El 'otro' Tribunal Constitucional
La más que necesaria renovación de los magistrados del Tribunal Constitucional, y el incumplimiento de tal obligación, es noticia día tras día en el debate político y en los medios de comunicación. Discursos y noticias que, prácticamente en su totalidad, minimizan la importancia de lo que es y debería ser el último y máximo guardián de los derechos humanos, el único con el cometido de analizar si nuestras leyes son conformes o disconformes con la Constitución española.
El único Tribunal Constitucional que interesa a esos voceros, ignorando otras de sus variadas competencias, es el que debe dictaminar acerca de la constitucionalidad de las leyes sobre el aborto, la eutanasia, la ley Celaá; sobre proyectos lingüísticos de los centros educativos, el estado de alarma, la prisión permanente revisable, o, entre otros variopintos ejemplos, sobre nombramientos por el Consejo General del Poder Judicial de cargos judiciales cuando está en funciones. A tales emisarios solo parece interesarles el resultado de recursos impregnados de un alto componente político, planteados por parlamentarios, por el presidente del Gobierno, por el Defensor del Pueblo, por órganos ejecutivos y legislativos de las comunidades autónomas o, incluso, por otros jueces.
Esos condicionantes políticos se exteriorizan con el advenimiento de los ciclos de renovación de los magistrados del Tribunal Constitucional. Lo importante con esos nombramientos no es alcanzar desequilibrios numéricos entre los togados para inclinar la balanza en favor de una pretendida y particular justicia, sino de la plena Justicia. Aun así, y afortunadamente, por raras que sean las ocasiones, esos pronósticos en la votación fracasan cuando en los ya 'clásicos', pero nada apasionantes —más bien cansinos— partidos judiciales de conservadores frente a progresistas o viceversa, prima en el colegio de magistrados la independencia y el criterio jurídico, aunando en el consenso técnico las diferentes sensibilidades. El actual presidente del Tribunal recordaba con acierto en la última memoria de la institución, como un factor para alcanzar “el logro de la mejor impartición de justicia”, que el Tribunal Constitucional “es un órgano llamado a integrar las diferentes visiones legítimas” de sus miembros; pero siempre —advertía el presidente— “bajo el amparo de los preceptos constitucionales”.
A los ciudadanos nos importa, y mucho, ese tribunal porque vela por la suprema salud constitucional de normas y actos del Estado y de las comunidades autónomas. Sin embargo, existe otro Tribunal Constitucional que no se puede ni olvidar ni ignorar. Es aquel que el justiciable de a pie siente cercano. Es al que acude, como último remedio, para tratar de denunciar y que se le repare la lesión a sus derechos fundamentales y libertades ocasionadas por otros órganos judiciales que conocieron previamente de su pleito y por la que, con razón o sin ella, se siente agraviado. Es la última puerta a la que llama el justiciable agonizante, depositando toda su esperanza y fe judicial, por muy ateo jurídico que sea, para tratar de enmendar los desmanes judiciales anteriores que ha sufrido.
Es el remedio para quejarse constitucionalmente de que los jueces que le enjuiciaron previamente no le tutelaron de forma efectiva, que no fueron imparciales, que carecían de competencia para conocer de su caso, que le impidieron acceder a la jurisdicción o formular un recurso, que no le dejaron defenderse, que le privaron de pruebas pertinentes y necesarias, que se produjo un error patente y grave en el enjuiciamiento, o, en definitiva, que su proceso no fue justo por ausencia de garantías. Es el anhelo para el que se siente injustamente condenado y reclama la plenitud de la presunción de inocencia, para quien piensa que fue privado de libertad indebidamente, para el que se queja de que policías le pegaron ilegalmente una patada a la puerta de su casa, para el que reprocha que le escucharon sus conversaciones telefónicas o ambientales y fisgonearon su WhatsApp de forma ilícita o airearon indebidamente sus datos de carácter personal.
Es la curia a la que en último extremo acuden expulsados y extraditados que imploran no ser entregados al país de destino por temer razonablemente que allí perderán su vida o serán torturados. Es el tribunal al que se le pide que garantice el derecho al honor frente a la calumnia y la injuria; o el derecho a la libertad de información y de expresión frente a la mentira. Al que se le solicita que frente al castigo cruel y desproporcionado imponga penas justas. Es el templo donde, en última instancia, también se reclama el principio de igualdad; la protección de la vida y la integridad física y moral; la libertad ideológica, de religión y de culto, o el derecho a la educación, a la libre circulación, a reunirnos, a asociarnos, a sindicarnos o a participar en una huelga. Y al que suplicamos, en determinadas ocasiones, que adopte alguna medida cautelar para evitar la ejecución de una grave decisión, como la paralización de un desahucio o el cumplimiento de una pena.
Este otro tribunal, el del justiciable, tan constitucional como el que resuelve los recursos y cuestiones de inconstitucionalidad, parece no interesar. Ni una sola línea he leído —al hilo del actual y bochornoso espectáculo sobre los futuros nombramientos de sus magistrados— en la que se aborde el recurso de amparo como vehículo en el que accede el justiciable por la calle Domenico Scarlatti al Constitucional. Nada se ha dicho sobre la función y cometido de este recurso; ni de sus virtudes; ni de su saturación de asuntos que impide la agilidad procesal; ni de sus deficiencias orgánicas y estructurales, como es el recóndito y cambiante criterio sobre el ínfimo número de recursos que se admiten; ni de sus propuestas de mejora. La protección especial de los derechos humanos individuales de cada uno de nosotros no consta en la agenda ni de unos ni de otros.
La relevancia de este otro Tribunal Constitucional es incuestionable. De los 8.370 asuntos registrados en el último curso, 8.294 fueron recursos de amparo. Muchos de ellos son, innegablemente, remedios abusivos e infundados provocados por la desesperación jurídica del recurrente, pero otros no. El ciudadano se merece jueces y juezas que, por encima de la necesaria ideología que profesen como personas, se crean, entiendan y apliquen el contenido esencial de los derechos humanos y de las libertades inherentes a la dignidad de toda persona, sea quien sea, ciudadano anónimo o público.
La brillantez técnica y la reconocida competencia e independencia profesional de esos magistrados será la mejor garantía para la justicia constitucional y la protección del ciudadano. Justicia que debe ser incolora y ajena a inclinaciones e injerencias de poderes políticos y mediáticos. Así también se fortalecerá nuestra democracia y nuestro Estado de derecho. Y ello, sin perjuicio de que, como dijera Tomás y Valiente, “en una sociedad democrática dotada de las libertades que el propio Tribunal ampara, siempre habrá, en cada caso, ante cada sentencia no rutinaria, aplausos y censuras”.
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