Acaparar es un comportamiento muy extendido en el reino animal para hacer frente a situaciones de escasez. También lo llevan a cabo los seres humanos, con el agravante de que muchas veces provocan privación de bienes necesarios para sus congéneres. Una modalidad de este fenómeno que cobra mucha actualidad es el acaparamiento de oportunidades. Esta es la tesis del nuevo libro de Robert V. Reeves, Dream hoarders. How the American Upper Middle Class Is Leaving Everyone Else in the Dust, Why That Is a Problem, and What to Do. Se trata de un ensayo que defiende una tesis controvertida. En su opinión, para entender las nuevas dinámicas de generación de desigualdades, haríamos mal en concentrarnos en lo que sucede con el 1% o el 0,01 más rico. Su trabajo, centrado en Estados Unidos, sugiere que alguno de los mecanismos que subyacen a la creciente polarización social son resultado de la acción de la clase medias-alta (Reeves habla del 20% más rico, pero quizás se podría extender un poco, al 30%, especialmente en los procesos de trasmisión intergeneracional de estatus entre padres e hijos). Las clases medias altas se apropian y “acaparan” oportunidades (opportunity hoarding).
Aunque el discurso sobre la clases medias-alta en Estados Unidos de Reeves no es totalmente trasladable a España, los paralelismo son evidentes, y nos ayudan a reflexionar sobre muchas cosas acaecidas en los últimos años, tanto en el terreno socioeconómico como político.
La clase media-alta la constituyen, por lo general, personas con estudios superiores, buenos empleos, salarios adecuados que les permiten ahorrar, tener una buena vivienda, posiblemente una segunda residencia y solvencia ante cualquier adversidad. Pero catalogar a alguien en este segmento no es fácil. La posición social no depende de una variable, pero los ingresos (ajustados por la composición del hogar) suelen ser bastante definitorios. El INE le coloca en el 20% más adinerado (lo que se conoce como quintil más alto) si usted vive en un hogar unipersonal e ingresa, por todos los conceptos, 22.300 euros netos anuales o más. Si vive usted con otro adulto y dos niños, pertenecerá a ese quintil solo en el caso en que en su hogar se ingresen 46.800 o más.
La clase media-alta no suele estar en el punto de mira de los que denuncian el enriquecimiento de los más ricos. Bastantes se tienen por personas de centro moderado, incluso de izquierda, esquivando la idea de que su situación de relativo privilegio los aboca al conservadurismo. Muchos niegan a los demás ser clase media-alta. Incluso se lo niegan a sí mismos. Sus pautas de consumo no son necesariamente ostentosas. Buena parte de la clase media en el capitalismo postindustrial evita el “consumo conspicuo”, esa forma de exhibicionismo que, como señalaba Thorstein Veblen, se utilizaba en la fase de capitalismo industrial para marcar la posición de uno en la escala social.
Bastantes de los miembros de esta clase acomodada proceden de estratos algo más bajos, y han sido aupados a su nueva posición por la modernización del país y la expansión de oportunidades educativas. De ahí que entiendan que las experiencias de adversidad y desvalimiento no son plato de buen gusto y estén dispuestos a sostener la red de protección pública existente, siempre que los impuestos para ello se mantengan en un nivel razonable.
Pero su éxito social les ha vacunado frente a la compasión excesiva. Vengan de donde vengan piensan que el mundo está lleno de oportunidades para quien tiene talento y se esfuerza. Se trata de aprovecharlo. Están firmemente convencidos de que ellos mismos son la viva materialización de las oportunidades que ofrece un sistema meritocrático.
La sólida posición económica de la clase media-alta suele tambalearse poco en los periodos adversos. No lo hizo en la última crisis: ni sus salarios ni sus ingresos totales se resintieron apenas. Reproducir su estatus, situando a sus hijos en las posiciones de clase que les corresponden (a la altura de la de sus padres o por encima) les costó algún quebradero de cabeza, pero al final la lógica se impone y las inversiones realizadas en sus hijos suelen ofrecer los retornos esperados. Esa es su verdadera seña de identidad: el empeño en que sus hijos puedan sortear las dificultades que se les presenten en la vida y puedan encontrarse en las mejores condiciones para aprovechar las oportunidades que les lleguen.
