Es uno de esos tópicos que no requiere discusión: ahí arriba, en la cúspide del poder, hay alguien evitando que pensemos. Siempre lo ha habido y siempre lo habrá. Allí donde ven un atisbo de pensamiento, los mandamases religiosos, políticos y empresariales lo atizan con fuerza hasta hacerlo desaparecer.
La realidad es que no hace falta. Bertrand Russell lo dijo hace tiempo: “Muchas personas preferirían morirse antes que pensar. De hecho, es lo que hacen”. La ciencia parece haber confirmado la intuición del filósofo. Un tal Wilson y algunos colegas suyos llevaron a cabo hasta once estudios para descubrir qué sensaciones experimentamos cuando nos dejan a solas con nuestros pensamientos, sin nada que hacer, en una habitación vacía. Los resultados se publicaron en Science en 2014. Se pedía a la gente que estuviera quince minutos (¡quince minutos!) simplemente pensando. La mayoría lo describió como una experiencia desagradable -los hombres en mayor proporción que las mujeres-. Pero eso no es lo peor. Unos cuantos prefirieron sufrir una pequeña descarga eléctrica antes que seguir pensando.
Para quienes disfrutamos en nuestra cabeza, lo sorprendente no son los resultados del experimento, sino que alguien haya creído que pensar se hace sólo así: en solitario, sin nada en las manos, sin estímulos, sentados delante de una mesa blanca en una habitación desnuda. No es imposible y algunos son capaces si las circunstancias obligan. San Juan de la Cruz escribió el Cántico Espiritual mientras estaba preso: no le dieron ni lápiz y papel, pero lo compuso con su pensamiento y su memoria.
Nunca he reflexionado en esas condiciones, pero se me antojan angustiosas. En cambio, las ideas brotan cuando paseo, casi siempre con mi perra, por un gran parque o la montaña, mientras mi cerebro recibe estímulos como el sol en las mejillas, el olor de los jarales o la algarabía de los perros chapoteando en un arroyo. Los pensadores paseantes, por cierto, constituimos toda una tradición cultural desde la escuela peripatética.
Los pensamientos nacen gracias a un estímulo, el más célebre de los cuales es sin duda la manzana apócrifa de Newton. También me resulta habitual -inevitable, diría- pensar cuando leo. Sin ir más lejos, el artículo de Science que cito más arriba me hizo pensar sobre cómo pienso, me dio la idea de escribir este texto y produjo el chispazo sináptico que me hizo alumbrar la palabra que lo titula: aisladumbre. Su significado viene ahora.
Porque la forma de pensar que más me estimula, la más divertida en todos los sentidos - y a veces incluso fructífera-, es la conversación. A menudo, en charlas con amigos, hemos creado un pensamiento en torno a una idea, que no se sabe quién plantó, con una frase aquí, un concepto allá, un dato repetido a tiempo y a destiempo… He participado en reuniones en las que la solución a un problema emergía de manera orgánica entre los presentes. Sólo hay que respetarse, hablar y escuchar. He pensado con otros en una redacción y también en un ministerio. Desde luego en un bar y sobre la hierba, a la orilla de una piscina nocturna y serrana. Es un proceso difuso y esquivo, sin reglas, en el que la idea va creciendo con la misma gracia con que el cántaro emerge del torno del alfarero. A menudo parece magia y creo que en mi lápida pediré que graben: “Tuvo una vida de conversaciones maravillosas”.
Nuestra cultura nos ha metido en la cabeza que el pensador es un cazador solitario -varón y blanco, oh, sorpresa-, como el de la estatua de Rodin: la barbilla sobre la mano, los codos en las rodillas, cabizbajo y absorto en su mundo. Descartes se autorretrata así: “Permanecí todo el día encerrado en mi habitación, (…) pudiendo así entregarme sin restricción a mis pensamientos”.
Para quienes nos gusta pensar en común, El enigma de la razón, de Mercier y Sperber, es un libro revelador. Ellos explican cómo nuestro cerebro no es esa maquinaria ineficiente que describen Kanehman y Tversky, sino que funciona perfectamente cuando trabaja en la forma en que ha evolucionado para hacerlo, esto es, pensando con otros. Nuestro cerebro no es un órgano intelectual, dicen ellos, sino que está pensado para la supervivencia.
En estos tiempos más que nunca, el pensar político debe ser común, porque la inteligencia multiplica su potencia al hacerlo. Los miles de científicos que componen el famoso IPCC, el panel de la ONU sobre cambio climático, son el ejemplo de que sólo la inteligencia dialógica nos salvará.
Si los problemas parecen más pequeños cuando se comparten, si nos damos cuenta de que los cambios siempre empiezan cuando un grupo de personas se junta, conversa, debate y después va a buscar a otras, y estas a su vez a otros… quizá acabemos rescatando la política del fango. Por eso sospecho de todo lo que incentiva el aislamiento humano: las conversaciones por pantalla, las amistades de WhatsApp, las reuniones por zoom, las conversaciones por mail... Habrá que pensar en rescatarnos unos a otros de la aisladumbre, esa soledad pesarosa e incierta, en la que cada cual confía sólo en sí mismo para salir adelante, la política ha quedado abolida y la conversación es un acto insólito o subversivo.