La primera ley de transparencia en nuestro país acaba de cumplir sus primeros 10 años de vida. Si pudiéramos trazar una línea de tiempo, de edad, nuestro país no habría alcanzado aún la adolescencia en transparencia y rendición de cuentas. Si bien esto es cierto, también debemos reconocer que hemos pegado un buen estirón, con algún que otro dolor de huesos, cierto, y con ese acné que revela aún nuestra menoría. Todavía parecemos enclenques y canijos si nos medimos con algunos vecinos de puerta como los países nórdicos, a los que en esto nos gustaría parecernos un poquito más superando la evidencia de nuestros rasgos y cultura tan divergentes en este ámbito.
Aterrizar el debate sobre la transparencia pública en el rígido y estrecho corsé del Derecho siempre es complicado. O, al menos, hacerlo única y exclusivamente en el terreno de lo jurídico, cuando lo cierto es que, las connotaciones políticas, sociológicas, éticas o culturales que entran en juego cuando abordamos esta materia, tienen un peso específico más que significativo. Quizá por nuestra condición de primerizos en transparencia, todavía no hemos conseguido despegarla de la literalidad de las normas y esto, aun desde la óptica de un jurista, es un verdadero hándicap.
La transparencia, en el contexto de las organizaciones públicas, debe ser entendida mucho más como una actitud, como un rasgo de su personalidad, de su forma de ser corporativa y de cómo desea que la sociedad la perciba. Debemos preservarla de las no pocas amenazas y ataques a las que se ve sometida, alejarla del terreno partidista e impedir que sea un arma arrojadiza en el debate político, en el que gobiernos y partidos de la oposición, se alternan en rigurosa cronología a la hora de exigirla o de negarla. Y donde antes fueron defensores acérrimos, se convierten en olvidadizos patológicos en un eterno bucle.
Debemos incorporar la transparencia a la cultura de nuestras administraciones. Inocularla como si fuera un cromosoma más, situarla en la raíz y no como una imposición tardía. Pero también hay que inculcarla en la sociedad como un valor que es. En esa ciudadanía que, asustada y noqueada por los debates cotidianos que desbordan cada día los límites de lo previsible, ha situado sus prioridades en aquellas cuestiones de las que, estratégicamente, les hemos convencido de su necesidad, girando el foco hacia el pan y el circo. Es bajísimo el reproche social que alcanzan las conductas que demuestran una ausencia galopante de transparencia y de responsabilidad. Como una dolencia endémica, nos hemos acostumbrado a la opacidad convencidos de que no existe otra alternativa. ¿En qué nos estamos equivocando? ¿Qué estamos descuidando?
Los planes de enseñanza tienen que ser más permeables a esta realidad, incorporando contenidos relacionados con la transparencia pública en la formación de las futuras generaciones. Solo conseguiremos ciudadanos más activos y comprometidos si educamos desde edades tempranas en actitudes cívicas y mostramos a los jóvenes el valor añadido que aportan los proyectos colectivos. Y es que, aunque las leyes nos lo reconozcan desde antes mismo de ser conscientes de ello, nadie nace ciudadano.
El deber general de actuar con transparencia concierne más estrechamente a quienes trabajamos en las organizaciones públicas y debe tener una mayor concreción e intensidad para aquellas personas que ocupan puestos de especial responsabilidad. Aún nos sorprendemos, después de una década, cuando descubrimos a directivos públicos que ignoran sus deberes en este ámbito o que, conociéndolos, los menosprecian y los sacrifican bajo la bandera de una pretendida eficacia de la que, por supuesto, nunca pueden hacer gala porque no son, precisamente, sus observantes más ejemplares. Siempre irrumpe la consabida infinita lista de excusas con el fin de postergar o soterrar la transparencia, solo hay que esperar a que alguien la ponga encima de la mesa.
Y sí, aún hay que seguir haciendo esfuerzos por mejorar nuestras herramientas informáticas de gestión para que la transparencia no se perciba como una carga pesada. La tecnología aporta certidumbre, eficiencia y crecimiento económico, y por ello es, también, un ingrediente imprescindible de la transparencia. Llevamos ya más de una década de retraso “oficial” y quién sabe cuántas más de hecho en la plena implantación de la administración electrónica en nuestro país, y todo parece indicar que malgastaremos, al menos, otra más hasta conseguirlo. Sin ella es imposible dar el empujón definitivo que necesita la reutilización de la información pública, con su puesta a disposición en formatos abiertos que permita un periodismo de datos y de investigación más serio y crítico y, a la vez, constructivo y no dirigido.
Concienciar de la necesidad de mayor transparencia en la gestión pública sigue siendo un reto. Las leyes no se bastan por sí solas para introducir en nuestras cabezas este concepto que, sin embargo, entronca directamente con los valores del siglo XXI. Exigirla no es algo ridículo, fútil ni caprichoso. No debe situarse por encima y a toda costa de cualquier otro derecho o interés digno de protección, pero tampoco debe ser siempre la perdedora en el resultado de todas las ecuaciones. No podemos cejar en el empeño de seguir haciendo pedagogía y cultura de ella. Necesitamos construir otros paradigmas en nuestro país que, además de consolidar nuestras instituciones, nos permita evolucionar hacia una democracia más abierta y participativa.