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El sumidero populista

Coordinador del Seminario de Filosofía Política de la Universitat de Barcelona
Ayuso celebrando en el balcón de Génova su victoria en las autonómicas del 4M

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Para que un sumidero pueda recoger el agua y canalizarla debe estar situado a un nivel más bajo que el de la superficie. Debe situarse en un punto de un plano, sea en el centro o en uno de los vértices, que se inclina ligeramente en su dirección para facilitar el desplazamiento del agua hasta el desagüe. Sumidero y plano inclinado se necesitan mutuamente: sin el primero, el agua se acumularía y, sin el segundo, se estancaría con facilidad. El modo en que esta disposición de elementos materiales rígidos puede dominar la fluidez del agua, conduciéndola allí donde queremos que vaya, es el fruto de una tecnología muy antigua que se pensó para facilitar la vida común en los primeros entornos urbanos. Esta imagen extraída de la albañilería, la de un tipo antiguo de obra que sigue siendo indiscutiblemente útil hoy día, podría servirnos para ilustrar el modo en que los viejos modos del populismo se han impuesto como clave central de la política contemporánea. Porque el populismo ha alterado el ecosistema político de las democracias liberales consolidadas, ha modificado el discurso de los partidos mainstream, los ha arrastrado a su juego retórico y, con el concurso entusiasta de medios de comunicación independientes y orientados comercialmente, amenaza con engullir a través de su rejilla los tipos de léxico y acción característicos de la política bajo el eje liberalismo-socialdemocracia.

El populismo mantiene un vínculo férreo con la modernidad y la consolidación del sistema democrático, pero no resulta fácil caracterizarlo. Por un lado, se trata de un fenómeno complejo y cambiante en función del contexto social y político, y, por otro, no resulta justo ni útil para el análisis considerarlo, como a veces se hace, bajo la forma de una patología democrática. Mientras algunos opinadores y políticos profesionales usan el término “populismo” con desparpajo en artículos y declaraciones como si se tratara de un perfilado concepto universal, claro y distinto, los teóricos y filósofos políticos más solventes que se han ocupado de ello (Margaret Canovan, Ernesto Laclau, Cass Mudde, Nadia Urbinati, Loris Zanatta, etc.) adoptan una posición mucho más cautelosa. Aunque no coinciden siempre en las conclusiones, sí lo hacen en las premisas. En primer lugar, que existe una dificultad real para precisar el contenido del populismo y definir lo que parece que escapa a toda definición debido a que este tipo de movimiento, este “modo de construir lo político”, al decir de Laclau, puede hacerse compatible con ideologías a la izquierda, la derecha y el centro del espectro político. En segundo lugar, que ni el populismo ni el desafío que plantea a la política tradicional o mainstream son fenómenos nuevos, pues la consulta de las fuentes historiográficas revela su emergencia como movimiento reconocible ya a mediados del siglo XIX, primero en Rusia con los Narodnik, y hacia finales de siglo en los Estados Unidos, con el People’s Party. Y, en tercer lugar, que no todos los movimientos populistas son iguales, sino que cada cual exhibe un carácter específico como resultado de la cultura política específica del país en el que emerge y del tipo de divisiones sociales que está interesado en promover, por ejemplo, entre la elite corrupta y el sufrido pueblo, entre la casta reducida de los ricos y los burócratas y la mayoría silenciosa de los ciudadanos, o incluso entre los urbanitas cínicos y frívolos y los campesinos trabajadores y honestos.

