemplo, los jueces no han visto obstáculo en considerar acorde a la Constitución la infracción estrella y comodín del Decreto: “la falta de probidad”, o sea, la falta de honradez. Una falta como esta no resiste la más mínima prueba desde el punto de vista de la necesaria determinación de las conductas sancionables. Esa determinación es imprescindible porque solo si se sabe que es lo prohibido, puede evitarse y, de no hacerse, entonces se legitima la sanción. La falta de probidad, no expresa nada y, a la vez, lo comprende casi todo; cabe cualquier cosa: escupir a un compañero, copiar en un examen, boicotear una clase, plagiar el trabajo ajeno, ser muy grosero, reventar un acto o maltratar los bienes de la Universidad. Una infracción como esta solo sería admisible si estuviese sometida a garantías que hoy no tiene.
La falta de probidad se convirtió en los años 60 y 70 en un recurso cómodo contra los revoltosos universitarios; se quería castigar, no solo por lo que se hacía, sino también, por cómo se era, por algunas características personales: ser de izquierdas o expresar determinadas ideas. Pero, por si lo anterior fuese poco, en el año 1970, otro Decreto se convirtió en arma contra las revueltas universitarias: condenado penalmente un estudiante, se le imponía, además, la inhabilitación para cursar estudios, lo que suponía vulnerar el principio de que nadie pude ser sancionado dos veces por el mismo hecho. Por lo que se refiere a los que eran procesados o estaban en prisión provisional, se les aplicaba el Decreto de 1954 de plano (o sea, sin seguirse procedimiento sancionador alguno, sin prueba, sin defensa) y sumaban a su procesamiento o prisión, la prohibición de entrar o permanecer en las Facultades, permitiéndoseles solo la matrícula como “libres”. Cierto es que había estudiantes que sorteaban tal prohibición matriculándose en otra Facultad distinta a la suya, donde no había noticia de la medida acordada. Algunos llegaron a hacer por este procedimiento dos o tres carreras y, mientras, seguían alborotando en las aulas.
Debe recordarse que este Decreto de 1954 se aplicaba a estudiantes universitarios y de Institutos, a profesores y a personal técnico, respecto de los que se contemplaba el funcionamiento de Tribunales de Honor, o sea los que juzgaban “en conciencia y en honor” los actos deshonrosos, lo que suponía la imposición de la moral oficial y la separación definitiva del servicio para el funcionario que no se comportase conforme a dicha moral. Estos Tribunales de Honor están prohibidos por la Constitución que los hizo inoperantes a partir de 1978.
La normativa de 1954, aplicable a profesores, personal técnico y estudiantes de Bachillerato, fue sustituida, tras la entrada en vigor de la Constitución, por normas que respetan los derechos fundamentales; pero no ocurrió lo mismo en relación a los estudiantes universitarios; para ellos este arcaico texto sobrevive, fosilizado, como si no hubiesen ocurrido dos cosas: la aprobación de la Constitución -y el consiguiente desarrollo de un Derecho sancionador respetuoso con los derechos fundamentales- y la construcción de un nuevo esqueleto jurídico para la Universidad a partir de la Ley de Reforma Universitaria de 1983.
Por otro lado, asistimos a un inexplicable contrasentido: la Ley de la Memoria Histórica permite a los que fueron sancionados por razones políticas durante la dictadura, que soliciten y obtengan del Ministerio de Justicia una Declaración de reparación y reconocimiento, porque tales condenas y sanciones –incluidas las de disciplina académica- son hoy, legalmente, “injustas” e “ilegítimas”. En uso de este derecho algunos antiguos estudiantes, sometidos a los Decretos del 54 y del 70, han solicitado y obtenido el reconocimiento de que su sanción fue injusta e ilegítima. Pues bien, a la vez que se certifica oficialmente la injusticia de tales sanciones a los universitarios del siglo pasado, hoy, seguimos aplicándolas a sus nietos, con toda su carga de inseguridad jurídica, no por su actividad política –es obvio-, sino por las faltas de disciplina académica.
Quienes intervenimos en el régimen disciplinario –impulsando los procedimientos, garantizando los derechos y sancionando cuando procede- lo hacemos con un instrumento inapropiado, que tiene unos tintes autoritarios incompatibles con la legalidad democrática y con los intereses en juego: los de nuestros estudiantes y los de la Universidad moderna que queremos. Y no basta con que el aplicador sensato someta el Decreto a las garantías constitucionales de las que carece y lo despoje de lo más insoportable; lo que se requiere es una Ley del Parlamento que contenga esas garantías y se las imponga al aplicador –sensato o no-. Derogar no es suficiente.