Campaña de las elecciones generales del 23 de julio. Pedro Sánchez salió del cara a cara con Alberto Núñez Feijóo inesperadamente arrastrado por los suelos, sobre todo tras lo que había sido una semana comunicativamente magistral: la estrategia de acudir a todos los espacios mediáticos a los que otrora no había asistido, plantando cara a la derecha, respondiendo en directo a Pablo Motos y a Ana Rosa Quintana, había funcionado a las mil maravillas. Pero el debate no. En el debate, aunque después periodistas y columnistas construyeran extensos argumentarios sobre el galope de Gish o la ametralladora de falacias, Sánchez fue un aspirante y Feijóo un contrincante habilidoso, peligroso, experimentado. Salió Sánchez vapuleado. Como en Aprile, de Nanni Moretti, cada uno vivió desde su casa aquella escena en la cual, desesperadamente, imploraba a Pedro para que dijera qualcosa di sinistra (o de sentido cívico). Y cada uno apagó la tele desolado.
Pensé esos días sobre Yolanda Díaz, que, frente al Sánchez que tiró la toalla en el cara a cara y parecía un aspirante tembloroso, tenía que mostrarse Presidenta; ser aquella que encarnara certeza, esperanzas, seguridad, que no temblara, que movilizara. Se constató que la decisión de Feijóo de no acudir a ese debate fue un error –y se echó de menos que pudiera tener su propio cara a cara con Díaz–. Tras una última semana de campaña ilusionante para la izquierda, conocimos el resultado. Y hasta aquí.
¿Qué tono es el apropiado para una sesión de investidura en la cual al menos varias de las partes han tirado la toalla respecto al formato mínimo de la política? Si asumimos la política como teatro y escenificación necesaria de los conflictos, ¿qué papel está cada uno dispuesto a jugar? ¿Cuánto contemplar el decoro, cuánto sobrecargar los puntos de tensión de las instituciones, cuánto entrar en el fango? Al peso, ¿qué vale un grito y cuánto una recensión pormenorizada? ¿Es lo más sensato entrar a la escalada sin final aparente de la agresividad y desolación en política? ¿O hay algo preciado en el culto y respeto a las formas por la estima que se les tiene a las formas mismas? Hoy, pseudoperiodistas como Javier Negre afirmaban: “Es una nueva muestra de que a Sánchez no se le puede derrotar con fair play. Él es un marrullero y Feijóo o alguien de su equipo deberá bajar al barro si quiere vencerle”. Si concebimos que a Ayuso, por ejemplo, tampoco se la puede “derrotar con fair play”, ¿cuánto estamos dispuestos a ensuciar las almas, a qué fondo de los abismos llegaríamos con tal de vencerla? ¿Y aceptarían los nuestros que, para ganar, nos volviéramos como ellos?
Creo que el error está en el marco dicotómico en el que nos instalamos, como si los únicos afectos, tonos o timbres que pudieran presentarse en política se repartieran cordialmente entre, por un lado, lo chulesco y macarra, lo ruin y beligerante, lo sucio, lo killer y, por el otro, lo inane, la templanza eterna, la calma respetuosa. Ni es una dicotomía entre lo apolíneo y lo dionisíaco ni tenemos que quedarnos con el registro más patético de todos –puro pathos–: existen fortalezas determinadas sin denigración, papeles para la firmeza sin que esta se convierta en soberbia, amplios abanicos de registros y modulaciones. La cuestión es afinar los instrumentos.