Hace unos días, el presidente de la RAE Darío Villanueva decía lo siguiente al ser preguntado por el lenguaje inclusivo en una entrevista de El País: “Las lenguas se rigen por un principio de economía; el uso sistemático de los dobletes, como miembro y miembra, acaba destruyendo esa esencia económica”.
La economía del lenguaje es uno de los argumentos estrella que nunca falta en los debates lingüísticos y que, sobre todo, vemos aparecer cuando se habla de lenguaje inclusivo y desdoblamiento (aunque no solo). Básicamente, lo que el principio de economía lingüística viene a decir es que los hablantes tienden a expresarse de la manera más corta, más breve y menos trabajosa posible. Este principio de mínimo esfuerzo lingüístico es el que explicaría la creación de abreviaturas (‘mates’, por ‘matemáticas’), la tendencia fonética a que las palabras se erosionen hacia formas más sencillas de pronunciación (como el desgaste fonético que nos lleva a comernos la D del participio: ‘te he llamao’), o la manera en que se distribuyen las frecuencias dentro del vocabulario de una lengua (con unas pocas palabras muy frecuentes y una larga ristra de palabras muy infrecuentes).
Que la economía y el ahorro lingüístico rigen el lenguaje es un mantra tan repetido que hasta los hablantes más desapegados de las cuestiones lingüísticas lo han interiorizado y es ahora una verdad absoluta inamovible: el agua hierve a 100ºC y la lengua se rige por el principio de economía lingüística. Sin embargo, merece la pena pararse a matizar algunas ideas generalizadas (pero erróneas) que se suelen asumir alegremente cuando hablamos de economía lingüística.
Y es que mentamos el principio de economía lingüística como si fuese el pilar fundamental sobre el que se asienta toda la estructura del idioma. Pero esto no es así. Si el principio de economía fuera la única fuerza motora de la lengua, nos veríamos abocados a expresarnos en gruñidos mínimos. De hecho, si nos paramos a mirar con detenimiento cómo hablamos, observaremos que buena parte de nuestra comunicación lingüística no puede ser explicada bajo una óptica tan limitada como la del principio de economía del lenguaje.
La negación es un buen ejemplo de cómo la economía no es necesariamente el principio que siempre prevalece en lengua. Cuando queremos decir que no a algo podemos simplemente decir ‘no’. Esta sería la respuesta más neutral y económica. Pero también podemos decir que ni de broma; que de ninguna manera; que ni harta a vino; que ni por todo el oro del mundo; que muchas gracias pero que prefiero quedarme en casa. Hay infinidad de situaciones lingüísticas de la vida cotidianas en las que el muy económico ‘no’ se nos queda corto o no nos parece la forma más adecuada de rechazar algo, así que optamos por hacer giros más largos: sacrificamos lo económico en aras de una mayor expresividad, bien para ser más contundentes o para que nuestra negativa resulte socialmente más aceptable, por ejemplo. Economía y expresividad son dos fuerzas contrapuestas que viven en un sutil equilibrio lingüístico. No debemos otorgarle todo el peso al principio de economía del lenguaje obviando el resto de fuerzas que rigen el funcionamiento de la lengua.
Pero es que además, tal y como solemos verlo enunciado parece que el principio de economía lingüística fuese una norma que ha de ser obedecida, como si existiese una cifra máxima de prolijidad lingüística o un techo de gasto lingüístico no rebasable que los hablantes tuviésemos que respetar conscientemente y en todo momento. “¡No hagáis eso con la lengua, que incumplís el mandamiento de economía lingüística!”. Pero esto no es exactamente así: el principio de economía lingüística no es una norma que debamos cumplir porque si no se nos viene abajo la torre del idioma. El principio de economía lingüística es una descripción que intenta dar cuenta de un fenómeno (fascinante) que hacemos naturalmente los hablantes en diversas facetas del idioma y que ocurre al margen de nuestra voluntad y consciencia. Volviendo al ejemplo de la erosión fonética, no es que un buen día los hablantes nos sentásemos y dijéramos “¡Qué derroche de consonantes! Hay que ahorrar, ¡a la basura con ellas!”. Precisamente, que esa autorregulación ocurra al margen de nuestra decisión consciente es lo que la hace fascinante. La economía del lenguaje, pues, es una cosa que sucede, no algo que los hablantes tengamos que obedecer.
Podemos argumentar ateniéndonos al principio de economía que cierta propuesta lingüística puede tener pocos visos de arraigar y sobrevivir a largo plazo. Pero creer que la economía del lenguaje es una ley que debemos cumplir (y hacer cumplir) o el único principio que rige y sustenta todo el equilibrio de una lengua es una aproximación muy limitada que refleja mal como funciona el lenguaje en su conjunto.