El caso Mediador y los responsables de la corrupción
Aquí la lluvia de la corrupción siempre cae sobre mojado. Está muy presente en nuestras instituciones, porque nunca se marchó. Sabemos bien que a los juzgados llegan muy pocos casos y son la punta de un iceberg descomunal, una telaraña poliédrica muy instalada en todo tipo de organismos públicos, una gigantesca máquina delictiva que nos roba miles de millones cada año. El descubrimiento de las prácticas corruptas, casi siempre perpetradas en los sótanos oscuros de la opacidad, solo se produce por circunstancias fortuitas o cuando alguien del clan decide tirar de la manta.
Las investigaciones habrán de determinar si el caso Mediador supone una trama estructural de cierta entidad. O si más bien nos encontramos ante una historia puntual de vulgaridad ramplona, aderezada con prostitución, chabacanería machista y parranda casposa, en la línea de precedentes de honda raigambre en España. En principio, ni el perfil de las personas implicadas ni la cuantía económica del asunto lo hacen equiparable a los escándalos de mayor gravedad de nuestra historia. Y tampoco sus efectos institucionales resultan equivalentes.
El caso Mediador no guarda similitud con fabricar una trama de sobornos en multitud de instituciones públicas para amontonar millones de euros en dinero negro que acaban en la caja fuerte de unos de los principales partidos del país, para pagar sobresueldos, gastos en las sedes y campañas electorales. Tampoco se parece a vertebrar amplias redes clientelares con el desvío fraudulento de cantidades inmensas, en forma de subvenciones falseadas a favor de los afines, con la finalidad de conservar a perpetuidad el poder autonómico. Del mismo modo, tiene poco que ver igualmente con la apropiación de fondos públicos para perpetrar acciones policiales abiertamente contrarias a las leyes en la maloliente podredumbre de las cloacas del Estado.
Sin embargo, tampoco deberíamos minimizar la gravedad de los hechos investigados, porque concurren mecánicas muy habituales en las prácticas corruptas. De hecho, las resoluciones judiciales aluden a indicios de un presunto modus operandi bastante asentado: el del conseguidor que se lucra fácilmente a partir de sus contactos con el poder, los cuales también comparten los suculentos beneficios de esa agua corrupta que lo va mojando todo por donde pasa. Como explico en mi libro La patria en la cartera, estas dinámicas arrancan esencialmente en el franquismo, sobre todo en la etapa desarrollista, en ámbitos como el urbanismo, la actividad turística, la contratación pública y el reparto de subvenciones.
El sistema democrático no expulsó esos hábitos, porque mantuvo (en esas esferas y en gran medida) la estructura legal-institucional que los había posibilitado durante la dictadura. Y por eso hubo enormes continuidades. Las correrías indecorosas de Juan Guerra por los ayuntamientos andaluces en los años ochenta reproducían los mismos patrones de los conseguidores del régimen anterior. Desde la Transición hasta nuestros días, este país ha sido un paraíso para mediadores, comisionistas y traficantes de favores institucionales.
Además, no se trata de rutinas ejecutadas por llaneros solitarios. Al contrario, con frecuencia han estado vinculadas a espacios centrales de poder. Los hechos probados de las sentencias de las últimas décadas relatan literalmente que los dos principales partidos del país (y también el anteriormente hegemónico en Catalunya) se han financiado de manera delictiva gracias a la corrupción. Y también explican que con estas conductas deshonestas se han propiciado los más variados enriquecimientos personales.
Aquí llegamos a una de las claves del problema. Sin duda, cualquier fuerza política puede tropezarse inesperadamente con un corrupto en sus filas. Lo relevante será cómo reacciona ante la detección de la manzana podrida, porque no siempre se puede descartar que esté podrido el cesto. La regla general hasta ahora ha sido el solidario cierre de filas del partido para amparar a sus dirigentes investigados por corrupción, sin exigencia de responsabilidades de ningún tipo. A menudo, esta deplorable conducta se ha complementado con ataques a la investigación policial y judicial, así como con maniobras de ocultación y de falta de colaboración para esclarecer los hechos. El caso Gürtel o el caso de los ERE han sido ejemplos claros, pero la lista sería casi interminable.
Por ello, a pesar de sus modestas magnitudes cuantitativas y cualitativas, el caso Mediador puede representar un test interesante para comprobar si en este país empiezan a cambiar algunas cosas. Resulta positiva la inmediata exigencia de responsabilidades al diputado afectado, pero no parece suficiente. En estas situaciones la transparencia es indispensable. Resulta lógico preguntarse si existían medidas preventivas para evitar situaciones de riesgo. Y también debería aclararse si los hechos que se están divulgando no requerían de algún tipo de reacción sobre la marcha. Hay bastantes episodios que tuvieron lugar presuntamente en el Congreso de los Diputados y en céntricos lugares de Madrid con todo tipo de lujos faraónicos. Ante las imputaciones de corrupción, necesitamos claridad en las explicaciones, porque la luz del sol ilumina y también es el mejor desinfectante. Esa respuesta proporcionada supondría aportar discursos creíbles contra las prácticas corruptas.
La actitud de todos los partidos no es igual ante la corrupción. De hecho, hay talantes o compromisos programáticos que pueden diferenciar a las fuerzas políticas. A la ciudadanía le compete evaluar esos rasgos distintivos: más vale desconfiar de los alegatos de quienes embisten acaloradamente contra las prácticas fraudulentas del adversario, pero a la vez protegen tiernamente las propias. Siempre será preferible analizar con rigor los comportamientos, la coherencia y las propuestas reales para luchar contra la corrupción.
La envergadura del problema global debería dar escalofríos, a pesar de la habitual resignación ciudadana. En España hemos tenido y tenemos a cientos de políticos condenados, encausados o en prisión provisional. En casi todos los territorios podemos encontrar en esas situaciones a presidentes autonómicos, consejeros, parlamentarios, representantes de las diputaciones, alcaldes y concejales de muchísimas ciudades. Nuestra corrupción política exteriorizada judicialmente apenas tiene equivalentes en la Europa democrática. Según los datos del último Eurobarómetro, el 89% de los españoles piensa que en nuestro país la corrupción está generalizada (en contraste con la media europea del 68% o con el 16% de Dinamarca). Necesitamos unas instituciones limpias, transparentes y ejemplares para mejorar la calidad de nuestra democracia.
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