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Venezuela, una elección trascendente

El presidente de Venezuela y aspirante a la reelección, Nicolás Maduro.

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La elección presidencial en Venezuela, que enfrenta al actual mandatario, Nicolás Maduro, al frente del Gran Polo Patriótico –cuyo núcleo es el Partido Socialista Unido de Venezuela–, con Edmundo González, líder sobrevenido de la opositora Plataforma Unitaria Democrática –que reúne a 11 partidos cuyo único nexo de unión es el antichavismo–, ante la concurrencia de otros ocho candidatos sin posibilidades, adquiere un carácter histórico porque, desde que en 2013 Henrique Capriles estuvo a punto de vencer a Nicolas Maduro, es la primera vez que un candidato opositor tiene serias posibilidades de ganar y acabar así con 25 años de gobierno bolivariano, que han cambiado radicalmente la historia reciente del país.

La victoria de Hugo Chávez en la elección presidencial de diciembre de 1998 inauguró la llamada revolución bolivariana y puso fin a cuatro décadas de un régimen político oligárquico y cleptocrático, en un país arrasado por la corrupción y la mala administración de los gobiernos de Acción Democrática y Copei, que habían arruinado Venezuela –dilapidando los ingentes ingresos petrolíferos– y provocado unas diferencias sociales abismales entre ricos que vivían en Nueva York o Madrid, o en barrios muy exclusivos, y las clases populares que vivían en los “ranchos” de las periferias urbanas, escandalosamente pobres.

Naturalmente, las élites extractivas venezolanas no iban a asistir de brazos cruzados al fin de sus privilegios y combatieron con todas sus fuerzas –y con apoyo exterior– un régimen que se anunciaba socialista, marxista y antimperialista. Desde el golpe de estado de 2002, los paros petroleros de 2002-2003, el referéndum revocatorio de 2004, todo fracasó contra la popularidad de Chávez, que fue reelegido en 2006, y de nuevo en 2012, aunque estaba ya enfermo. No llegó a tomar posesión de su nuevo mandato pues falleció en marzo de 2013.

Le sucedió, con carácter interino, su vicepresidente, Nicolás Maduro, que ganó en abril la elección presidencial a Henrique Capriles al frente una coalición opositora, la Mesa de Unidad Democrática (MUD), por un estrecho margen. También contra Maduro lanzaron los poderes fácticos venezolanos y sus aliados exteriores todas sus baterías, con mejor fortuna en este caso porque Maduro no era Chávez, no tenía su carisma ni su historia ni el afecto popular de su predecesor. En 2015 la MUD ganó las elecciones legislativas, y la Asamblea Nacional inició un procedimiento para revocar el mandato del presidente que el presidente suspendió en 2016. Maduro vuelve a ganar las presidenciales de 2018, que la oposición –que no se presenta– acusa de fraudulentas y no son reconocidas por muchos países. EEUU aumenta sus sanciones, lo que termina de hundir la economía venezolana, ya muy deteriorada por la hiperinflación. La Asamblea Nacional, de mayoría opositora, declara en 2019 que Maduro usurpa el cargo de presidente, le destituye – aunque esa destitución es inconstitucional, ya que exigiría la intervención del Tribunal Supremo de Justicia para ser legal– y nombra al presidente de la Asamblea, Juan Guaidó, como presidente encargado del país. El nombramiento obtiene el reconocimiento de más de 50 países, incluido EEUU, y la Unión Europea, aunque esta presidencia fantasma solo durará hasta diciembre de 2022 cuando la Asamblea retira a Guaidó su apoyo. 

Al principio de 2023 la situación internacional empieza a cambiar. Con el fin de la pandemia y la guerra de Ucrania en todo su apogeo, la administración estadounidense comienza a valorar la importancia del petróleo venezolano y busca una distensión con Venezuela, que pasa por un cierto acercamiento entre el régimen y la oposición. Bajo el patrocinio de Washington, se firman en Barbados, en octubre de 2023, unos acuerdos entre ambas partes en los que se establecen los derechos políticos y garantías electorales. Como consecuencia, parte de las sanciones aplicadas por EEUU al régimen bolivariano se levantan y la economía del país experimenta una moderada recuperación. No obstante, en los meses siguientes la administración estadounidense constata que Maduro incumple reiteradamente los acuerdos y vuelve a poner en vigor algunas sanciones.

El 5 de marzo de este año, el Consejo Nacional Electoral convoca la elección presidencial para el 28 de julio. En octubre de 2023 la Plataforma Unitaria, que sustituye a la MUD, había celebrado elecciones primarias para presentar un candidato único, que fueron ganadas por abrumadora mayoría por María Corina Machado. Como quiera que Machado estaba inhabilitada para presentarse, en marzo de 2024 apoya a Corina Yoris como cabeza de lista de la oposición. Cuando esta no es tampoco inscrita, sin una razón clara, y ante la finalización del plazo, inscriben a Edmundo González Urrutia como candidato en abril, para salvar la candidatura unitaria, con la idea de sustituirlo después. Pero en las semanas siguientes, y a falta de un consenso mejor, Edmundo González se consolida como líder de la Plataforma Unitaria Democrática y rival de Nicolas Maduro.

