Agradecer lo que tenemos

23 de diciembre de 2024 22:24 h

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Como llevo ya unos cuantos artículos hablando de lo que, en mi opinión, va a salir mal si seguimos por donde vamos, he decidido aprovechar que este es el último del 2024 y, antes de ganarme la fama de agorera, como Casandra, se me ha ocurrido comentar por qué creo que los que estamos vivos ahora (en esta zona del mundo) tenemos una suerte inaudita. 

Comparando con el pasado de aquí mismo, de España, y comparando con un futuro que aún no es pero que, como amante de la ciencia ficción, imagino hasta cierto punto, hay tanto bueno, tanto por lo que estar agradecidos que es difícil saber por dónde empezar. 

Hemos tenido la suerte de nacer en una época en la que la esperanza de vida se ha extendido hasta límites antes impensables, que la sanidad pública existe y sus profesionales están preparados para salvarnos de enfermedades y accidentes que antes eran mortales de necesidad. ¿Alguien se acuerda de cuando las familias tenían que ahorrar todo lo posible por si surgía un imprevisto sanitario y había que pagar a un médico? ¿O de cuando se hablaba de un sexagenario casi como un prodigio de longevidad? 

Tenemos un sistema educativo que permite que toda la población tenga asegurada la escuela, que nadie tenga que prescindir de los conocimientos de nuestra civilización por falta de medios económicos, lo que ha hecho que casi el 100% esté alfabetizado (que luego una gran parte de ellos no sean capaces de entender bien lo que leen es otro asunto al que más adelante dedicaré otro artículo; no nos pongamos pesimistas ahora). 

Comemos todos los días, sea invierno o verano, sin tener que estirar al máximo las reservas acumuladas en otoño hasta que vuelva la primavera. No solo comemos todos los días, sino que nos permitimos el lujo de elegir qué queremos comer hoy, qué nos apetece (sé perfectamente que, por desgracia, aún hay una significativa cantidad de población que vive por debajo del límite de la pobreza y tiene que acudir a ayudas sociales; pero esa ayuda existe). En los lugares donde vivimos (aunque el tema de la vivienda no esté totalmente resuelto y no sea ideal) tenemos agua corriente, limpia y potable. Hay electricidad que nos permite tener luz durante la noche y estar comunicados con el mundo a través de los maravillosos inventos de este siglo como los móviles, los ordenadores y el internet. 

Desde hace unas décadas disponemos de medios anticonceptivos fiables y seguros, lo que ha permitido que las mujeres –pero también los hombres–podamos vivir libremente nuestra sexualidad sin la espada de Damocles de los hijos no deseados. Tenemos, además, los mismos derechos que los hombres y, al menos en el funcionariado, salarios iguales por el mismo trabajo. 

La actitud social frente al aborto, el adulterio, la promiscuidad, la orientación sexual y el género, que hasta hace muy poco, debido a la dominación de la Iglesia católica y las leyes franquistas, era absolutamente negativa –todo lo que he nombrado era incluso constitutivo de delito–, ha cambiado por completo, de manera que toda la población tiene derecho a hacer lo que mejor le parezca en estos temas, igual que tenemos derecho constitucional a nuestra propia imagen, cosa que hasta hace muy poco era impensable. 

Tampoco nos asfixia ahora la religión –ninguna de ellas– porque socialmente consideramos que cada uno tiene derecho a elegir cómo quiere relacionarse con la espiritualidad y la trascendencia o si prefiere no hacerlo de ningún modo. Nos hemos librado (en general) del Pecado y, poco a poco, de la Culpa –ambas, palabras que se escribían con mayúsculas– que nos estuvieron inculcando durante un par de milenios para tenernos controlados con las herramientas del terror y el castigo. 

Tenemos vacaciones pagadas y más fiestas de las que hubiéramos podido imaginar. Tenemos música siempre que queramos, sin tener que esperar a que llegue la Navidad, la Pascua o las fiestas del pueblo para poder oír a una banda o a un par de músicos itinerantes. Gracias a internet, podemos asistir a los mejores conciertos, a las conferencias más brillantes, a las obras de teatro con los mejores elencos artísticos. Podemos darnos una vuelta por los museos del mundo sin salir de nuestra sala de estar. Los ancianos, que antes vegetaban junto al fuego y no tenían más distracción que los nietos y bisnietos mientras iban perdiendo la cabeza, pueden ahora asistir a la actualidad internacional y recibir impulsos constantemente para que su cerebro no se deteriore por falta de información. Ahora pueden ver la tele y hablar por videoconferencia con sus hijos e hijas por muy lejos que vivan estos. 

