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80 decibelios

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Como española residente en el exterior desde hace décadas, una de las cosas que me suelen preguntar, tanto aquí como en Austria, es qué echo de menos o qué me llama la atención de uno u otro país. La lista es larga, tanto de lo uno como de lo otro, pero de las primeras cosas que me vienen a la mente cuando pienso en España es el ruido. Quizá no tanto el ruido como el nivel de voz que se usa en los lugares públicos.

Siempre he dicho que, al llegar desde Austria, necesito tres días para acostumbrarme a ello y, mientras tanto, cada vez necesito más tiempo, no sé si porque me voy haciendo mayor y cada vez me molesta más o porque ha habido un incremento objetivo del volumen de ruido ambiente.

Que las fiestas y las verbenas y las mascletás y las discotecas fueran ruidosas era algo que me parecía natural. Con evitarlas, si las encontraba desagradables, era suficiente. Pero es que ahora hemos llegado al punto en que, cuando entras en un restaurante -incluso en los que supuestamente son elegantes-, y tienes la desgracia de que esté lleno, y especialmente si hay una mesa de más de cuatro personas, el griterío es desalentador. Apenas puedes entender lo que te dice la persona que está frente a ti en tu mesa, mucho menos lo que hablan dos puestos más allá. La conversación, si la hay, se reduce a lo que puedes comprender de lo que te dice casi al oído quien está a tu lado.

Nadie parece darse cuenta de lo molesto que resulta que todo el comedor tenga que enterarse de las gracietas que sueltan los energúmenos de la mesa del fondo a voz en grito y participar, sin desearlo, del tema de conversación que hayan elegido y que no suele ser precisamente edificante.

Además, si tu mala suerte quiere que la mesa más grande esté ocupada por un grupo de hombres jóvenes, puedes darte prisa en cenar y salir corriendo del local porque por alguna extraña razón, parece que los hombres españoles entre los veintitantos y los treinta y tantos usan el volumen de su voz para demostrar que están más arriba en la jerarquía masculina, que tienen más razón en sus opiniones y que sus intervenciones humorísticas son más graciosas. Ya entran dando gritos, se sientan y van subiendo el volumen, que se incrementa conforme beben cerveza, sangría, vino o lo que sea. El único respiro es cuando les sirven la comida y durante unos minutos, mientras se lanzan sobre las viandas, hay un poco de paz. Luego, retoman con más ahínco.

También se da el caso de mesas mixtas de parejas jóvenes en cena de viernes o sábado en las que, a las potentes y elevadas voces masculinas, se unen las más agudas de las mujeres, punteadas de largas y sonoras risas que van subiendo de tono a medida que avanza la noche.

A esto se suma algo muy español (era una pregunta habitual de todos mis estudiantes cuando regresaban de un Erasmus en España porque lo encontraban incomprensible): antes, en prácticamente todos los locales públicos había un televisor encendido a toda voz. Ahora, por fortuna, los televisores siguen encendidos, pero en mudo. A cambio, suele haber música de fondo que rara vez casa con las imágenes que ofrece la pantalla y compite con las conversaciones y las risas hasta que las personas que han ido a comer o a cenar solas o en pareja o en una mesa de cuatro tienen que resignarse a callar y sonreírse entre ellos, ya que la conversación se hace imposible. Nada de sobremesa, porque el griterío no invita a quedarse más tiempo.

También las largas mesas familiares en las que se celebra un cumpleaños, un aniversario o cualquier otra efemérides son insoportables con sus gritos, sus brindis y sus niños pidiendo a voces lo que se les ocurre sin que los padres les digan que en un restaurante no se grita, que hay otras personas que también tienen derecho a celebrar su fiesta con tranquilidad, aunque sean menos en número.

