Más sostenibilidad igual a reducción de la jornada laboral
El tiempo de trabajo constituye uno de los elementos fundamentales del objeto del contrato de trabajo. Dicho elemento no solo determina, en buena medida, la retribución a recibir por el trabajo realizado, sino que se relaciona con aspectos tan importantes como la salud de la persona trabajadora, su derecho al descanso y a conciliar su trabajo con su vida personal y familiar. La persona trabajadora, cuando firma su contrato de trabajo, se compromete a poner parte de su tiempo a disposición de la empresa, tiempo que le es descontado del resto de sus facetas vitales.
El movimiento obrero, en cuanto se hubo organizado mínimamente, planteó como una de sus primeras reivindicaciones, junto al incremento de sus salarios, una reducción de sus extenuantes jornadas de trabajo. Por ello, las primeras normas de contenido laboral vinieron, precisamente, a reducir dicha jornada, espoleadas por unas reivindicaciones obreras que fijaron como horizonte la consecución de la jornada de ocho horas de trabajo diario. Por recordar lo acaecido en nuestro ordenamiento jurídico, hace dos años se conmemoró el primer centenario de la huelga de La Canadiense que culminó con la aprobación del Real Decreto de 3 de abril de 1919 que generalizaba la jornada de 8 horas ya aplicada en ciertos sectores productivos. Culminaba así una larga lucha, fuertemente feminizada, por conquistar una mayor soberanía sobre nuestras propias vidas.
Desde ese momento, esta referencia temporal se comienza a generalizar como mínimo infranqueable por estar relacionada con aspectos irrenunciables para tener vidas dignas. Además, las reivindicaciones obreras iban dirigidas a que dicha regulación tuviera una consideración imperativa y general, no dejándose al arbitrio de la negociación en las empresas. Ese carácter imperativo se verá reforzado por la aprobación del Convenio nº 1 de la OIT (1919) en el que se consagraba esa misma duración máxima de la jornada diaria.
El paso de estos más cien años convierte la referencia de las ocho horas diarias de trabajo en un patrimonio de las personas trabajadoras que difícilmente podrá revertirse. Sin embargo, no todo son luces en esta descripción de la historia de la regulación del tiempo de trabajo. En primer lugar, hemos de resaltar que, tras más de cien años y con una modificación significativa de las tecnologías aplicadas a los procesos productivos, con el consiguiente incremento exponencial de las plusvalías obtenidas por la empresa, no se ha conseguido reducir dicho añejo límite temporal. Salvo supuestos muy concretos en el derecho comparado que no han fructificado, esas ocho horas de trabajo como regla general de la jornada máxima siguen inamovibles. En cambio, la gestión del tiempo de trabajo ha sido objeto, en las últimas décadas, de una ofensiva flexibilizadora que, sin alterar sus límites cuantitativos, ha supuesto una alteración significativa de los caracteres tradicionales de las jornadas de trabajo y de la capacidad de las y los trabajadores para disponer de su propio tiempo con cierta antelación. Asimismo, el incremento de la flexibilidad en favor del empresariado no se ha traducido en un incremento de una flexibilidad en favor de las y los trabajadores, calificándose ambas, incluso, como incompatibles entre sí.
Las enormes facultades de gestión empresarial del tiempo de trabajo en la empresa han llevado, a su vez, a un incremento constante de la jornada de trabajo de manera ilegal. La distribución irregular de la jornada ordinaria hace muy difícil controlar los abusos empresariales en este contexto, resultando insuficientes medidas como el registro obligatorio de las horas de trabajo implementado en el último lustro.
Solo por estas razones (necesidad de dedicar menos tiempo al empleo para tener vidas dignas, aumento de la productividad del trabajo, incremento encubierto de las jornadas laborales gracias a las nuevas tecnologías) es necesaria una reducción de la jornada laboral sin merma salarial. Pero hay, al menos, una razón más.
En el estudio Escenarios de trabajo en la transición ecosocial 2020-2030, Ecologistas en Acción identificaba qué políticas hacía falta llevar a cabo en España para afrontar la emergencia climática y qué impacto tendrían en el mundo del trabajo (tanto el asalariado como el no asalariado). Una de las principales conclusiones del estudio es que las únicas políticas que permiten que España realice las reducciones de emisiones necesarias se basan en la triada reprimarización de la economía (más agroecología y menos industria y servicios), localización (más autonomía y diversidad productiva) y decrecimiento (reducción de la actividad económica). La consecuencia de estas políticas sería una pérdida importante de puestos de trabajo. Según el estudio de unos dos millones, si mantenemos la actual distribución del mercado laboral. El estudio es un modelo y, como tal, los datos deben tomarse como algo cualititativo más que cuantitativo. En todo caso, parece bastante intuitivo que avanzar por una vía de decrecimiento de la economía va a llevar aparejada una destrucción de empleos.
Indudablemente, esta pérdida de empleos sería un drama. Nuestro territorio está atravesado de fuertes desigualdades, un paro estructural, los servicios públicos han perdido calidad y universalidad, las redes de apoyo mutuo social están debilitadas, amplias capas sociales están en situaciones de pobreza o cercanas y, por si esto fuese poco, no tenemos independencia económica, es decir, que solo podemos satisfacer nuestras necesidades comprando bienes y servicios en el mercado, para lo que necesitamos tener un empleo.
¿No llevamos adelante entonces estas transformaciones? El problema es que no hacerlo sería aún peor. La distorsión que está produciendo ya la emergencia climática a la economía española está siendo mayúscula (recuérdese simplemente el paso de Gloria o de Filomena por la Península ibérica, que el verano dura ya 5 semanas más o que el caudal disponible por los ríos peninsulares ha descendido alrededor de un 20%, con todo lo que ello conlleva, por ejemplo para sostener el turismo, pero para continuar en nuestra seguridad alimentaria). Pero en realidad todavía tenemos un cambio climático “suave”. Si se activan los bucles de realimentación positiva, la distorsión climática sería mayúscula y, en esos escenarios, el sostenimiento de una economía como la española, con sus empleos, sería literalmente imposible.
Además, el decrecimiento en realidad no es una opción que podemos tomar o no tomar. El capitalismo necesita crecer constantemente para no entrar en crisis y, para que esto sea posible, debe consumir cantidades crecientes de materia y energía. Esto es imposible de sostener en el tiempo en un planeta finito como el nuestro. Es más, todo parece apuntar a que este momento de choque telúrico está empezando a producirse ya. La disyuntiva no es si decrecer o no, sino cómo decrecer.
¿Tenemos que elegir entonces entre perder empleos o un decrecimiento más o menos ordenado? En realidad, nunca tenemos solo dos opciones. En este caso, tampoco. En el mismo informe se modela qué sucedería si, en lugar de una jornada laboral de 8 horas, la tuviésemos de 6. Si esto sucediese, en lugar de destruirse empleo, se crearía y, además, de manera importante (alrededor de 1,3 millones de nuevos puestos de trabajo). Este escenario no solo se plantea como una medida de reparto del empleo, sino también como un paso hacia la desalarización de nuestras vidas. Es decir, ganar tiempo para poder dedicarlo a satisfacer nuestras necesidades sin tener que vender nuestra fuerza de trabajo, algo que es imprescindible para superar el capitalismo ecocida.
De esta manera, luchar por la reducción de la jornada laboral sin reducción salarial es una reivindicación que tiene sentido vital, sindical y ecologista. Aunemos fuerzas hacia esta meta. No es un objetivo fácil, como tampoco lo fueron las 8 horas, pero es uno de los claves en este tiempo de desafíos sistémicos que vivimos.
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