La autobaja y la izquierda burócrata

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El Ministerio de Sanidad de Mónica García ha avanzado que iba a estudiar, con el objetivo de descongestionar el sistema sanitario y luego llevar adelante una reforma estructural, la “autobaja laboral” de tres días. Y ha sido sorprendente ver cómo reaccionaban, con igual escándalo, la CEOE (pidiendo al Gobierno que asumiera el coste), el empresariado (deslizando que “las autobajas costarían a la empresa 2.274 euros por empleado” y reinventando cualquier explicación de la plusvalía) y una parte de la izquierda –o de Podemos–, para la cual la autobaja sería poco menos que el culmen del neoliberalismo y Mónica García, Margaret Thatcher; como si fuera imposible agilizar o hacer más fáciles las cosas al mismo tiempo que se exigen mayores recursos para el sistema sanitario o, qué sé yo, una renta básica universal.

Entiendo que haya quien afirme, como ha hecho Héctor Tejero, que los contorsionismos de una parte de la izquierda con este tema tienen que ver con “primero estar en contra y luego intentar justificar el por qué”. Algo de eso hay, a la vista de que se está en contra del concepto mismo de la autobaja, sin que haya texto legal; existe la competición interpartidista, existe el querer marcar perfil propio: creo, sin embargo, que a ello no podemos reducir la cuestión, y que de fondo aparece un debate mucho más interesante. ¿Qué le pasa a la izquierda cuando oye hablar de reducir burocracia, papeleo o simplificar trámites? ¿Por qué, en ocasiones, nos produce miedo, como si cualquier “reducción de la burocracia” fuera una reducción de la asistencia, reducción de la ayuda o reducción del Estado en sí mismo? 

Lo que podría parecer una defensa de la burocracia esconde una parte de razón: acabar con la burocracia es una promesa insatisfecha del neoliberalismo, como atmósfera, como proyecto y como sistema económico. En su extraordinariamente citado ensayo Realismo capitalista, Mark Fisher escribía sobre los territorios no-pensados o reprimidos de ese mismo sistema, sobre aquellos frentes desde los cuales podía comenzar una crítica o reformulación capaz de convencer, otra vez, de que sí que hay alternativa. Uno de ellos es la burocracia. “En sus ataques clásicos al socialismo,” escribía Fisher, “las ideologías neoliberales deleznaban la burocracia que condujo a las economías controladas de arriba abajo a la esclerosis y la ineficacia generalizada. Con el triunfo del neoliberalismo, se suponía que la burocracia quedaría obsoleta y se convertiría en una especie de vestigio irredento del pasado estalinista. [Sin embargo], en lugar de desaparecer, la burocracia ha cambiado de forma”. 

Lo define posteriormente de forma más extensa, pero hagamos una síntesis de sus palabras: lo que dice Fisher, observando el estado de las cosas en el Reino Unido posterior a la aceptación de la ideología neoliberal del nuevo laborismo de Blair, es que “instituciones públicas como el Servicio Nacional de Salud y la fuerza policial están enmarañadas en una metástasis burocrática”, una inversión de las prioridades que constituye un síntoma de lo que él caracteriza como “estalinismo de mercado”: “lo que el capitalismo tardío toma del estalinismo, para repetirlo, es esta primacía de la evaluación de los símbolos del desempeño sobre el desempeño real”.

El sistema económico e ideológico que conocemos y habitamos pretende ser eficiente, y nos convence así de que él mismo y la eficiencia son sinónimos; no es verdad. Que algo sea eficiente no significa, necesariamente, que lo sea en los términos fijados por ese marco mental capitalista, que tenga que serlo en escalas de competitividad, de ajuste o de crecimiento o acumulación económica. Todas estas reflexiones no constituyen reflexiones superficiales, sino asuntos de fondo: ¿cuál será la concepción de la izquierda del siglo XXI sobre el trabajo y su rol en la vida humana? ¿En base a qué considerará a los sujetos dignos de derechos: por su desempeño o por el hecho en sí mismo de estar vivos? ¿Sabrá identificar con qué sueñan, desean y gozan?

Lo que esa izquierda no puede ser es ni burócrata ni nostálgica, enamorada del pasado y recelosa de cualquier transformación. No podemos cederles a los neoliberales tantos campos semánticos: ni la eficiencia, ni la adaptación, ni la transformación, ni el futuro, ni la “modernidad” les pertenecen, como menos aún les pertenece la libertad. Convertir a la izquierda en una visión del mundo de rostro arisco, gruñona, como si fuera el guardián ante la ley del relato de Kafka, es la vía más rápida para que se haga verdadero el insoportable adagio de nuestros tiempos sobre cómo la rebeldía se va volviendo de derechas.