Establecer como delito el enaltecimiento del franquismo y la apología de sus crímenes es un paso en la línea adecuada que nos equipararía con los países de nuestro entorno que establecen como delitos contra la democracia cualquier expresión de odio, de exaltación del nazismo y de negación del Holocausto como elementos fundacionales de sus estados democráticos. Sin embargo, hacerlo hoy en España, en las actuales condiciones jurídicas, sociales y de cultura democrática es un error histórico de cálculo que incide en lo simbólico perdiendo de vista lo estructural. Un camino incapacitante que impedirá una política de memoria efectiva, justa y que sirva para construir un país más digno.
Se han dado multitud de argumentos a favor y en contra de la instauración de este delito. En lo que respecta a la libertad de expresión no hay que perder mucho tiempo, no es el debate para fijar posición al respecto e impide analizar el fondo de la cuestión. En España los delitos apologéticos llevan fijados muchos años. La mayoría de los que ahora se escandalizan han defendido con actuaciones represivas estos tipos penales para silenciar a la disidencia o cualquier opinión discrepante que pudiera encajar en los tipos penales preexistentes de manera intimidatoria.
No es cierto que la instauración de un delito como el de apología del franquismo, respetando los preceptos fundamentales de otras legislaciones, atente contra la libertad de expresión, como no lo hacen los delitos de odio cuando lo que pretenden es defender a colectivos vulnerables. Peor argumento aún es considerar la defensa del genocidio franquista como una opinión más. Porque no todas las opiniones son respetables, como recoge nuestra Constitución. El debate para rechazar la instauración del delito de apología de franquismo es estructural, más profundo y tiene ver con la pésima conciencia democrática y de memoria que existe en la actualidad en España. Una base imprescindible sin la que nada sólido y digno de mantenerse en pie puede subsistir.
Alemania. Siempre Alemania y su política de memoria para traerla al debate público, la mayoría de las veces de forma errada, sin la contextualización necesaria para establecer analogías y referencias comparadas acertadas. La única defensa que el Gobierno ha realizado de la instauración del delito de apología del franquismo ha pasado por hablar de la existencia de un reproche penal similar en Alemania contra la exaltación del nazismo. Es cierto que existe y que en lo que respecta a este aspecto la comparación es equivocada por un problema de fondo. El 20 de noviembre de 1945 comenzaron en Nuremberg los procesos judiciales que llevaron frente a los tribunales a 611 jerarcas nazis y que concluirían en noviembre de 1946. El nazismo fue juzgado y condenado primero, para posteriormente, muchos años después instaurar una serie de medidas que perseguirían la exaltación y apología de sus actos criminales.
Primero se juzga el hecho, y después la defensa pública del hecho. No fue hasta el año 1960, más de 15 años después de los juicios de Nuremberg, cuando la República Federal Alemana recogió en su código penal el artículo 130 que incluía la instigación al odio contra la población como delito. Ni siquiera era un artículo específico contra el nazismo o la negación del genocidio, aunque se presuponía que el objeto del tipo penal iba destinado a tal efecto. Su inclusión se produjo tras la profanación en la navidad de 1959 de la Sinagoga Roonstrasse de Colonia con pintadas de “judíos fuera” dos meses después de haber sido reinaugurada tras su destrucción durante la Kristallnacht. No fue hasta el año 1982 cuando se incluyó específicamente el delito de apología, negación y banalización del Holocausto. Promovido por el incipiente debate que se venía produciendo en Alemania sobre la relación con su pasado y que afloró en todo su esplendor en 1986 con el Historikerstreit o “Disputa de los historiadores”.
Un debate historiográfico entre Ernst Nolte, próximo al revisionismo histórico, y Jürgen Habermas. Nolte defendía en un artículo publicado en el Frankfurter Allgemeine Zeitung que el nazismo no fue una singularidad alemana, sino una reacción apartada del camino alemán como respuesta al imperialismo estalinista y que sus crímenes eran mucho menores que los ocasionados en la URSS. En definitiva, defendía que el nazismo fue una reacción defensiva al estalinismo. Jürgen Habermas fue el principal autor contrario a estas ideas, ya que mantenía que el revisionismo de Nolte era una estrategia política servida al gobierno conservador de Helmut Köhl para construir un orgullo nacional que necesitaba excluir al nazismo de su propia identidad.
Es sencillo encontrar la diferencia fundamental de base que existe entre el caso alemán y el español. En nuestro país no ha habido ningún proceso judicial ni de condena sobre el franquismo ni sobre cualquiera de sus responsables, ni al más alto nivel ni a nivel accesorio. Nuestra democracia nace de una ley de punto final como la que fue la ley de Amnistía. Las víctimas del franquismo anteriores a 1968 aún no tienen el estatus jurídico de víctima y siguen vigentes las sentencias franquistas y los tribunales sumarísimos de la dictadura, así como los efectos derivados de leyes infames como la de responsabilidades políticas. Es necesario comenzar por los cimientos, construir una memoria digna y olvidar por el momento el reproche penal a opiniones o celebraciones que defiendan hechos o actores históricos que no han tenido ninguna sanción legal.
Aún así, todas estas diferencias fundamentales y profundas no son las más severas para considerar un error la instauración del delito de apología del Franquismo. La diferencia más importante es que en España no nos hemos dotado de nuestro propio Historikerstreit. No existe memoria colectiva democrática que no haya sido precedida de un debate largo y complejo que instaure en la sociedad una verdad histórica como parte de su ideario moral y de justicia social.
Antes de que pensemos en medidas como la instauración del reproche penal es preciso iniciar un debate académico profundo sobre la memoria de nuestro país en el que participen las instituciones de forma activa con medidas concretas de educación y restitución. Alemania, durante su Historikerstreit, construyó el gran Monumento del Holocausto en Berlín. Tenemos la oportunidad de replicarlo en Cuelgamuros con medidas que no sean un insulto a la inteligencia como cambiar una orden monástica por otra, como pretende el Gobierno. Existe el modo, aunque sea más lento.
Un país que todavía no ha acuñado su propia verdad histórica y no ha construido su identidad colectiva hacia su pasado más dramático yerra de manera radical penalizando una cosmovisión particular privilegiando una interpretación colectiva inconclusa de un periodo dramático de nuestra historia. A día de hoy la conciencia colectiva mayoritaria sobre la Guerra Civil y la dictadura es la de una lucha fratricida que equipara a ambos bandos y oculta las atrocidades sistémicas del régimen franquista para instaurar una visión dulcificada de la dictadura basada en el progreso económico y que ha generalizado la concepción histórica que instaura el franquismo sociológico. En estas condiciones introducir un tipo penal específico para penar la opinión de una inmensa mayoría de la población española es un error de difícil cálculo para el futuro.
Piénsenlo mejor, reflexionen. Comiencen a dar pasos que doten de justicia y reparación a las víctimas, de reparación moral, conmemorativa y educativa antes de tomar medidas de tipo penal que en el futuro solo garantizarán una regresión en materia de memoria que muchos de los pocos supervivientes ya no tienen tiempo para permitirse. Nuestra memoria oral se está muriendo y es necesario preservarla y avanzar hacia su reparación antes de iniciar procesos de represión penal. Esperen. No es el momento.