A este empeño dedican tiempo y dinero. Cuando no tienen suficiente tiempo, ponen dinero. Dinero para sufragar buenas escuelas infantiles, donde puedan quedar al cuidado de profesionales adiestrados para estimular sus competencias cognitivas, y luego un buen colegio. Dinero para campamentos, estancias de verano en el extranjero, actividades extra-escolares, el bachillerato en Estados Unidos (o Irlanda, si la cosa no da para tanto), un Erasmus en una universidad de campanillas o un buen posgrado. Si la cosa va mal, dinero para pagar tutores de repaso, psicólogos o internados. Lo que haga falta.
Pero el dinero, como casi siempre, no lo explica todo. Los vástagos de la clase media-alta se benefician del capital cultural de sus familias. El capital cultural lo constituyen bastantes intangibles y algunos recursos materiales de que disponen estas familias. Forma parte de ese patrimonio el lenguaje que utilizan los padres en las interacciones con sus hijos, que moldea la forma de hablar de estos últimos; los recursos educativos de los progenitores para inculcar conocimientos y estimular competencias; la capacidad para apreciar y dar cauce a los talentos de los menores; la mayor propensión a cultivar valores pro-escolares y aspiraciones al logro educativo; la orientación y el apoyo que les ofrecen para superar retos escolares.
En muchos hogares de clase media-alta hay libros, lo que no es baladí: el número de libros en el hogar es uno de los indicadores que mejor correlaciona con las puntuaciones de los adolescentes en la prueba PISA. Padres y madres de clase media-alta tienen un concepto de lo que significa ser buen padre y buena madre que pasa principalmente por colocar a su hijo/a en la pista de despegue del éxito social. Y si no despega, se trata de conseguir que no se precipite por la escalera social. Los sociólogos nos referimos al umbral social por debajo del que no caen los hijos de la clase media-alta como “suelo de cristal” (glass floor).
La mayoría de personas que escribimos columnas en la prensa o emitimos juicios de autoridad como expertos en los medios, en las empresas, en los partidos políticos o en las entidades sociales, pertenecemos a la clase media-alta o estamos en sus aledaños, esperando meter el hocico donde creemos que merecemos estar. Nuestra voz es la más oída porque tenemos foros para expresarnos y pericia para hacerlo. La clase media-alta tiene una capacidad enorme de marcar el paso al debate público, imponiendo sus preocupaciones y sensibilidades.
Aspiramos a que el gobierno solucione la precariedad de nuestros hijos, olvidando que la verdadera precariedad es la de quienes la experimentan en combinación con la pobreza y la exclusión. Recompensamos a gobiernos y partidos que nos prometen bajadas de impuestos y desgravaciones que nos benefician mientras toleramos el deterioro de servicios públicos que, a la postre, no utilizaremos porque estamos en condiciones de contratar servicios privados. Celebramos la multiculturalidad y nos mostramos dispuestos a acoger refugiados, pero no nos preocupamos por sus condiciones de vida una vez en el país, ni de que disfruten las mismas oportunidades que los demás.
Las verdaderas oportunidades --las que conducen al éxito social-- son y pretendemos que sigan siendo para nosotros y nuestros hijos. Gracias a ello, en última instancia, seremos (y serán) los que podamos (puedan) acreditar “méritos” que justifiquen nuestra posición de clase preeminente.
La crisis ha acabado y la clase media-alta debe arrimar el hombro para sacar del pozo en que han caído millones de españoles que no tuvieron la fortuna de haber podido sortear los embates del desempleo y la falta de protección social ni se están beneficiando de una salida desigual de esa coyuntura. La clase media-alta debe ser convencida de que la próxima crisis que nos toque vivir tiene que ser más democrática. No puede concentrase de nuevo solo sobre los maltrechos hombros de los grupos más desfavorecidos.
No es solo una cuestión de justicia. La clase media-alta debe entender que anteponer su bienestar y acaparar todas las oportunidades conduce a situaciones colectivas sub-óptimas, en que salimos perdiendo todos. ¿Será posible desactivar su tendencia egocéntrica al acaparamiento de oportunidades con apelaciones a favor del bien común? ¿o habrá que confiar en la aparición de una nueva generación de intervenciones públicas para frenarla?
*Agradezco los comentarios y sugerencias de mejora de Laura Fernández y Marga Marí-Klose a versiones anteriores de este artículo.