Hace un año en Nueva York se lanzó una campaña institucional para intentar paliar una catástrofe que afecta a todo el país; es la crisis de los opiáceos. Hay carteles que recomiendan a la población llevar encima una inyección preparada de naloxona, para salvar una vida. Las autoridades informan que la naloxona se puede comprar sin receta y que es un medicamento de emergencia que evita la muerte por sobredosis de analgésicos recetados o heroína. Además, se busca concienciar a los médicos para que sean prudentes al recetar opioides. Similares iniciativas se multiplican en todo el país.
La naloxona es la respuesta rápida a una sobredosis; es un antagonista de los receptores opioides, es decir, es un “contendiente químico” y su efecto más relevante es el de revertir las consecuencias de la ingesta mortal de heroína o de otros opiáceos legales e ilegales y, con ello, salvar la vida.
La pregunta que salta inmediatamente es cómo se ha podido llegar a una situación en la que las autoridades buscan la complicidad de los ciudadanos para que se conviertan en sanitarios de emergencia; qué está pasando en EE UU. Resumidamente se puede contestar que en 2016 las sobredosis mataron a más personas que las armas o los accidentes de tráfico; en 2017, murieron cada mes el mismo número de personas que en el 11 S; el promedio diario de fallecimientos es de 145; más de medio millón desde 2000. Y las cifras aumentan sin freno.
El Presidente Trump se ha visto obligado a decretar la emergencia nacional a petición de la Comisión bipartidista que le asesora en la materia. Pero hasta ahora, los únicos fondos extraordinarios que se han liberado son los destinados a frenar policialmente la entrada de opiáceos desde México; o sea, se vuelve a insistir en el error eterno de creer que los problemas de las drogas se resuelven con policía, incautaciones y cárcel.
Esta epidemia no ha llegado de golpe, su gestación se sitúa en los 90 y empezando este siglo ya se sabía que la gravedad era extrema: gente enganchada a la heroína o a los fármacos recetados que contienen derivados naturales del opio o sustancias opiáceas sintéticas. Algunos recuerdan la epidemia del crack, la que asolo el país en los 80, pero hay diferencias sustanciales. El crack era un producto ilegal consumido por clases marginales, fundamentalmente afroamericanas; era la basura barata para los que no podían pagar la cocaína. Ahora las víctimas son, fundamentalmente, blancos de clase media o alta -por ejemplo, mujeres del exclusivo Upper West Side neoyorquino- y la mayoría han acabado en el mercado negro de la heroína o del fentanilo tras pasar por la prescripción médica de opiaceos legales producidos por las farmacéuticas. No estaban enganchados a la heroína prohibida; acudieron al médico que les recetó un opiáceo y llegaron a la adicción. Y cuando el médico dejó de darles recetas, tuvieron que ir a buscar cualquier cosa al mercado negro que oferta de todo, a bajo precio y no pregunta.
Detrás de esta crisis hay un sistema sanitario que se rige por criterios de economía en la respuesta al paciente y no por criterios médicos. Un ejemplo: ante un dolor traumatológico moderado, en lugar de prescribir un analgésico suave y veinte sesiones de rehabilitación, que son costosas, se receta un bote de oxicodona o de percocet; es más barato, pero está indicado para el dolor severo, no ataca la causa y, aliviando muy rápidamente el dolor, engancha al paciente. Se prescinde así de la “escalera analgésica” que indica que ciertos opioides no son necesarios ni convenientes para el dolor moderado. Se ha recetado con excesiva generosidad a demanda de un paciente que paga cada receta y han proliferado las clínicas del dolor como lucrativo negocio; las autoridades ya han cerrado algunas. Cuando el adicto al fármaco recetado no consigue la prescripción, acude a un traficante, buscando heroína o fentanilo, destrozando su economía y su círculo familiar, laboral y social. Algunos mueren por una sobredosis accidental porque el mercado negro te vende, pero no te informa sobre la cantidad de principio activo que lleva cada entrega, ni sobre la dosis que puede consumirse sin riesgo letal.
El fentanilo es el gran protagonista de esta crisis: es entre treinta y cincuenta veces más potente que la heroína y cien veces más que la morfina. Algunas muertes se relacionan con el fentanilo recetado, quizá el que mató a Prince, por sobredosis accidental el día antes de tener una cita para tratarse su adicción a fármacos recetados; una semana antes, tuvo otra sobredosis, pero le suministraron naloxona y se salvó. Otros fallecimientos son consecuencia del fentanilo ilegal –el China White-, cuyo negocio era pequeño hace unos años pero, al recrudecerse la crisis de los opiáceos, ha prosperado; se corta la heroína con fentanilo, resultando gran potencia, el consumidor se acostumbra y genera tolerancia, por lo que cada vez quiere una sustancia más fuerte y, naturalmente, se le suministra; así se llega al consumo de fentanilo. Los expertos advierten que se podría llegar a algo peor: el carfentanilo que multiplica por cien la potencia del fentanilo y que ya ha provocado algunas muertes.
La crisis es muy grave, en sí misma y por el entorno en el que se produce. EE UU no está preparado para hacerle frente. La política de tolerancia cero frente a las drogas ha llevado a rechazar las medidas de reducción de daños y a insistir en las recetas represivas. No hay una red preparada para dar tratamientos de deshabituación, faltan profesionales cualificados y ahora, ante la gravedad de la epidemia, se están improvisando centros, muchos en manos de pastores o vecinos que, desesperadamente, quieren ayudar.
También se alzan voces contra la industria farmacéutica que durante años ha ocultado el potencial adictivo de ciertos fármacos opioides y ha “convencido” a los médicos para que los receten abusivamente, contratando a reputados investigadores que han abogado por estos fármacos como “tratamiento continuo y primerizo”, o creando revistas científicas propias para promocionar su producto. Esto y una legislación permisiva con la dispensación irresponsable son las causas de la crisis.
Por otro lado, el consumo de drogas es delito en EE UU, lo que dificulta enormemente que los adictos se acerquen a las autoridades por miedo a ser detenidos. Por eso, algunos estados han aprobado normas que eximen de la cárcel al “buen samaritano”, es decir, al sujeto que, compartiendo consumo con otro, avisa a los servicios de emergencia cuando el otro sufre una sobredosis. Se quieren así evitar los casos conocidos de abandono del necesitado por parte de su compañero que teme la detención.
A todo lo anterior debe unirse el riesgo que corre la reforma sanitaria de Obama con la actual administración; si se acaba con la Ley de Salud Asequible quedarán sin cubrir las terapias contra la adicción; sería una catástrofe que agravaría, todavía más, la crisis de los opiáceos.
El componente esencial de esta crisis está en el sistema, tal como reconoce la Comisión que asesora al Presidente: “tenemos un problema enorme que a menudo no comienza en las esquinas de las calles; está comenzando en consultorios médicos y hospitales”;. La FDA (Agencia Federal de Alimentos y Medicamentos) lo sabe; por eso recomienda a los ciudadanos que, cuando el médico les prescriba medicamentos opiáceos, le pregunten ¿por qué necesito este medicamento y por cuánto tiempo?, y le pidan naloxona, por si acaso, porque salva vidas.