Nuestra imagen inicial pretendía trasladar la idea de que el populismo es el sumidero hacia el que se deslizan más o menos inadvertidamente hoy todas las formaciones políticas, sean viejas o nuevas, mientras que el tablero por el que éstas se mueven se ha visto inclinado por una concatenación de causas que, al menos en Europa, se retrotrae a principios de la década de 1990. Pero el símil también intentaba recoger algo más: la relación estrecha y peculiar que el populismo mantiene con la democracia. En contraste con una opinión generalizada, que conecta el populismo con el autoritarismo y con la relativización del papel de los partidos políticos, el populismo se caracteriza, en realidad, por una suerte de extremismo democrático en cuyas coordenadas el partido y su líder desempeñan una función trascendental. Es cierto que, en su dinámica, el líder acaba adquiriendo un protagonismo tal que supera con frecuencia la identificación de los afiliados y electores con el partido que lo encumbra, de ahí que, como observara Laclau, los movimientos populistas acaben siendo reconocidos con el apellido de sus líderes: peronismo, lepenismo, chavismo, trumpismo, etc. Pero su baza fundamental, el as en la manga, lo que le otorga una capacidad de seducción innegable, incluso para una ciudadanía educada y crítica, es que el populismo admite abiertamente el basamento sencillo del poder democrático, esto es, que éste reside en el pueblo. De hecho, el populismo ha llevado a su molino con provecho las demandas de una mayor participación de los ciudadanos y de una profundización de la democracia que se expresaron con motivo, por ejemplo, de la construcción y consolidación de la Unión europea.

El pueblo del populismo no solo puede, sino que debe depositar su confianza en un partido cuyo líder conecte con sus preocupaciones, que comprenda sus problemas y los resuelva, pero que también sea capaz de recoger sus aspiraciones, en suma, un partido y un líder que expresen, como se diría castizamente, su sentir. De este modo, el proyecto populista se distancia de los compromisos y los controles característicos de las democracias liberales, cuyos fallos explota interesadamente, y hace inclinar la balanza hacia un tipo de democracia plebiscitaria, esto es, una democracia por aclamación popular, hostil al pluralismo (porque solo hay un pueblo) y aparentemente antielitista (porque el líder, pese a ser millonario, se entiende que es, en el fondo, uno de los nuestros). Para ganar apoyos y obtener el poder, el líder populista ha de mantenerse en contacto diario y directo con el pueblo, como hacía Trump a través de Twitter, librando una campaña electoral permanente y un punto quijotesca en nombre del pueblo olvidado o menospreciado. Mediante su apelación continua al pueblo, a lo que piensa y quiere la gente y, por supuesto, contando con el aval de la victoria electoral, el líder populista en el poder se cree legitimado para superar los checks and balances propios de la democracia constitucional, como hicieran Berlusconi, Orbán y Trump. En este sentido, la apelación populista a la ciudadanía se dirige a un nivel más fundamental (o más bajo, por continuar con nuestra comparación inicial con el sumidero) del que admiten públicamente los representantes de los partidos políticos tradicionales: lo que vale, lo legítimo, lo que no se puede traicionar, es lo que el pueblo democráticamente decide.

El populismo constituye una tendencia reactiva; es un movimiento que se pone en marcha y gana apoyos articulando un conjunto creciente y diverso de demandas populares insatisfechas frente a lo que sus partidarios consideran el establishment. En el caso europeo, pueden señalarse como causas generales de su aparición las tensiones generadas por el impacto de la globalización, la caída del muro de Berlín y el triunfo renovado del capitalismo, el proceso de construcción y estabilización de la Unión europea que ha consolidado una burocracia continental, la erosión de la capacidad de los partidos tradicionales para resolver los problemas de las ciudadanías nacionales una vez socavado el paradigma socialdemócrata y, no menos importante, el papel de los medios a la hora de tratar la información política. En un enfoque más concreto, el politólogo Cass Mudde afirma que el populismo tiene campo de acción cuando se combinan tres elementos principales: un resentimiento político persistente, la percepción de un desafío serio a “nuestro estilo de vida” por parte de sectores mayoritarios de la ciudadanía y la presencia de un líder populista atractivo. Ahora bien, estas causas, que pueden explicar el ascenso y el triunfo electoral en Europa de actores populistas desde principios de la década de 1990, como Silvio Berlusconi, Marine Le Pen, Jörg Haider, Geert Wilders, Matteo Salvini o Thierry Baudet, son causas a las que no pueden mostrarse ajenos los partidos mainstream. Así, por ejemplo, el Labour party de Tony Blair desplegó una retórica populista durante buena parte del tiempo que ocupó el poder en Gran Bretaña y algo bastante similar está haciendo en la actualidad su oponente del Tory party, Boris Johnson, que, tras apoyar el sí en el referéndum del Brexit, cosechó una victoria electoral arrolladora.

