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¿Quién tiene miedo a la consulta catalana sobre el derecho a decidir?

A propuesta de CiU y ERC, el Parlament acaba de aprobar una resolución por la que insta a la Generalitat a realizar una consulta ciudadana sobre el derecho de Catalunya a decidir libre y democráticamente su futuro colectivo. La respuesta del Gobierno español no se ha hecho esperar. Sin conocer los detalles y el tenor de la consulta, la vicepresidenta Soraya Sáenz de Santamaría se ha apresurado a declarar su inconstitucionalidad, asegurando que el Gobierno acudirá sin dudarlo al Tribunal Constitucional para impedir que se celebre. Su argumento descansa en el art. 92 de la Constitución, según el cual la potestad para convocar referendos consultivos sobre asuntos de especial trascendencia compete de forma exclusiva al rey, mediante propuesta del presidente del Gobierno previamente autorizada por el Congreso de los Diputados.

A este argumento se le suma que el art. 149.1.32 del texto constitucional atribuye al Estado la competencia para convocar consultas populares por vía de referéndum. En este sentido, Sáenz de Santamaría recuerda que el TC tiene pendiente de resolución el recurso presentado por el entonces Gobierno socialista de José Luis Rodríguez Zapatero contra la ley catalana de consultas populares de 2010. Aun cuando todavía no hay sentencia sobre el fondo, el Tribunal ha dejado claro que este tipo de consultas deben ser autorizadas por el Estado. Así pues, en caso de no solicitarse esta autorización por parte de la Generalitat, el Gobierno de España pedirá al Tribunal la anulación inmediata de la convocatoria de consulta.

Además, el Gobierno también arguye la sentencia del TC que declaró inconstitucional la ley del Parlamento vasco de 2008 por la que se autorizaba al entonces lehendakari Juan José Ibarretxe a realizar una consulta popular parecida a la ahora planteada en Catalunya. En ella se pretendía recabar la opinión de la ciudadanía vasca sobre la apertura de un proceso de negociación para, previa manifestación inequívoca de ETA de poner fin a la violencia, alcanzar la paz y la normalización política. Fue también el Gobierno de Rodríguez Zapatero el que recurrió esta ley, dando pie a que el Tribunal interpretara de la forma más restrictiva posible todo lo relacionado con los referendos, consultas populares y demás instrumentos de democracia directa.

El TC afirmó la excepcionalidad del referéndum en el sistema constitucional español. Un sistema basado en los instrumentos de democracia representativa y donde ese procedimiento excepcional que resulta ser el referéndum queda confinado a los casos expresamente previstos por la Constitución. Es decir, a la propia reforma constitucional y a las reformas de los estatutos de autonomía, por un lado; y por otro, a los casos previstos en el citado art. 92, supeditados a la autorización del Congreso. Más allá de estos supuestos, insiste el Tribunal, no hay competencias implícitas ni otras vías mediante las que instituciones como las comunidades autónomas puedan recabar la opinión de su ciudadanía en asuntos públicos considerados trascendentes.

La desconfianza del Tribunal ante todo lo que suene a participación no autorizada por el Congreso se manifiesta en su negativa a aceptar otro tipo de consultas diferentes de las del referéndum. Es más, para el Tribunal la distinción entre referéndum y consulta es un mero disfraz o artificio para evitar así la preceptiva autorización del Congreso. Si el objeto de la consulta se refiere a la opinión del conjunto del cuerpo electoral y se articula a través de los mecanismos propios de los procedimientos electorales –por ejemplo, utilizando el censo gestionado por la administración y con las típicas garantías jurisdiccionales–, entonces esta consulta es un referéndum al que se le aplicaría el régimen establecido en los arts. 92 y 149 de la Constitución. En suma, sin autorización no hay consulta, se llame como se llame.

Es cierto que el constituyente de 1978 configuró los mecanismos de democracia directa de una forma residual en la Constitución. Ni los autores de la ponencia constitucional (los llamados “padres de la patria”), ni el Parlamento que aprobó el texto definitivo, creían en la participación ciudadana directa en los asuntos públicos. De ahí, por ejemplo, que –a diferencia de la Constitución republicana de 1931– el actual texto en vigor no recoja la figura del referéndum derogatorio, por el que la ciudadanía puede revocar directamente una ley aprobada en el Parlamento. Y que, salvo en los casos de reforma constitucional y estatutaria, el resultado del referéndum sea meramente consultivo, no vinculante para el sujeto convocante, requiriéndose además la previa autorización del Congreso.

Pero esta interpretación de la Constitución no es la única posible. Cabe hacer otra que ajuste el texto constitucional a las demandas de una ciudadanía que solicita más y mejor democracia, más y mejores instrumentos de participación directa en la gestión de los asuntos públicos. En este sentido, la distinción entre referéndum y consulta –denostada por el TC– puede resultar de enorme ayuda. Lo característico del primero es que el sujeto convocante tiene la capacidad de implementar la medida resultante del mismo, lo que no es así en el caso de consultas como la catalana. En efecto, la Generalitat puede preguntar a la ciudadanía sobre su opinión acerca del derecho a decidir, la autodeterminación o la independencia, pero sea cual sea el resultado no podrá implementarlo por sí sola. Con la Constitución en la mano, cualquier decisión que supere el marco actual compete al conjunto del pueblo español.

El Gobierno catalán lo sabe y de ahí que insista en hablar de consulta y señalar –frente al ímpetu y la fogosidad de Sáenz de Santamaría– que en este caso no se seguirán los cauces típicos de los referendos. Por ejemplo, que a la hora de determinar el cuerpo convocado no se utilizará el censo electoral, sino los padrones municipales. O permitiendo la participación a quienes tengan 16 años, en vez de los 18 que se requieren para votar en referendos y elecciones.

En conclusión, no estaremos en presencia de un referéndum, sino de una simple consulta ciudadana, ante la que la Constitución no establece requisito ni regulación alguna. Así, puede interpretarse que la Constitución prohíbe los referendos no autorizados por el Congreso, sí, pero que nada dice respecto de las consultas populares que puedan arbitrarse por instituciones locales y autonómicas al margen del referéndum y sus mecanismos típicos. Y esta laguna constitucional puede ser colmada por los estatutos de autonomía –como hace el art. 122 del Estatut catalán– o por la legislación autonómica, regulando así este tipo de instrumentos de consulta a la ciudadanía diferentes del referéndum.

Hoy es la consulta aprobada por el Parlament, pero mañana puede ser otra, por ejemplo, impulsada por una comunidad autónoma sobre las políticas para salir de la crisis. Algo funciona mal en un sistema democrático si su Constitución impide a la ciudadanía o a una parte de la misma pronunciarse –aunque sea de forma meramente consultiva y no vinculante– sobre asuntos públicos de especial trascendencia.

En un momento de abierto cuestionamiento del marco constitucional diseñado en 1978, flaco favor se le hace al mismo con estas interpretaciones restrictivas en cuanto a los derechos de participación política y centralistas en todo lo relativo a lo territorial. Interpretaciones que dan la razón a quienes demandan la apertura de un proceso constituyente que dé lugar a un marco jurídico-político más respetuoso con la democracia, los derechos de participación ciudadana y la pluralidad nacional.