“Derribar y destruir es muy fácil. Los héroes son aquellos que construyen la paz.”, dijo Mandela y no puedo evitar recordarlo cuando pienso en las familias y los jóvenes, palestinos e israelíes, que han perdido sus vidas, están secuestrados o han dejado sus casas para buscar la esperanza. Pensé mucho en Mandela cuando viví en Jerusalén y, cada día, mientras visitaba un parque, observaba a los niños árabes y judíos que se miraban a los ojos sentados en un columpio octogonal.
Tal vez por eso cuando leí –leo– el mensaje de David Cantero, coordinador general de Médicos sin Fronteras en los Territorios Ocupados Palestinos, en el que me dijo –dice– vía Whatsapp: “Han muerto 500 personas. Han bombardeado un hospital en Gaza”, poco después de leer el mensaje de Ricardo, un amigo israelí, en el que me dijo que había llorado, recordé –recuerdo– a las mujeres que entrevisté hace un tiempo en Gaza y en Tel Aviv.
La más joven tal vez se llamaba Fátima. Estábamos en un centro de salud mental de Gaza porque había sido víctima de maltrato e intentaba salir adelante aprendiendo el oficio de peluquería. La guerra, me contó, trastornó a su marido. La otra mujer era una anciana y apenas se podía mover. Ella vivía en un campo de refugiados, y me habló del pueblo donde nació, muy cerca de lo que hoy es Tel Aviv. Me habló de la noche que huyó de las bombas, del momento en el que cogió a su hijo de la cuna y, presa del pánico, corrió con el bulto de su bebé en su regazo. La anciana, entonces muy joven, se paró para coger aliento, miró a su bebé y lo vio: lo que se había llevado era la almohada; su bebé se quedó en aquella cuna. No pudo regresar.
Después, en Tel Aviv, repetí las mismas preguntas a mujeres israelíes que sufrían depresión y malos tratos, se habían roto por dentro; tenían que afrontar ansiedad, terror. Ellas eran víctimas de guerra; sus parejas o ellas mismas habían vivido o protagonizado asaltos forzados, bombardeos, y sus mentes se habían trastornado. La guerra siempre enferma; si es enquistada, más. También entrevisté a mujeres israelíes muy viejas. Con una de ellas hablé en francés. Ella logró sobrevivir en un campo de concentración en la Alemania nazi, después fue a vivir a Israel, su tierra prometida, y construyó su casa en un lugar donde convivían musulmanes y judíos. Ella cada semana se vestía de negro y acudía a manifestarse con las Mujeres de Negro entre las calles King George y Azza, justo en el corazón de Jerusalén, para pedir paz a su gobierno.
Había –hay– organizaciones que trabajan en ambos frentes, personas que tejen redes entre personas y que ayudan a los campesinos palestinos a recoger sus cosechas de olivos. Organizaciones internacionales como The Elders que busca construir paz real.
El país de Israel es muy joven, nació como tal en 1948 de la mano de Naciones Unidas como resultado de la Segunda Guerra Mundial. Hamás es una facción radical que no representa a toda Palestina.
No hay definición para lo que ocurre. Lo que Hamás hizo contra la población israelí es un acto abominable, una masacre sin justificación. Y es imposible encontrar justificación para lo que está haciendo Israel.
Desde Médicos Sin Fronteras, David Cantero me dice vía Whatsapp: “Es una crisis humanitaria sin precedentes. La población (de Gaza) no tiene dónde ir. No hay electricidad, agua, combustible. Gaza es una jaula humana, hoy más cerrada que nunca.”
Cuando los civiles, personas como tú y yo, son objetivo militar, algo esencial se rompe para toda la humanidad. Lo heroico, el reto, como dijo Nelson Mandela, es construir paz real, parar esta locura; recuperar –desde donde cada uno está– lo que es ser persona. Cuando las más altas instituciones olvidan que se deben a cada individuo, es el tiempo de que cada persona –tú y yo– representemos la paz, el encuentro; lo humano.