Al día siguiente de la declaración de independencia (en diferido y en forma de simulación), Carles Puigdemont publicaba una imagen en su cuenta de Instagram. En ella se observaba un fragmento de un tablero de ajedrez, en el que las blancas adelantaban un peón. El que el president se coloque con las piezas blancas supongo que no es casualidad, pretendiendo con ello mostrarnos que lleva la iniciativa. Infiero no obstante que ni Puigdemont ni sus asesores son realmente muy duchos en el ajedrez, porque de haberlo sido, no hubieran elegido precisamente un movimiento de peón y sí cualquier otra pieza. Cuando un peón avanza, ya no hay vuelta atrás y reduce las posibilidades de maniobra (de cuya práctica tan orgulloso se muestra el bloque independentista). Un movimiento de peón y sin vuelta atrás, hubiera sido una verdadera Declaración Unilateral de Independencia (DUI).
No es la primera vez que desde el independentismo se utiliza la figura del ajedrez como metáfora del procés. Es una figura ideal para reforzar esa idea de que, enfrente, tienen a un adversario muy grande pero muy torpe, al que los independentistas derrotarán con su superior astucia. Pero lo cierto es que, si hubiera que buscar algún deporte que simbolice lo que hemos visto hasta ahora, estaríamos más bien ante un partido de tenis en el que ninguna de las partes (afortunadamente) ha decidido intentar anotar puntos decisivos. Precisamente, el haberlo evitado es lo que nos ha dado una oportunidad que tendremos que aprovechar, transformando todo entonces sí en una partida de ajedrez; una partida de ajedrez en la que lo primero es respetar las reglas (las mismas para ambos contendientes) y en la que lo ideal es que se firmaran las tablas, para que ninguna de las emociones complicadas en este proceso se sienta humillada y/o derrotada. Unas tablas que nos permitieran precisamente pasar de las emociones a las razones…y de las analogías competitivas a la política.
Y hace mucha falta la política. La ausencia de ella, la elección de la senda binaria de enfrentamiento, ha resucitado en las calles a nuestros más viejos fantasmas (los buitres acechan ante la expectativa de la tragedia). Pero si algo hemos visto estos últimos días, precisamente coincidiendo con la mayor tensión en todo el proceso, es también la aversión de la mayoría de la ciudadanía española (también en Catalunya) al enfrentamiento. Quiero pensar que ello es derivado de una cultura adquirida en estos 40 años, en los que la resolución de conflictos se ha realizado por las reglas de la democracia y a través de acuerdos. ¿Qué es el parlamentarismo sino un sistema basado fundamentalmente en la composición? ¿Se nos ocurre otra manera de establecer las reglas más básicas de la convivencia que no sea por medio del acuerdo y/o el sometimiento al imperio de la ley?
Entiendo que el avenimiento del PP a la propuesta de reforma constitucional del PSOE no es un paso menor en este sentido. No creo que nada de lo que se haya dicho sobre el PP y sus actuales dirigentes decaiga por ello, pero hay que valorar en la medida que vale el que hayan roto su veto permanente a la apertura de un proceso constituyente. Y no anticipemos el alcance de éste, porque por más que se pretenda, será difícil que el cambio sea solo cosmético. Existe un estado de opinión generalizado en la ciudadanía de una necesidad de regeneración profunda en nuestro sistema, tan solo hará falta comenzar para que esto se perciba y genere consecuencias.
Una constitución no es un texto que de manera exhaustiva deba regular cada uno de los aspectos del Estado de Derecho. Eso le corresponde a los gobiernos surgidos de la mayoría social en cada uno de los momentos, esa es la esencia de la capacidad de elegir en una democracia. La Constitución establece las grandes reglas del juego, normas que surgen de los valores que compartimos la gran mayoría de los ciudadanos/as (o que al menos estamos dispuestos a tolerar en razón de la convivencia). Es necesario que tengamos esto presente en cuanto a que la Constitución no colmará las expectativas de cada uno de nosotros, sino que por un fin superior deberemos sacrificar alguna de nuestras expectativas mayores. Da la sensación cuando se escuchan determinados discursos, de que algunas formaciones políticas no han reparado todavía en que somos más de 46 millones de personas y que todos y todas debemos caber en nuestro país. Eso no significa la necesidad de alcanzar unanimidades, pero sí de amplias mayorías.
Una reforma constitucional tiene que comportar muchas más cosas que la perfección y ordenación de un sistema territorial que lo necesita, pero sí es una ocasión excepcional para que nos pongamos de acuerdo en cómo Catalunya sigue en España y en cómo su ciudadanía se reincorpora a la ilusión de un proyecto compartido. Y para que un acuerdo entre las fuerzas políticas, con la participación de amplios sectores ciudadanos, pueda someterse a ratificación ante la ciudadanía en referéndum y renovar así el contrato social para tantas generaciones que no votamos en el 78. También en Catalunya.
Leo a la alcaldesa de Barcelona afirmar que “la reforma constitucional no puede ser una excusa para que no haya un referéndum pactado”, y yo me pregunto: ¿un referéndum sobre una reforma constitucional, de acuerdo a la legalidad, es menos referéndum? ¿Y si resultara que una reforma federal del Estado concita más apoyo ciudadano que una eventual secesión, también en Catalunya? ¿De verdad que no puede ser una solución y que no merece la pena intentarlo? ¿O sobre eso resulta que no se puede preguntar?