Arde Notre-Dame y hay quienes ven en la catedral una imagen onírica de Europa en llamas: la desintegración, los nacionalismos rampantes, el fascismo a pie de calle. Hasta hay quien recuerda a Heine y su lamento de que la modernidad no tenía hechos tan sólidos como una catedral, señalando al gótico con sus razones de piedra.
Arde Notre-Dame así como ardió París en el siglo pasado y en los tiempos de la revolución. Arde también la religión y Dios hace tiempo ya que solo es humo porque, como señalaba Bauman, la forja del individualismo actual implica también la creación de un Dios personal, un nuevo dios que, “se hace uno a medida, como de bricolaje” y da por muertos a los demás dioses.
Bauman creía en un dios, en un hecho social que no se puede negar por la sencilla razón que surge sin que haya sido convocado, dado que nace de la incertidumbre humana, y eso implica que existirá siempre o al menos hasta que se extinga la especie, ni un segundo antes. Y ese dios no es otra cosa que el nombre que se otorga a la experiencia de la insuficiencia humana. Al cubrir esta carencia, decía Bauman que “los dioses no deben nada a sus subordinados: en especial, no les deben explicación alguna acerca de sus acciones o inacciones divinas referida a una regla de las que estas sean aplicación. A los dioses se les escucha porque estamos obligados a escucharlos sin tener el derecho recíproco de que nos escuchen. Ser Dios significa tener un derecho inalienable e indivisible al monólogo”. En este sentido, la política pugna por conquistar el espacio de la religión, ya que ambas compiten por un mismo público: todas las personas agobiadas por el peso de una incerteza que trasciende su capacidad individual o colectiva de comprensión y de acción para ponerle remedio.
La política se religioniza cuando sus modos se confunden con el absolutismo. Basta con recordar la salvación de la banca en la primera legislatura de Mariano Rajoy, el castigo y posterior redención de Grecia y, antes, cuando estalló el crack, el relato con el que el Estado norteamericano construyó, miedo mediante, para transferir una línea de crédito de 700 mil millones de dólares: “Todo está en riesgo si no se actúa; el fin toca a nuestra puerta si no socorremos a la banca”, afirmó entonces George W. Busch.
El Dios personal de Bauman es, como todos los dioses, una emanación, un derivado o una proyección de la insuficiencia, pero, a diferencia de los dioses institucionales, la insuficiencia que proyecta es personal. Una deidad propia, generada por el miedo a la soledad institucional y a la crisis, y al vacío existencial que ambas abonan. El Dios de la Iglesia reflejaba la insuficiencia de la especie humana al enfrentarse al destino, el Dios personal refleja la insuficiencia de un individuo dejado a su suerte por el cuerpo social, empujado a enfrentar en solitario al poder.
Manuel Valls asegura que, después del incendio, no habrá ruinas en Notre-Dame. La catedral volverá a abrirse al culto de los fieles, afirma Valls, y a la visita de los turistas, remozada. “No es esperanza, dice Valls, es convencimiento”. He aquí un dios.