Que los partidos tradicionales mimeticen el discurso populista es uno de los efectos de su conformación como sumidero de la política contemporánea. Sin embargo, ¿no se habían rendido mucho antes a esa clase persuasión precisamente por el mismo vínculo que establecen los populistas con una cierta concepción de lo que es la democracia? ¿Y no lo habían hecho en función del perfil de sus dirigentes, de la clase de apoyos que éstos presumían en la ciudadanía y, en particular, cuando se encontraban en período electoral? ¿No fue populista la declaración del expresidente del gobierno José Luis Rodríguez Zapatero cuando en 2003 dijo “apoyaré el Estatuto que salga del parlamento de Catalunya”? ¿Y no lo fueron los comentarios del expresidente del gobierno José María Aznar cuando en 2007 dijo, en una crítica velada a las campañas de la DGT para disuadir del consumo de alcohol a los conductores y mostrando su voluntad de conectar con el hombre de la calle, que “Yo siempre pienso, ¿y quién te ha dicho a ti que quiero que conduzcas por mí? Las copas de vino que yo tengo o no tengo que beber déjame que las beba tranquilamente…”? Pero, por otra parte, cuando estos mismos partidos tradicionales han querido presentarse como alternativa a las fuerzas populistas, que buscan sin tapujos obtener el poder, aparte de mostrarse vacilantes y extremadamente cuidadosos a fin de evitar la crítica mediática o la intervención judicial, se limitan a esgrimir una defensa comprometida, remilgada e ideológica de la democracia. En estos casos, la denominada mayoría silenciosa, el pueblo al que no se escucha, los humillados y ofendidos se limitan a tomar nota y, llegado el momento de la verdad, votan con el corazón en la mano porque la razón no les complace ante tanto incumplimiento por parte de aquellos a los que ven como una elite y, en muchos casos, como una elite corrupta.

Podría decirse que el fantasma que recorre Europa es el espectro del populismo, pero creo que sería mucho más preciso sostener que tal espectro en su forma actualizada lleva bastante tiempo entre nosotros. Se manifiesta abruptamente en partidos de nuevo cuño, pero también en las modulaciones que han sufrido los cuadros y los discursos de los viejos partidos, los cuales, si bien presentan variaciones en un amplio rango, parece que coinciden en haberse inoculado una cierta dosis de populismo para poder hacer frente con eficacia a los populistas desenfadados. Lo que quizá no sea una estrategia efectiva, puesto que los ciudadanos desengañados, como también ocurre entre los votantes de izquierda o los de derecha ante sus posibles opciones electorales, suelen optar por el original y rechazan la mala copia. Para acabar esta nota, sin embargo, exploremos un poco la metáfora surgida de la pluma de Marx y Engels. La tradición literaria ha consagrado la idea de que un fantasma es el espíritu de alguien que tuvo un mal morir. Si el populismo se muestra pujante y transversal, convincente y triunfador, no solo en Europa, sino también en otras latitudes, quizá lo sea porque atiza la imaginación de mucha gente acerca de cómo podría haber sido la democracia si no tuviéramos, en su lugar, una democracia limitada, encorsetada y languideciente a beneficio de las elites, la casta o los instalados. Dicho de otro modo: si hay que evitar todo dogmatismo, entonces no habría que descartar completamente que los populistas no tengan algo de razón en la crítica a la que someten la democracia liberal. El sumidero del populismo no sería entonces una construcción precaria y provisional, válida solo para un tiempo de crisis social y política, sino un correctivo tal vez definitivo a la idea de democracia que nos legó la segunda posguerra europea.

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