Y como ya hemos empezado a hablar de lujos, vamos a nombrar también que podemos entrar en cualquier ciudad que deseemos sin tener que pasar un control en la puerta de la muralla, con el riesgo de que no nos dejen pasar como sucedía en el pasado, y sin tener que pagar una tasa para entrar en ella como sucederá muy pronto en el futuro. Tenemos la posibilidad de viajar a cualquier lugar que deseemos, en vehículos cómodos que incluso tienen climatización y entretenimiento, sean autobuses, trenes, coches, barcos o aviones. Tenemos vehículos individuales o familiares que nos permiten llegar a donde queremos ir sin estar pendientes de horarios de transportes colectivos. Es muy probable que a la vuelta de diez años tengamos también coches autónomos que nos llevarán a los lugares que les indiquemos, con mayor seguridad que si hubiera un conductor humano. De hecho, quizá incluso quede prohibida la conducción humana o exista un examen especial para tener la licencia de hacerlo. 

Somos probablemente las últimas generaciones que podrán disfrutar del privilegio de volar, el sueño de la Humanidad desde hace milenios. Es posible que muy pronto los vuelos reales (o incluso los viajes por tierra) sean eliminados por cuestiones medioambientales y sean sustituidos por viajes en realidad virtual que, poco a poco, se irá haciendo cada vez más real y tendrá la ventaja de que no contaminará el planeta ni saturará las ciudades con las masas de turistas de las que ahora nos quejamos. Cuando dejemos de viajar “en natura”, volverá a haber pisos en venta y alquiler a precios asequibles, se podrá pasear con calma por las más hermosas ciudades y habremos resuelto muchos problemas. Pero nosotros, los que estamos vivos ahora, habremos disfrutado de algo que para las generaciones anteriores y para las que vendrán habrá sido solo un sueño: subirnos a un enorme pájaro de plata y ver el mundo desde arriba mientras, en el colmo del lujo y el refinamiento, bebemos, comemos o vemos una película. 

Desde hace un siglo tenemos electrodomésticos que nos simplifican las tareas cotidianas. Ahora casi nadie parece darse cuenta, pero la lavadora nos cambió la forma de vivir y de pensar. Ya no tenemos que ir al río o al lavadero a meter las manos en agua helada y restregar la ropa en piedras y tablas con un jabón que va destruyendo la piel. Ya podemos permitirnos tener muchas prendas diferentes y variadas, sin esperar un año para poder estrenar algo. Podemos conservar los alimentos en verano en nuestras neveras. Hay máquinas que lavan los platos y máquinas que se pasean por la casa limpiando el suelo o se pegan a las ventanas para limpiar los cristales (el cristal, otro gran invento que nos permite tener luz del día sin helarnos). 

El desarrollo de la robótica permitirá que tengamos ayuda doméstica a un nivel que casi ni nos imaginamos y que las personas ancianas puedan contar con una compañía perpetua, siempre dispuesta a reírse de nuestros chistes, llevarnos al baño cada vez que se lo pidamos y escuchar nuestras historias por muchas veces que las hayamos repetido. 

Las generaciones nacidas entre 1955 y 2000 hemos heredado un planeta ya en franca degeneración (por nuestra culpa y la de nuestros abuelos, claro), pero hemos disfrutado de un desarrollo social y técnico sin precedentes que nos ha permitido vivir en un progreso continuo y prácticamente en el país de Jauja, aunque nos hayamos acostumbrado a quejarnos porque los seres humanos siempre queremos más y nada nos parece bastante. 

En muchos de mis artículos, cuando escribo sobre cómo veo yo el derrotero que llevamos y qué puede pasar en el futuro, puede dar la impresión de que soy una nostálgica apegada al pasado y una pesimista. Soy una nostálgica, sí, lo confieso, pero soy terriblemente vitalista, optimista incluso, y no querría vivir en ninguna otra época. Creo que me ha tocado la mejor.  

Creo también que el futuro podría ser mucho más luminoso si nos diéramos cuenta de lo que estamos haciendo y de que la cosa se presenta sombría. Pero hoy solo quería recordar a quienes leen estos artículos –gracias por hacerlo y por los comentarios, que me sirven mucho para tratar de hacerlo mejor–algunas de las cosas buenas que tenemos. En parte porque es Navidad y, tradicionalmente, toca hablar de lo bueno, pero sobre todo porque es así como lo veo, porque sigo dando gracias en mi fuero interno por poder vivir en paz en un país libre, por tener educación y derechos, por todo lo que hemos conseguido como sociedad, por la cantidad de cosas estupendas que nos rodean y que acabo de nombrar (hay más, pero no cabían todas). 

En Europa, nunca tanta gente ha vivido tan bien como ahora y eso es algo que quería recordar para que lo apreciemos. 

Les deseo unos días alegres y tranquilos, de abrir los ojos, los oídos y el alma para darse cuenta de lo que tenemos y agradecerlo.