Edmundo es un diplomático jubilado, de 74 años, que ocupó misiones en el extranjero durante los gobiernos de Chávez, al que acompañó en alguno de sus viajes. No parece que entre sus ambiciones personales estuviera la candidatura presidencial, a la que ha llegado como tercera opción y casi por casualidad. Parece haber asumido su papel con dignidad, pero está claro que la verdadera candidata, la que ha llevado el peso de la campaña y suscita auténtica devoción popular es Corina Machado, que está a su lado en todo momento.

Según la mayoría de las encuestas, González Urrutia –con el apoyo de Corina– se impondría a Maduro por porcentajes que van del 20% al 40%. Pero también hay otras encuestas que dan vencedor al actual presidente por porcentajes de hasta el 20%. Hay que considerar que en Venezuela hay numerosas encuestas, algunas hechas por empresas o institutos muy poco fiables, o incluso que no existían antes de esta campaña electoral, y que las encuestas son usadas claramente como arma electoral más que informativa, con lo que su fiabilidad deja mucho que desear.   No obstante, las posibilidades de ganar de la oposición son evidentes. Todas las veces que Maduro ha ganado una elección con mayorías claras, ha sido por incomparecencia de una oposición digna de tal nombre. La única vez que la oposición se presentó unida, en 2013, estuvo a punto de perder, y ahora su popularidad está mucho más deteriorada que entonces.

La cuestión candente es si Maduro, y el régimen que lo sustenta, van a permitir la victoria de la oposición, que significaría en realidad el fin del régimen bolivariano. El fraude es más que complicado, porque el sistema electoral venezolano está completamente automatizado, tiene doble comprobación, y es uno de los más seguros del mundo, además de que habrá observadores de Naciones Unidas, del Centro Carter –especializado en estos asuntos–, la CELAC y la Unión Africana, aunque no de la Unión Europea ni de algunos países americanos como Brasil o Argentina. De todas formas, el resultado no puede ser completamente justo considerando que casi ocho millones de venezolanos han tenido que emigrar a otros países y solo unas decenas de miles están registrados y podrán votar. La única forma que tiene el régimen de influir en la elección es mediante intimidación o bloqueando las votaciones. O causando incidentes graves que le sirvan para declararla nula. 

Pero esto solo podría hacerse si los resultados fueran ajustados. Si el candidato opositor gana por 20 puntos o más, Maduro no tendrá otra opción que reconocer su derrota, porque no va a encontrar nadie en el mundo que le respalde, ni siquiera sus tradicionales aliados. El actual presidente declaró que si ganaba la oposición podría haber un “baño de sangre”, pero esto no deja de ser una amenaza desmesurada para intentar disuadir a los votantes opositores. Dirigentes de la izquierda latinoamericana como el brasileño Lula, el chileno Boric o el colombiano Petro, incluso su propio hijo, ya le han advertido que, si pierde, debe retirarse. En todo caso, Maduro seguiría en el poder casi seis meses, hasta el 10 de enero, y ese período de transición, en el caso de que gane Edmundo, podría ser crítico. Tendría que negociarse una transferencia de poder pacífica y consensuada, que incluiría probablemente la inmunidad de Maduro y sus principales colaboradores.

El final del régimen bolivariano, si se produce, será un terremoto, no solo para Venezuela, sino para toda la región. Venezuela volvería a la senda de las democracias liberales, aunque seguramente los efectos de estos 25 años no desaparecerían y seguirían influyendo en el futuro. Desde el punto de vista geopolítico, los países latinoamericanos que están más cerca de China y Rusia que de EEUU: Cuba, Nicaragua, y en menor medida Bolivia, perderían un apoyo fundamental, y EEUU volvería a tener un importante aliado en el Caribe. Probablemente el contencioso de la Guayana Esequiba se solucionaría con un acuerdo definitivo. El seguro levantamiento de las sanciones impulsaría la economía y pondría de nuevo el petróleo venezolano en el mercado con la consiguiente influencia sobre los precios. Posiblemente, parte de los emigrados regresarían. Y Venezuela podría volver a cooperar con sus vecinos en la OEA y Mercosur, donde ahora está ausente.

Y más allá de los resultados prácticos, la experiencia bolivariana conduce a una reflexión sobre la democracia y su valor absoluto. Las democracias liberales necesitan, para funcionar correctamente, un cierto equilibrio entre clases sociales, una correlación de fuerzas que no sea demasiado asimétrica. Cuando una clase social o una parte de la población detenta la inmensa mayoría del poder económico y político, la otra parte no encuentra más salida que la revolución, y en ocasiones la dictadura, para sobrevivir a la reacción de los poderosos ¿Cabe sacrificar la libertad para alcanzar la justicia? Ambas deberían ser inseparables, pero cuando la libertad es meramente formal y las posibilidades de una auténtica justicia se esfuman, no lo son. Y si hubiera que optar, seguramente la mayoría optaríamos por la libertad.

Esperemos que gane quien gane la elección presidencial en Venezuela, se abra un período de distensión política y de negociación entre ambos bandos, en línea con los acuerdos de Barbados, que permitan al valiente y sufrido pueblo venezolano mirar al futuro con seguridad, libertad y esperanza.

     

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