La campaña electoral en curso está, de nuevo, alejando a la gente de la política. Nadie de los que podrían hacerlo va a pagar un sondeo para confirmarlo, pero es una sensación que se percibe en la calle. Salvo una minoría, suficiente, sin embargo, para sostener los índices de audiencia de los programas televisivos que tratan el asunto, buena parte de los españoles que en los últimos tiempos habían mostrado un nuevo interés por la cosa pública, empiezan a darle otra vez la espalda. Y seguramente el motivo principal de ello es que vuelve a parecerse a lo mismo de siempre.
Aunque los dirigentes políticos y los medios parecen haberlo olvidado, o puede que no les interese lo más mínimo acordarse de ello, lo que se está dilucidando en estas elecciones, las del 24 de mayo, es cómo se van a gestionar las comunidades autónomas y los ayuntamientos y qué intereses, políticos, económicos y sociales van a primar a la hora de esa gestión. El que gane uno u otro debería importar únicamente en la medida de eso. Pero los problemas de los municipios y de las regiones, y las propuestas para solucionarlos, son los grandes ausentes de esta campaña electoral. Sólo algún candidato aislado está diciendo cosas concretas en ese terreno.
Es extraordinario, por no decir intolerable, que prácticamente todas las encuestas nos digan cada día –¿de dónde sale el dinero para pagar tantas?– qué partido va a ganar las generales y cuál va a ser el segundo, el tercero y el cuarto, y que sólo excepcionalmente se ocupen de cómo va la clasificación en el terreno municipal y autonómico. Los datos que se publican a este respecto se han obtenido casi siempre a partir de sondeos realizados para todo el Estado y su solvencia no es, por tanto, precisamente contundente. Son poquísimas las encuestas que se han realizado en regiones y ciudades concretas y, en todo caso, sus resultados no se están difundiendo fuera de ellas, salvo algunas que se refieren a Madrid y Barcelona.
Pero bastante más grave que eso es la ausencia de lo municipal y de lo autonómico del debate electoral. Parece como si algunos hubieran dado órdenes estrictas de soslayar esas cuestiones. Y buscando los motivos que podrían haberles llevado a impartirlas, aparece uno por encima de cualquier otro. El de que las comunidades autónomas y los ayuntamientos están con el agua al cuello desde el punto de vista de financiero. Y como esa realidad no se puede cambiar, al menos mientras se mantenga la actual política económica, la que impone Bruselas, lo mejor es no menearla. Aunque eso suponga hacer una campaña vacía de contenidos. Irreal porque rehúye los asuntos que de verdad interesan a los ciudadanos cuando se habla de sus ayuntamientos y de sus gobiernos regionales. Y que supone rehuir cualquier compromiso concreto. Salvo algunas propuestas irresponsables y, por tanto, falsas, como la de la bajada del IBI en un 50% de Esperanza Aguirre, ¿no llama atención que ésta sea una campaña sin promesas?
Perdida en un rincón de algunas secciones de economía, hace unos días aparecía un informe del Instituto Valenciano de Estudios Económicos que concluía que el esfuerzo público per cápita en sanidad y educación, competencias prácticamente exclusivas de las comunidades autónomas, había caído un 21% entre 2009 y 2013 y que el gasto social en conjunto se había reducido en similar y terrible medida, destacando los recortes de Castilla-La Mancha (30%), Canarias (25%), Comunidad Valenciana (22,7%) y Cataluña (22,6%).
Sabiendo que las reducciones del gasto de los municipios han sido aún más drásticas, ¿qué promesa podría ser creíble si no fuera la de luchar para empezar a revertir esa dinámica, que, por otra parte, va a mantenerse, aunque para ello fuera preciso enfrentarse al gobierno central y al de la UE? ¿Qué partido iba a atreverse a tamaña osadía? Y como de esa incapacidad es mejor no hablar, lo que se han impuesto, y casi todos han entrado al trapo, es plantear estas elecciones como una primera vuelta de las generales de fin de año.
Y los medios se han tragado encantados esa añagaza. Entre otras cosas porque es mucho más fácil y barato tratar estos comicios como un si fueran una competición futbolística, en la que las encuestas, y las denuncias de escándalos de corrupción, son los goles. Tratar de encontrar racionalidad en la respuesta de la opinión pública a lo que se dice en la tele y en los mítines es un esfuerzo tan inútil como patético. Un dato para dudar de la solidez de la actitud de la gente que describen las encuestas es que, según el último barómetro del CIS, el 57,4 de los españoles aprueba la gestión del rey Felipe. Casi el doble que hace un año. Pero, ¿por qué? ¿Qué ha hecho el monarca para ganarse esa aprobación? ¿No dar motivos para que se hable de él? ¿Someterse disciplinadamente a un plan que le ha relegado a la grisura mediática? Si esa es la fórmula del éxito, es para pensárselo.
No cabe esperar que el panorama cambie mucho de aquí al 24 de mayo. Pero tampoco renunciar a la hipótesis de que detrás de tanta manipulación, exista aún una opinión pública digna de tal nombre. Y que el hastío que produce el lamentable espectáculo en que se ha convertido la política no les haya alejado de las urnas. Con todo, sigue habiendo candidatos que, si ganan, pueden empezar a cambiar las cosas.