La colada del dictador

Lo único que Franco tenía limpio en vida era el culo. Ahora, más de cuarenta años después, lo han metido en la colada y nos lo van a sacar blanco e impoluto. Sin centrifugar. Hasta tal punto funciona el blanqueador óptico, que los hijos del dictador han puesto a la venta el emblema de la extorsión practicada por su familia sobre el pueblo español, el Pazo de Meirás, que se publicita con imágenes del hombre que robó la libertad a este país por la fuerza, leyendo como un vejete cualquiera el periódico y tomando el desayuno. Casi como si hubiera sido una persona. Como si no revolviera la cucharilla sobre la humillación y el dolor y el miedo de muchas familias. La voz del NODO, que aún es para muchos oídos sinónimo de opresión y mentira, incluso para los míos que aún tuvieron que oírla antes de que empezara la sesión infantil de un cine provinciano, se explaya traducida al inglés para intentar sacar otros ocho millones de euros más del oprobio.

Ocho millones. Es la cifra que los Franco -en cualquier país decente les hubieran explicado que es posible cambiarse el apellido por causa grave en el Registro Civil- han largado para que llegue al oído de quien corresponde. Y no son, aunque así lo simulen, los inversores extranjeros. No hay posibilidades reales de que el Pazo de Meirás sea adquirido por un millonario excéntrico. No sólo porque en la mayor parte del mundo sí está estigmatizado el nombre y la figura del golpista que abocó a España a una guerra fratricida, en la que amagaron por primera vez, y como gran ensayo, las fuerzas fascistas y sus oponentes, sino porque no hay comprador que suelte la tela por un bien cuya titularidad es dudosa y, por tanto, lo son las facultades para transmitir la propiedad. Ha venido como agua de febrero, el informe jurídico encargado por la Diputación de Pontevedra en el que se llega a la conclusión de que la transmisión de la propiedad del Pazo a Franco es jurídicamente muy dudosa como poco.

Así que cualquier extranjero romántico de fascismo que quisiera hacerse con el edificio debería de saber que sobre él se ciernen dudas jurídicas -suficientes como para arriesgarse a perder su dinero- y la catalogación como Bien de Interés Cultural que le obligaría a abrirlo cuatro veces al mes a las visitas. Un chollo, vamos. La mejor forma de dar salida a ocho millones de euros perdidos. Es evidente que los Franco están señalando a las administraciones públicas para que pasen por caja y les larguen en cash unos milloncejos. Tal decisión no puede producirse. El dinero extorsionado al pueblo no puede volver a ser comprado con dinero público.

Pero mientras, la lavadora sigue el programa largo para obtener una especie de sábana santa del dictador del palio. Hasta donde sabemos, el KGB ha reconocido haber incinerado en abril de 1970 los restos de Hitler que se habían enterrado, junto con otras personalidades de su régimen, en Magdeburgo. En esa ocasión, los restos del dictador nazi fueron incinerados y arrojados al río Biederitz para que jamás pudieran ser encontrados y convertida su localización en lugar de peregrinación. Aquí, en pleno siglo XXI, los eurodiputados han de ser invitados a contemplar las flores frescas que yacen sobre la tumba del tirano, bajo metros de hormigón y cúpulas construidas por presos políticos represaliados por él mismo. Un sarcástico monumento a la humillación de las víctimas arrebatas a la tierra para tener que servir de coartada a su masacrador.

Es terrible pero en esta España del siglo, existe aún una gran parte de la población a la que tal circunstancia no le incomoda. Paréceme que hasta que no consigamos llegar al mínimo consenso de que este país fue privado de libertad y de derechos por la fuerza y sometido durante cuarenta años a una dictadura oprobiosa y vergonzante, no conseguiremos llegar a acuerdos serios en nada más. No es aceptable que un partido de gobierno se niegue a asumir una realidad que le pesa en el ADN. No hay excusas. No hay heridas que se reabran sino heridas en los vencidos y acallados y represaliados que jamás se han cerrado. No hay explicación moral alguna para destinar dinero público a repatriar los cuerpos de los españoles que fueron a luchar junto a los nazis, con la cruz gamada y el juramento de fidelidad al Führer, y no los haya para sacar de las cunetas a los soldados republicanos y a los represaliados. No porque no empatice con los familiares de los divisionarios, sino porque creo en los derechos de memoria de todos. Algo que a los populares no les sucede.

Pero puede hacerse. En los últimos años en Navarra han conseguido revertir el oprobio de tener enterrados en una cúpula gigante a los dos generales golpistas del 36, Mola y Sanjurjo. Este último, doblemente golpista. El obispo de Pamplona dio la autorización para que fueran exhumados de la basílica y entregados los restos a sus familias que les dieron sepultura privada donde desearon. Este mismo camino deben seguir los restos del dictador. No pueden seguir en un lugar preeminente descojonándose con risa de ultratumba de los más de veinte mil cuerpos robados para darle cobertura. Un eurodiputado lo ve clarísimamente. Es una situación inaudita en la Unión Europea. Cierto es que en las democracias del continente se estudiaba historia y, entre ella, la de la conflagración española que fue el germen y la siembra de todo el horror que la siguió.

Sólo nos quedaría por ver un anuncio del conocido detergente utilizando unas imágenes en negro con la cancioncilla de la época: “porque su mujer lo lava con Ariel” mientras el dictador pasa revista con su níveo uniforme de gala de marino. Cualquier cosa. Nada es imposible.

Hace falta otro gobierno y hace falta que no sea sensible a las presiones de los poderes fácticos, como al parecer lo fue el de Zapatero, cuando no dio el paso de solucionar de una vez por todas esta situación inaceptable. Eso o que Europa, último escalón de nuestra esperanza, nos dé un toque definitivo al respecto.

Si no, Franco acabará tendido cara al sol como gustaba en nuestro futuro para siempre como un cadáver impoluto para que las generaciones venideras se vean abocadas a repetir el pasado. Parece ser nuestra condena.