No estoy abogando por un silencio monacal mientras se come, pero no acabo de entender por qué en nuestro país no es posible lo que sí se puede hacer en otros sin menoscabo para nadie. En Austria, en Alemania, en Suiza... en casi todas partes puede uno ir a comer a un restaurante, a una tasca, sin salir con la cabeza a explotar y con dolor de oídos. Allí también hay familias, grupos de amigos, varias parejas en cada mesa, pero la conversación de cada grupo se queda entre ellos sin molestar a los demás.

El problema no es solo para los clientes de esos locales. Las personas que trabajan en hostelería como camareros y camareras tienen derecho a poder ejercer su trabajo sin sufrir secuelas derivadas de la mala educación de la clientela. No es posible ni decente forzarlos a soportar un nivel de ruido de más de ochenta decibelios (no hablo por hablar, lo he medido en muchas ocasiones) durante horas. Y tampoco pueden ponerse tapones en los oídos o auriculares de cancelación de ruido, como en los aeropuertos, porque su trabajo consiste precisamente en oír lo que el cliente pide y satisfacer su petición.

Que el ruido en un concierto multitudinario sea de poner los pelos de punta parece normal y quizá lo sea. Si a uno le molesta, no va, y listo. Lo malo es cuando a uno empieza a molestarle tomar un tren -cosa que resulta inevitable para millones de ciudadanos- porque se encuentra con que muchísimos de los viajeros se dedican a conversar por móvil como si lo hicieran por megáfono, o ponen su música favorita o la película que están viendo a todo volumen, o juegan en su tableta a juegos que pitan constantemente. Eso ya es cosa de que lo que antes llamábamos “buena educación” se está perdiendo con una rapidez inaudita.

Hace poco, en un tren, en el coche silencioso, le pedí a otra viajera que saliera a la plataforma a charlar por teléfono con su novio y, entre otros argumentos, le dije si no le parecía mal airear sus intimidades delante de todos los que íbamos en el mismo coche. Me dijo con total descaro que “se la pelaba” que nos enteráramos de lo que hablaba y que no pensaba moverse de allí. Eso tiene menos que ver con el ruido que con la grosería, pero estamos entrando por un camino muy feo en el que se considera que las demás personas y su bienestar no cuentan.

Las motos que pasan en verano con un ruido infernal a altas horas de la noche, los televisores de los vecinos a un volumen que una no se explica que ellos mismos puedan aguantar, las fiestas en los pisos de alquiler vacacional, las terrazas y su griterío... todo es un pandemonium que causa en los seres humanos un estrés absolutamente innecesario. Por no hablar de las circunstancias especiales de quienes tienen un bebé con dificultades para dormir o están a cargo de un anciano que necesita reposo, o un joven que está estudiando para unas oposiciones, o una persona que está en su casa y quiere oír un concierto o una conferencia que solo podrá escuchar con auriculares porque quienes le rodean no son capaces de moderarse en bien de todos.

El ruido ambiente nos está creando un desequilibrio que se podría corregir con un poco más de urbanidad, de buenos modos, de darse cuenta de que no vivimos solos y debemos un respeto a quienes nos rodean. Eso es lo que más me preocupa: cuando unos padres que le han puesto el móvil con dibujos animados a su bebé mientras ellos comen, hablan alto y se ríen con los amigos se dan cuenta -a base de lloros- de que el niño no oye el programa, en lugar de bajar ellos la voz y explicarle que no es correcto subir el volumen del aparato, se limitan a subirlo al máximo y ellos siguen haciendo ruido. Ahí está el problema: que las siguientes generaciones no aprenden (ni han aprendido las dos últimas, al parecer) que la clave de la convivencia está en el respeto de las necesidades de los demás.

Muchos se van de vacaciones al campo o a las montañas buscando la paz y luego, nada más bajar al desayuno, empiezan a pegar gritos y risotadas y a obligar a todo el comedor a escuchar lo que dicen, lo contentos que están de haber salido de la ciudad para encontrar la calma en un pueblo. Entonces es cuando a uno le apetece volver a la ciudad con la esperanza de que se hayan marchado todos y haya un poco de silencio.